Eucaristía
y la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús
La Eucaristía
ha brotado del Corazón de Jesús. Es el mayor regalo del Corazón de Jesús en la
Última Cena. La eucaristía tiene su centro en el amor, y el amor proviene del
corazón.
En la
Eucaristía se encuentra palpitante el Corazón de Cristo, que ama intensamente
al Padre y a los redimidos por su muerte y resurrección. La Eucaristía es el
corazón vigilante, atento y amoroso de Jesús, que nos ve, escucha, atiende,
espera, ama, consuela, anima y alimenta.
La gran
promesa:“A quienes comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos, mi
Corazón no los abandonará en el último momento”.
Todas las
revelaciones a Santa Margarita María de Alacoque, la devota del Sagrado
Corazón, a la que Jesús encomendó esta devoción, se las concedió el Señor en la
capilla, en la Eucaristía. Es más, Santa Margarita vivía ansiosa de la
Eucaristía. Su máximo dolor y pesar fue no poder comulgar todos los días.
Estas son sus
palabras: “Mi más grande alegría de dejar el mundo era pensar que
podría comulgar a menudo, ya que no se me permitía sino de vez en cuando. Yo me
habría considerado la más dichosa del mundo si lo hubiera podido hacer
frecuentemente y poder pasar muchas noches sola delante del Santo Sacramento de
la Eucaristía. Me sentía ante Él absolutamente segura, que aún siendo
miedosísima, ni me acordaba del miedo, estando en el lugar de mis mayores
delicias. La víspera de comulgar me sentía abismada en un profundo silencio y
no podía hablar sino haciéndome violencia, pensando en la grandeza de lo que
había de acontecer al día siguiente. Y cuando ya había comulgado, no hubiera
querido ni beber, ni comer, ni hablar, de tanta paz y consuelo como sentía. Me
ocultaba lo más posible para aprender a amar a mi Bien Soberano, que tan
fuertemente me obligaba a devolverle amor por amor”.
Y cuando entró
al Convento de la Visitación, a los 23 años, su madre priora le dijo: “Hija,
id a poneros delante de Nuestro Señor en la Eucaristía como una tela preparada
delante de un pintor”. Y Santa Margarita no entendió, pero no se
atrevió a preguntarle a su superiora. Pero escuchó dentro de ella “Ven,
hija, Yo te lo enseñaré”. Era Jesús, que la invitaba a la Eucaristía para
enseñarle todo. Para Margarita María, el Sagrario era su refugio ordinario. ¡Y
sabemos cómo sufrió en vida esta gran santa!
El corazón,
sabemos, tiene dos movimientos: Sístole, contracción del músculo cardíaco que
provoca la circulación de la sangre, y diástole, movimiento de dilatación del
corazón y arterias.
También el
Corazón de Cristo tiene estos dos movimientos.
Sístole: se contrae, se recoge para unirnos a Él, a su amistad, provocando en
nosotros la circulación de la sangre espiritual que Él nos ha inyectado. Nos
alimenta, nos nutre, y esto lo hace desde la eucaristía, en la eucaristía. Esta
contracción del Corazón de Cristo es una invitación a su amistad, a formar el
grupo de sus íntimos. Es la invitación a acercarnos a la Eucaristía, a
disfrutar de su amor, a conocer sus secretos más íntimos. ¡Qué bienaventurados
aquellos que tienen la suerte de ser arropados en ese movimiento de sístole o
contracción del Corazón dulcísimo de Cristo!
Diástole: Es la dilatación de ese Corazón de Jesús, que se abre a todos, sin
excepción, con el anhelo de hacer llegar a todos su sangre preciosísima, que
con una sola gota de ella salva a quienes se dejan lavar por ella. Este
movimiento de diástole quiere abrazar a todos, y por eso se sirve de nosotros
para que vayamos al apostolado y llevemos su amor para atraerlos a su Divino
Corazón.
La Eucaristía
nos invita a nosotros a estos dos movimientos:
Sístole: a acudir con más frecuencia a la Eucaristía, a entrar dentro de ese
Corazón Sacratísimo de Jesús, escuchar sus latidos de amor, sus gemidos de
dolor, sus anhelos de salvar a la humanidad. A entrar, a intimar con Él,
consolarlo, animarlo, repararlo, y al mismo tiempo a contarle nuestros
problemas, angustias y proyectos.
Diástole: es decir, a salir de la Eucaristía con la sonrisa en los labios, con el
amor en el corazón, con la servicialidad en las manos, con la prontitud en los
pies y hacer llegar esos latidos del Corazón de Jesús que nosotros hemos
escuchado en nuestros momentos de intimidad.
Por: P. Antonio Rivero LC
Fuente:
Catholic.net