No vale de nada
ese silencio sagrado que rompo con ira al poco tiempo
A
veces los muros del rencor parecen infranqueables. Las heridas guardadas en el
alma duelen y en ocasiones supuran. Cuando menos lo espero salto. Por cualquier
cosa. Sangro por la herida. Las palabras nunca dichas me pesan dentro. Las
ofensas no reconocidas siguen haciéndome daño. Voy acumulando rencores no
perdonados.
Decía
la Madre Teresa: “El perdón es una decisión, no un sentimiento porque
cuando perdonamos no sentimos más ofensa, no sentimos más rencor. Perdona, que
perdonando tendrás en paz tu alma y la tendrá el que te ofendió”.
Necesito
aprender a perdonar, a los hombres, a Dios, a mí mismo.
¡Cuánto me cuesta dar el paso! Pero sé que no quiero vivir guardando palabras
hirientes. Me voy secando en mi dolor, atrapado en mis muros infranqueables.
Escucho
hablar de muchas heridas antiguas. Yo mismo cargo en mi corazón rencores que
desconozco. Y los muros se hacen infranqueables, demasiado altos. No pueden
entrar. Me protejo. Y las distancias se vuelven insalvables. Y en su
incapacidad de amar el corazón se seca.
Como
comentaba una persona: “Cuando vi a pocos metros un árbol reseco me
sentí profundamente emocionada. Me veía en ese árbol. Me sentía como un tronco
seco, sin vida, muerto y destrozado. Al mirar más detenidamente descubrí mucha
vida alrededor del árbol seco y estuve allí en paz durante un buen rato”.
Contemplo
el árbol seco de mi vida. Me detengo ante el muro de mis miedos y
rencores. Veo mucha vida en torno a un árbol seco. Mucha vida a pesar de la
muerte de mi propio corazón.
Creo
que necesito mejorar en mis relaciones, en los vínculos que cuido y
descuido. Dejar de lado los rencores, sanar los lazos rotos, construir
puentes, derribar muros. Quiero construir un muro sólido sobre el que
levantar mi vida. Pero no un muro que me separe de nadie.
Creo
que no hay una relación con los hombres totalmente separada de mi relación con
Dios. Ambas están intrínsecamente unidas: “Nos comportamos frente a
Dios de la misma manera que tratamos a las personas. El paralelismo es
matemáticamente exacto. La relación con nuestros semejantes, que debe
equipararse con la relación con Dios, corre también en forma paralela a
la relación que tenemos con nosotros mismos. No nos podemos odiar y al
mismo tiempo estar dedicados de todo corazón a Dios y al prójimo. Sólo tenemos
un corazón con el cual podemos amar a Dios, a los seres humanos y a nosotros
mismos”.
Sólo
tengo un corazón. Para amar a Dios, para amar a los hombres, para amarme a mí.
No me vale de nada estar muy bien con Dios en mi mundo particular, en la paz de
mi meditación, ante Él, de rodillas, en silencio, solo. No me vale de nada si
luego salgo al mundo y vivo en medio de tensiones, de rencores, de manías, de
rabias. Protegido entre muros. A la defensiva. Sin amar.
No
vale de nada ese silencio sagrado que rompo con ira al poco tiempo. Echo a perder la paz que tenía en medio de mi
calma con mis juicios y críticas. Es como si mi mundo no tuviera tanto que ver
con Dios. Y me quedo pensando.
La
forma como trato a los demás es igual a la forma como trato a Dios. Y tantas veces me ha parecido que era diferente.
Ante Dios me siento comprendido, amado, respetado, enaltecido. Ante los hombres
no sucede lo mismo. Creo que tiene que ser distinta mi reacción. Me creo
juzgado por ellos. Su forma de comportarse me enerva.
Creo
que empiezo a comprenderlo poco a poco. La forma como trato a los demás. La
forma como me relaciono con aquellos a los que no quiero tanto. Con aquellos
que me son más molestos. Con aquellos que no me comprenden, ni me aceptan, ni
me alaban. En el fondo es la misma que uso en mi trato con Dios.
En
Él proyecto mis sinsabores. Vuelco en Él mi rabia. Desprecio a los hombres. Y
luego también acabo despreciando a Dios.
Mi
relación con Dios no puede ser perfecta en medio del caos de mis afectos. Es imposible. Un solo corazón. Eso lo
entiendo. Un corazón en el que no puede haber compartimentos estancos. Ahora
con Dios estoy bien y le quiero mucho. Ahora con los hombres estoy mal y me
alejo construyendo muros. No funciona así en la vida.
Todo
para Dios. Todo para los hombres. El mismo corazón con sus rencores y heridas,
con sus tristezas y sus logros. Con sus muros infranqueables.
Con su árbol seco.
Quiero
aprender a escuchar a los hombres. Quiero aprender a escuchar a Dios. Tal vez
por eso me hace bien detenerme a contemplar mi vida. Aprendo a escuchar. Creo
que sé escuchar pero no lo consigo tan bien como quisiera. Y surgen nuevas
ofensas. Y mis relaciones se enturbian. Con los hombres y también con Dios.
Mi
entrega a los hombres tiene que ver con mi entrega a Dios. Todo va tan unido.
Me quedo tranquilo pensando que puedo hacerlo mucho mejor.
Puedo
callar. Puedo escuchar. Puedo detenerme con infinito respeto ante la vida de
los hombres. Sin invadir su intimidad. Sin romper el velo sagrado que cubre su
alma. Puedo hacerlo ante los hombres. Puedo hacerlo ante Dios. Me hace
falta guardar más silencio.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente: Aleteia






