Eucaristía y esperanza
Hoy se está
perdiendo mucho la esperanza, esa virtud que nos da alegría, optimismo, ánimo,
que nos hace tender la vista hacia el cielo, donde se realizarán todas las
promesas. La esperanza es la virtud del caminante.
¡La esperanza!
La esperanza
causa en nosotros el deseo del cielo y de la posesión de Dios. Pero el deseo
comunica al alma el ansia, el impulso, el ardor necesario para aspirar a ese
bien deseado y sostiene las energías hasta que alcanzamos lo que deseamos.
Además acrecienta nuestras fuerzas con la consideración del premio que excederá con mucho a nuestros trabajos. Si las gentes trabajan con tanto ardor para conseguir riquezas que mueren y perecen; si los atletas se obligan voluntariamente a practicar ejercicios tan trabajosos de entrenamiento, si hacen desesperados esfuerzos para alcanzar una medalla o corona corruptible, ¿cuánto más no deberíamos trabajar y sufrir nosotros por algo inmortal?
La esperanza
nos da el ánimo y la constancia que aseguran el triunfo. Así como no hay cosa
que más desaliente que el luchar sin esperanza de conseguir la victoria,
tampoco hay cosa que multiplique las fuerzas tanto como la seguridad del
triunfo. Esta certeza nos da la esperanza.
Esta
esperanza es atacada por dos enemigos:
a. Presunción: consiste en esperar de Dios el Cielo
y todas las gracias necesarias para llegar a Él sin poner de nuestra parte los
medios que nos ha mandado. Se dice “Dios es demasiado bueno para
condenarme” y descuidamos el cumplimiento de los Mandamientos. Olvidamos
que además de bueno, es serio, justo y santo. Presumimos también de nuestras
propias fuerzas, por soberbia, y nos ponemos en medio de los peligros y
ocasiones de pecado. Sí, el Señor nos promete la victoria, pero con la
condición de velar y orar y poner todos los medios de nuestra parte.
b. Desaliento y desesperación: Harto tentados y a veces vencidos en la lucha, o atormentados por los
escrúpulos, algunos se desaniman, y piensan que jamás podrán enmendarse y
comienzan a desesperar de su salvación. “Yo ya no puedo”.
La esperanza es
una de las características de la Iglesia, como pueblo de Dios que camina hacia
la Jerusalén celestial. Todo el Antiguo Testamento está centrado en la espera
del Mesías. Vivían en continua espera. ¡Cuántas frases podríamos entresacar de
la Biblia! “Dichoso el que confía en el Señor, y cuya esperanza es el
Señor...Dios mío confío en Ti...No dejes confundida mi esperanza...Tú eres mi
esperanza, Tú eres mi refugio, en tu Palabra espero...No quedará frustrada la
esperanza del necesitado...Mi alma espera en el Señor, como el centinela la
aurora”.
También el
Nuevo Testamento es un mensaje de esperanza. Cristo mismo es nuestra esperanza.
Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. La promesa que Él
nos hizo fue ésta “quien me coma vivirá para siempre, tendrá la Vida
Eterna”.
¿Cómo unir
esperanza y Eucaristía?
La Eucaristía
es un adelanto de esos bienes del cielo, que poseeremos después de esta vida,
pues la Eucaristía es el Pan bajado del cielo. No esperó a nuestra ansia, Él
bajó. No esperó a nuestro deseo, Él bajó a satisfacerlo ya. Es verdad que en el
Cielo quedaremos saciados completamente.
La Eucaristía
se nos da para fortalecer nuestra esperanza, para despertar nuestro recuerdo,
para acompañar nuestra soledad, para socorrer nuestras necesidades y como
testimonio de nuestra salvación y de las promesas contenidas en el Nuevo
Testamento.
Mientras haya
una iglesia abierta con el Santísimo, hay ilusión, amistad. Mientras haya un
sacerdote que celebre misa, la esperanza sigue viva. Mientras haya una Hostia
que brille en la custodia, todavía Dios mira a esta tierra. Y esto nos da
esperanza en la vida.
Dijimos que los
dos grandes errores contra la esperanza son la presunción y la desesperación. A
estos dos errores responde también la Eucaristía.
¿Qué tiene que
decir la Eucaristía a la presunción?
“Sin mi Pan, no
podrás caminar, sin mi fuerza no podrás hacer el bien, sin mi sostén caerás en
los lazos de engaños del enemigo. Tú decías que podías todo. ¿Seguro? ¿Cómo
podrías hacer el bien sin Mí, que soy el Bien supremo? Y a Mí se me recibe en
la Eucaristía. ¿Cómo podrías adquirir las virtudes tú solo, sin Mí, que doy el
empuje a la santidad? Quien come mi carne irá raudo y veloz por el camino de la
santidad”.
¿Y qué tiene
que decir la Eucaristía a la desesperación?
“¿Por qué desesperas,
si estoy a tu lado como Amigo, Compañero? ¿Por qué desesperas si Yo estaré
contigo hasta el fin de los tiempos? ¿Por qué desesperas a causa de tus males y
desgracias, si yo te daré la fuerza para superarlos?”.
El cardenal
Nguyen van Thuan, obispo que pasó trece años en las cárceles del Vietnam, nueve
de ellos en régimen de aislamiento, nos cuenta su experiencia de la Eucaristía
en la cárcel. De ella sacaba la fuerza de su esperanza.
Estas son sus
palabras: “He pasado nueve años aislado. Durante ese tiempo celebro la
misa todos los días hacia las tres de la tarde, la hora en que Jesús estaba
agonizando en el cruz. Estoy solo, puedo cantar mi misa como quiera, en latín,
francés, vietnamita...Llevo siempre conmigo la bolsita que contiene el Santísimo
Sacramento: “Tú en mí, y yo en Ti”. Han sido las misas más bellas de mi vida.
Por la noche, entre las nueve y las diez, realizo una hora de adoración...a
pesar del ruido del altavoz que dura desde las cinco de la mañana hasta las
once y media de la noche. Siento una singular paz de espíritu y de corazón, el
gozo y la serenidad de la compañía de Jesús, de María y de José”.
Y le eleva esta
oración hermosa a Dios: “Amadísimo Jesús, esta noche, en el fondo de mi
celda, sin luz, sin ventana, calentísima, pienso con intensa nostalgia en mi
vida pastoral. Ocho años de obispo, en esa residencia a sólo dos kilómetros de
mi celda de prisión, en la misma calle, en la misma playa...Oigo las olas del
Pacífico, las campanas de la catedral. Antes celebraba con patena y cáliz
dorados; ahora tu sangre está en la palma de mi mano. Antes recorría el mundo
dando conferencias y reuniones; ahora estoy recluido en una celda estrecha, sin
ventana. Antes iba a visitarte al Sagrario; ahora te llevo conmigo, día y
noche, en mi bolsillo. Antes celebraba la misa ante miles de fieles; ahora, en
la oscuridad de la noche, dando la comunión por debajo de los mosquiteros.
Antes predicaba ejercicios espirituales a sacerdotes, a religiosos, a
laicos...; ahora un sacerdote, también él prisionero, me predica los Ejercicios
de san Ignacio a través de las grietas de la madera. Antes daba la bendición
solemne con el Santísimo en la catedral; ahora hago la adoración eucarística
cada noche a las nueve, en silencio, cantando en voz baja el Tantum Ergo, la
Salve Regina, y concluyendo con esta breve oración: “Señor, ahora soy feliz de
aceptar todo de tus manos: todas las tristezas, los sufrimientos, las
angustias, hasta mi misma muerte. Amén.
Sí, la
Eucaristía es prenda y fuente de esperanza.
Por: P. Antonio
Rivero LC
Fuente:
Catholic.net