Eucaristía y
humildad
“Conviene que
Él crezca y yo mengüe” (Jn 3, 30).
¿Qué es la
humildad?
La humildad es
la virtud que modera el apetito que tenemos de la propia excelencia, del propio
valer. Es una virtud que nos lleva a reconocer la grandeza de Dios y, al
mismo tiempo, al conocimiento exacto de nosotros mismos, procurando para
nosotros la oscuridad y el justo aprecio por amor a Cristo.
Es una virtud
que no conocieron los paganos griegos o romanos ni las grandes civilizaciones
antes del Cristianismo. Ellos –los grecolatinos- buscaban siempre la excelencia
en todo, y para ello usaban de todas las tretas, sean lícitas y buenas, o no
tan buenas. No sabían reconocer sus límites ni sus defectos. Es más, buscaban
inmortalizar su gloria y su honor, que buscaban con frenesí. Para ellos, la
humildad era un defecto, una debilidad.
La humildad la
trajo Jesús del cielo, pues no se encontraba entre los mortales. Y la trajo,
encarnándola Él mismo en su ser. Él es la Humildad misma.
Para nosotros,
¿qué es la humildad?
La humildad es
una virtud que sabe reconocer lo bueno que hay en nosotros, para agradecer a
Dios de quien viene todo lo bueno que somos y tenemos, sin apropiarnos nada.
Sabe reconocer los propios límites y defectos, no para desanimarse, sino para
superarlos con la ayuda de Dios.
Por ejemplo,
¿qué dirían ustedes de aquél que alaba un cuadro? ¿A quién debería alabar: al
cuadro o al pintor de ese cuadro? “No niegues tus cualidades ni los
éxitos que logres. El Señor se sirve de ti, lo mismo que el artista utiliza un
pincel barato”.
La humildad es
una virtud que sabe abajarse para servir a los demás, a quienes aprecia e
incluso considera mejor que él mismo. Es más, se alegra que los demás sean más
amados, preferidos, consultados, alabados que él.
¿Qué relación
hay entre Eucaristía y humildad?
La Eucaristía
es el sacramento del abajamiento, del ocultamiento. Más no podía bajar Dios.
Él, que podría manifestarse en el esplendor de su gloria divina, se hace
presente del modo más humilde. Se pone al servicio de la humanidad, siendo Él
el Señor.
No se consideró
más que los demás, no vino a despreciar a nadie, no vino a hacer sombra a
nadie, no vino a desplazar a nadie, no vino a considerarse el mejor, el más
santo, el más perfecto.
Se hace el más
humilde de todos. El pan es la comida del humilde y del pobre. Es un pan que se
da, se parte, se comparte, se reparte. ¡Cuántos gestos de amor humilde!
Jesús
Eucaristía está aquí escondido, aún más que en el pesebre, aún más que en el
calvario. En el pesebre y en la cruz se escondía solo la divinidad, aquí en la
eucaristía también esconde la humanidad. Y sin embargo, desde el fondo del
Tabernáculo es la causa primera y principal de todo el bien que se hace en el
mundo. Él inspira, conforta, consuela a los misioneros, a los mártires, a las
vírgenes. Él quiere estar escondido y hacer el bien a escondidas, en silencio,
sin llamar la atención.
¿Y cuántas
afrentas e insultos, profanaciones, distracciones, soledad, desatenciones, no
recibe este Sacramento del amor? Y en vez de quejarse, protestar, cerrar su
Sagrario, dice “Venid a Mí . . . todos”.
¡Cuántas veces
vamos a comulgar no con las debidas disposiciones, ni con el fervor que
deberíamos, ni con la atención suficiente! Y no sé cuántos de los que comulgan
en la mano la tienen limpia, aseada, y hacen de su mano realmente un verdadero
trono decente y puro para recibir al Señor. ¡Hasta ahí se rebaja! Podemos hacer
con Él lo que queramos. No se resiste, no se altera, no echa en cara. Todo lo
aguanta, lo tolera.
¿Cuál es el
compromiso que adquirimos al comulgar, al acercarnos y vivir la Eucaristía? Ser
humildes. Quien comulga a Cristo Eucaristía se hace fuerte para vivir esta
virtud difícil y recia, la humildad.
La humildad es
la llave que nos abre los tesoros de la gracia. “A los humildes Dios da su
gracia”, nos dice san Pedro en su primera carta. A los soberbios Dios los
resiste, pues éstos buscan solo su provecho. Dios, a los humildes les da a
conocer los misterios, a los soberbios se los oculta.
La humildad es
el fundamento de todas las virtudes. Sin la humildad, las demás virtudes quedan
flojas, endebles. Y se caen, tarde o temprano.
La humildad es
el nuevo orden de cosas que trajo Jesús a la tierra. “Los más grandes
son los que sirven, los más altos son los que se abajan”.
Pregunta San
Agustín: “¿Quieres ser grande? Comienza por hacerte pequeño. ¿Piensas
construir un edificio de colosal altura? Dedícate primero al cimiento bajo. Y
cuánto más elevado sea el edificio que quieras levantar, tanto más honda debes
preparar su base. Los edificios antes de llegar a las alturas se humillan”.
La humildad
consiste esencialmente en la conciencia del puesto que ocupamos frente a Dios y
a los hombres, y en la sabia moderación de nuestros deseos de gloria.
La humildad no
nos prohíbe tener conciencia de los talentos recibidos, ni disfrutarlos
plenamente con corazón recto; sólo nos prohíbe el desorden de jactarnos de
ellos y presumir de nosotros mismos. Todo lo bueno que existe en nosotros,
pertenece a Dios.
Que la
Eucaristía nos ayude a ser cada día más humildes.
Por: P. Antonio
Rivero LC
Fuente:
Catholic.net






