Eucaristía y caridad
También la
Eucaristía es un gesto de amor. Es más, es el gesto de amor más sublime que nos
dejó Jesús aquí en la tierra. A la Eucaristía se la ha llamado “el Sacramento
del amor” por antonomasia.
¿Qué le movió a
quedarse con nosotros? ¿Qué le movió a darnos su Cuerpo? ¿Qué le movió a
hacerse pan tan sencillo? ¿A encerrarse en esa cárcel, que es cada Sagrario? ¿A
dejar el Cielo, tranquilo y limpio, y bajar a la tierra, que es un valle de
lágrimas y sufrimientos sin fin? ¿A dejar el calor de su Padre Celestial y
venir a esta tierra tibia, a veces gélida, y experimentar la soledad en tantos
Sagrarios? ¿A despojarse de sus privilegios divinos y dejarlos a un lado para
revestirse de ropaje humilde, sencillo, pobre, como es el ropaje del pan y
vino?
¿Qué modelos
humanos nos sirven para explicar el misterio de la Eucaristía como gesto de
amor?
Veamos el ejemplo de una madre. Primero, alimenta a su hijo en su seno, con su sangre, durante esos nueve meses de embarazo. Luego, ya nacido, le da el pecho. ¿Han visto ustedes algo más conmovedor, más lindo, más tierno, más amoroso que una madre amamantando a su propio hijo de sus mismos pechos, dándole su misma vida, su mismo ser?
Así como una
madre alimenta a su propio hijo con su misma vida, de su mismo cuerpo y con su
misma sangre, así también Dios nos alimenta con el Cuerpo y la Sangre de su
mismo Hijo Jesucristo, para que tengamos vida de Dios, y la tengamos en
abundancia. Y al igual que esa madre no se ahorra nada al amamantar a su hijo,
así también Dios no se ahorra nada y nos da todo: cuerpo, alma, sangre y
divinidad de su Hijo en la Eucaristía.
¡El amor es
entrega y donación! Y en la Eucaristía, Dios se entrega y se dona completamente
a nosotros.
¡Cuántos gestos
de amor nos demuestra Cristo en la Eucaristía!
Fuimos
invitados al banquete: “Vengan, está todo preparado. El Rey ha mandado
matar el mejor cordero que tenía. Vengan y entren”. Cuando a uno lo
invitan a una boda, a una fiesta, a un banquete, es por un gesto de amor.
Ya en el
banquete, formamos una comunidad, una familia, donde reina un clima de
cordialidad, de acogida. No estamos aislados, ni en compartimentos estancos.
Nos vemos, nos saludamos, nos deseamos la paz. ¡Es el gesto del amor fraterno!
El gesto de
limpiarnos y purificarnos antes de comenzar el banquete, con el acto
penitencial: “Yo confieso”, pone de manifiesto que el Señor lava
nuestra alma y nuestro corazón, como a los suyos les lavó los pies. ¡Qué amor
delicado!
Después, en la
liturgia de la Palabra, Dios nos explica su Palabra. Se da su tiempo de charla
amena, seria, provechosa y enriquecedora. Es como si Dios nos sentara sobre sus
rodillas y nos hablase al corazón. ¡Qué amor atento!
Más tarde, en
el momento de la presentación de las ofrendas, Dios nos acepta lo poco que
nosotros hemos traído al banquete: ese trozo de pan y esas gotitas de vino y
ese poco de agua. El resto lo pone Él. ¡Que amor generoso!
Nos introduce a
la intimidad de la consagración, donde se realiza la suprema locura de amor:
manda su Espíritu para transformar ese pan y ese vino en el Cuerpo y Sangre de
su Hijo. Y se queda ahí para nosotros real y sacramentalmente, bajo las
especies del pan y del vino. ¡Pero es Él! ¡Qué amor omnipotente, qué amor humilde!
No tiene
reparos en quedarse reducido a esas simples dimensiones. Y baja para todos, en
todos los lugares y continentes, en todas las estaciones. Independientemente de
que se le espere o no, que se le anhele o no, que se le vaya a corresponder o no.
El amor no se mide, no calcula. El amor se da, se ofrece.
Y, finalmente,
en el momento de la Comunión se hospeda en nuestra alma y se hace uno con
nosotros. No es Él quien se transforma en nosotros; sino nosotros en Él. ¡Qué
misterio de amor! ¡Qué diálogos de amor podemos entablar con Él!
Amor con amor
se paga.
Por: P. Antonio
Rivero LC
Fuente:
Catholic.net