Es el
último monasterio de la orden de los Jerónimos, en otro tiempo la más poderosa
de España. Está en Segovia y viven nueve monjes
A las diez me había citado fray Andrés, el prior de Santa María del Parral,
el último de los monasterios jerónimos en el mundo. Yo me había despertado a
las siete, un desayuno rápido y una hora de autobús hasta Segovia. La jornada
del prior empezó a las cinco y media, con el oficio de lectura. Luego laudes,
oración en la celda, lectio divina, tercia y, a las ocho, el desayuno. Llego al
monasterio y me hacen esperar un poco. "El prior lo recibirá ahora".
Estoy en el claustro de la portería, junto a una fuente, mirando el alcázar.
En la entrada, una placa rememora cómo la orden fue suprimida por la
"nefasta" desamortización -antes de ella eran más de 1.000 monjes- y
cómo en aquel cenobio, que estaba en ruinas, se refundaron los jerónimos en
1925 por el beato Manuel de la Sagrada Familia, que acabaría siendo pasado por
los fusiles en Paracuellos del Jarama en la Guerra Civil.
Cuando la desamortización emprendió la exclaustración, la mayoría de los
religiosos buscaron cobijo en otras casas de sus órdenes fuera de nuestras
fronteras. Pero los jerónimos habían querido ser la orden contemplativa
exclusivamente hispana, así que nunca fundaron monasterios fuera de la
península. Así, los monjes, sin monasterio, acabaron su vida cada cual como
pudo, trabajando en los oficios más diversos, diseminados y secularizados.
Antes de todas esas desdichas, los jerónimos habían tenido un pasado glorioso
junto a la monarquía de los Austrias: no en vano Carlos V se retiró a morir al
monasterio de Yuste y Felipe II los escogió como moradores del Escorial.
"Pase", me dice el portero, "le está esperando". Paso
al claustro de la hospedería y me recibe un señor amable, vestido con el hábito
de la orden: túnica blanca y escapulario con capucha marrón. Se sorprende de mi
juventud y entonces sospecho que me ha confundido con otro y que quizás por eso
me ha concedido la entrevista. Me limpia una silla golpeándola con el
escapulario ("es muy útil para estas cosas") y nos sentamos en una
terraza, donde se oyen las fuentes del Parral ("hay muchas fuentes
caudalosas, de buen agua, en que ni por lluvias continuas ni por calores ni
secas del tiempo, jamás vi ni crecimientos ni menguas", escribió el padre
Sigüenza) y el griterío de los pavos reales.
"Estamos abrumados de la cantidad de entrevistas que concedemos. No sé
qué más vamos a decir". Tienen una web donde explican
quiénes son y qué hacen allí; además, la página facilita el
contacto de huéspedes y gente de vocación inquieta. "Yo pienso que el que
no está en internet no existe". Viniendo de un monje no deja de ser
curioso. "Son muchas las horas que dedicamos a rezar", me dice,
justificando la falta de tiempo para atender a gente como yo; y el
mantenimiento del edificio no debe de ser tarea menor para cuatro hombres, que,
de los nueve monjes, son los que están en condiciones adecuadas para el
trabajo. "Somos una cosa arcaica ya, un fósil, se nos mira como algo
pasado ya de moda; pero bueno, todavía estamos vivos". Que nos dejen en
paz, le falta añadir.
Me dice que él es de Pozoblanco, donde el toro mató a Paquirri. Le replico
que yo soy de Marchena, de donde el cantaor. "¡Hombre, Marchena, claro que
lo conozco! Yo me incorporaba ahí a la hermandad de Córdoba, porque era
capellán de camino del Rocío". ¿Cómo termina un capellán del Rocío en un
monasterio de Segovia? Fray Andrés, el prior, había sido cura diocesano en
Córdoba, pero tenía el runrún de la vida contemplativa, que se le
aparecía cada diez años. Siempre había un motivo para aplazarlo, me cuenta,
pero el Jubileo del 2000, con 56 años, quiso la casualidad o la Providencia que
se enterara que un jesuita al que había tratado se había hecho monje. En el
Parral precisamente. "No hubo más discernimiento". Pidió pasar unos
días en la hospedería y sintió que aquel era su sitio. "Yo te puedo decir
que nunca he sentido deseos de abandonar, y las he pasado canutas, no te vayas
a creer que…, pero siempre he encontrado ventajas, siempre he encontrado
sentido a esto. Y aquí estamos, feliz gracias a Dios".
Cuando le pregunto por cómo llegaron los otros hermanos, me responde que
las historias son muy distintas, porque las épocas son muy diferentes, lo que
ha ido conformando un encuentro de hombres muy singulares. A finales de 2014
murió fray Julián Antoranz Merino, que había servido en la División Azul y luego, después de cumplirle a la Virgen la promesa de peregrinar al
Pilar, se hizo "monje de nuestro padre san Jerónimo" a los 26 años.
También les ha dejado fray Pablo Klein, que era alemán y protestante, y se
convirtió al catolicismo e ingresó con 20 años.
Viven, ya lo hemos dicho, nueve monjes en El Parral, pero de los muy
ancianos sólo tengo noticia de uno: el prior anterior, fray Julián de Madrid,
quien también gobernó en San Isidoro del Campo y en Yuste (que junto a San
Jerónimo de la Plana suman los cuatro monasterios en los que volvió a haber
jerónimos después de la refundación), e hizo acopio del archivo de la orden;
lleva vistiendo el hábito desde los 17 años.
Durante nuestra conversación aparece desde las cocinas
fray José de Benalcázar, que tiene el porte de monje clásico: barbudo, de
mirada profunda y voz sosegada. Le gusta despedir a los huéspedes engolando la
voz y diciéndoles algo parecido a: "Oh, qué afortunado eres que dejas esta
lúgubre prisión y te vas al mundo, donde están todos los placeres". Era
farmacéutico e ingresó a los 26. Me encuentro luego en la huerta con fray
Alfonso, que es el hospedero y es andaluz, un hombre jovial; ingresó a los 18.
El último en llegar ha sido fray Mauro Carulli, ingeniero italiano, que ha sido
ordenado diácono hace poco. El más joven ronda la cuarentena y los mayores, que
viven en la enfermería (la parte reservada de los monasterios para los hermanos
ancianos o impedidos), son octogenarios.
CÓMO HACERSE MONJE
El proceso por el cual un monje se hace monje es bastante largo. Comienza
con el mes de prueba, al que le siguen seis meses de postulantado y dos años de
noviciado. Luego se hace la profesión simple y se pueden comenzar los estudios
eclesiásticos si se pretende ser sacerdote. Tres años después de la simple, si
se ha perseverado, se hace la profesión solemne.
Le pregunto al prior si tienen concurrencia de candidatos y me dice que sí,
que "vocaciones hay, lo que falta es perseverancia. Les entra la
duda…" y se van. En la vida monástica "hay que ponerse unas
anteojeras, no se puede estar “sí, pero no”, mirando aquí y mirando allá".
Cuenta que es como un noviazgo, que uno no puede estar con alguien y tonteando
con el de enfrente.
Me intriga por qué alguien decide hacerse jerónimo y no benedictino,
trapense o cartujo. A priori, es más sencillo plantearse un destino más
conocido: es fácil encontrar a un dominico que se hace fraile de esa orden
porque en su pueblo hay un convento. Además, una comunidad pequeña y
avejentada no es precisamente una tentación irresistible. "Yo no me lo
planteé en ningún momento. Y el prior de entonces me dijo: “Mira cómo estamos,
¿por qué no te buscas otro sitio?”. Ni me lo planteé. Yo, ¿qué busco? Busco a
Dios, y parece que Dios está aquí, como puede estar allí". Empiezo a
intuir que ellos operan con una lógica distinta a la mía, así que suelto la
pregunta que todos estábamos esperando: ¿están preocupados por el futuro de la
orden?
EL FUTURO DE LA ORDEN
"Nunca los vi, ni los veo, ni me veo, preocupados por lo que va a
pasar: lo que pase ya pasará, y daremos la respuesta que tengamos que dar.
“Preocupación” es una palabra que tengo desechada de mi mente y de mi
vocabulario, porque es estúpida: es ocuparse de una cosa antes de que suceda. Y
tengo la experiencia, aquí y antes, de que luego las cosas salen por peteneras.
La gente dice: “Bueno, ¿y qué pasa? ¿Que estáis exterminados? ¿Qué pasa? Bueno,
estamos, estamos, y aquí seguimos. Hay una constante en el Antiguo Testamento,
en profetas como Daniel o Esther, que dice algo como: “¿Dios puede remediar
esta situación? Sí, pero si no lo arregla, sigue siendo nuestro Dios”. ¡Él
sabrá!".
Perplejo por la respuesta, sólo me atrevo a preguntarle cosas menores. Me
dice que tienen una televisión. "La tenemos guardadita en un mueble".
La ponen cuando hay algún acontecimiento relevante: un viaje del Papa o cosas
similares. "Pero no acude nadie a verla. Quizás algún hermano mayor que se
queda ahí un rato". Alguno pone la radio para enterarse de qué pasa en el
mundo, y tienen internet. "Me he enterado de lo del avión de Egipto,
claro, y estamos rezando por ellos y por sus familias" (la
entrevista se realizó en mayo, cuando tuvo lugar el accidente de avión de
EgyptAir, que se estrelló en medio del Mediterráneo el pasado 19 de mayo
causando la muerte de 66 personas).
La irrupción del exterior más habitual es la presencia de huéspedes, algo
común en los monasterios contemplativos. Me asegura que siempre tienen dos o
tres, y durante el verano bastantes más. Bromea sobre el auge que tuvo aquello
con la new age, y de cómo iba gente a pasarse el día meditando bajo un pino. No
hablan con ellos, salvo que alguno pida que lo hagan. Sólo les exigen respeto,
silencio y puntualidad en los oficios, si es que quieren asistir, y en las
comidas.
Cuando terminamos, después de tomar un café, damos un paseo por el monasterio.
En el claustro mayor hay tres cipreses ("Enhiesto surtidor de sombra y
sueño / que acongojas el cielo con tu lanza") y un pinsapo, al que nadie
le ha escrito un poema. El Parral tiene cuatro claustros, y desde entonces los
tuvieron todos los monasterios jerónimos: a los tres dichos se le suma el de la
botica, donde se retiraban los enfermos a llevar una vida menos rigurosa. Ese,
claro, no lo visito. Damos un paseo por la huerta y entiendo qué es aquello del
vacare Deo (estar ocioso para Dios). Tienen colmenas, fuentes, frutales y
hortalizas. La vida pasa entre la campana que rige las horas, el sonido de los
caños, como los torrentes del Cedrón, y el menguado canto de los salmos. Se
camina en silencio y se come en silencio. Una vez a la semana se reúnen entre
ellos y hablan. "El fin de esta religión es la contemplación y las
alabanzas divinas", escribió el padre Sigüenza. Me marcho, y dejo allí a
los mismos hombres que rigieron El Escorial y Yuste. Suena la campana que los
llama a misa.
Fuente: EL ESPAÑOL