Eucaristía y confesión
Nos dice la instrucción “Eucharisticum
mysterium”, del 14 de febrero de 1966, n. 35: “Propóngase la
Eucaristía a los fieles también como remedio que nos libra de las culpas de
cada día y nos preserva de los pecados mortales, e indíqueseles el modo
conveniente de aprovecharse de las partes penitenciales de la liturgia de la
misa. Hay que recordar al que libremente comulga el mandato: “Examínese cada
uno a sí mismo. Y la práctica de la Iglesia declara que es necesario este
examen para que nadie, consciente de pecado mortal, por contrito que se crea,
se acerque a la sagrada Eucaristía sin que haya precedido la confesión
sacramental. Pero si se da una necesidad urgente y no hay suficientes
confesores, emita primero un acto de contrición perfecta…Los que acostumbran a
comulgar cada día o frecuentemente, sean instruidos para que en tiempos adecuados,
según las posibilidades de cada uno, se acerquen al sacramento de la
penitencia”.
Juan Pablo II recordó que,
según la doctrina de la Iglesia, nadie que sea consciente de estar en pecado
mortal puede comulgar. Es la enseñanza tradicional del Magisterio. Este mensaje
fue publicado el 12 de marzo de 2005, por la Santa Sede, y dirigido a los
jóvenes sacerdotes que han participado en un curso sobre el «fuero interno»
-las cuestiones de conciencia-, organizado por el Tribunal de la Penitenciaría
Apostólica.
En el año dedicado a la
Eucaristía (octubre 2004-octubre 2005), el Santo Padre Juan Pablo II quiso
dedicar su misiva, que está firmada el 8 de marzo en el Policlínico Agostino
Gemelli, a la relación que existe entre este sacramento de la Eucaristía y el
sacramento de la Confesión.
«Vivimos en una
sociedad –dijo el Papa- que parece haber perdido con frecuencia el sentido de
Dios y del pecado. Por tanto, se hace más urgente en este contexto la
invitación de Cristo a la conversión, que presupone la confesión consciente de
los propios pecados y la relativa petición de perdón y de salvación».
«El sacerdote, en el ejercicio de su ministerio, sabe que actúa "en la persona de Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo", y por este motivo tiene que alimentar en su interior sus sentimientos, aumentar en él mismo la caridad de Jesús, maestro y pastor, médico de almas y cuerpos, guía espiritual, juez justo y misericordioso».
«El sacerdote, en el ejercicio de su ministerio, sabe que actúa "en la persona de Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo", y por este motivo tiene que alimentar en su interior sus sentimientos, aumentar en él mismo la caridad de Jesús, maestro y pastor, médico de almas y cuerpos, guía espiritual, juez justo y misericordioso».
«En la tradición de la Iglesia, la reconciliación sacramental siempre ha sido considerada en íntima relación con el banquete del sacrificio de la Eucaristía, memorial de nuestra redención»,sigue recordando.
«Ya en las primeras comunidades cristianas se experimentaba la necesidad de prepararse con una digna conducta de vida para celebrar la fracción del pan eucarístico, que es "comunión" con el cuerpo y la sangre del Señor y "comunión" ("koinonia") con los creyentes que forman un solo cuerpo, pues se alimentan con el mismo cuerpo de Cristo».
Por eso, el pontífice recordó la advertencia de san Pablo a los Corintios cuando decía: «quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor» (1Co 11, 27).
«En el rito de la santa Misa, muchos elementos subrayan esta exigencia de purificación y de conversión: desde el acto penitencial inicial hasta la oraciones para pedir perdón; desde el gesto de paz hasta las oraciones que los sacerdotes y los fieles recitan antes de la comunión», indicó el Papa.
«Sólo quien tiene sincera conciencia de no haber cometido un pecado mortal puede recibir el Cuerpo de Cristo», asegura el mensaje pontificio recordando la doctrina del Concilio de Trento. «Y esta sigue siendo la enseñanza de la Iglesia también hoy».
El Catecismo de la Iglesia Católica explica la diferencia entre el pecado venial y el pecado mortal de los números 1854 a 1864).
¿Cuál es la relación entre
Confesión y Eucaristía?
Dice el Papa Juan Pablo II
en la encíclica “Ecclesia de Eucharistia”: “La Eucaristía y
la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La
Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo
sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de
conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los
cristianos de Corinto: “En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con
Dios!”. Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave está
obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la
reconciliación para acercarse a la plena participación en el sacrificio
eucarístico” (n. 37).
Primero, de la confesión a
la Eucaristía.
En ambos sacramentos actúa
la fuerza redentora y sanante del misterio pascual de Jesucristo, por la virtud
del Espíritu Santo, y la Iglesia es consciente de que la Eucaristía es
“sacrificio de reconciliación y alabanza” (oración sobre las ofrendas, domingo
XII Tiempo ordinario).
Sin embargo, un
sacramento no puede sustituir al otro, de manera que ambos se necesarios. La
desafección que se advierte desde hace años hacia el sacramento de la
Penitencia tiene como origen, entre otras causas, el olvido de la íntima
conexión que existe entre uno y otro sacramento.
Digamos claramente: sólo se
puede acceder a la Eucaristía con las debidas disposiciones, es decir, después
de remover todo obstáculo que se anteponga a esa comunión en el amor del Padre.
El mismo Señor que ha dicho “Tomad y comed” (Mt 22, 26) es el que dice también
“Convertíos” (Mc 1, 15). Y el apóstol san Pablo extrae esta importante
consecuencia de la advertencia hecha a la comunidad de Corinto ante el abuso
que suponía hacer de menos a los pobres en las reuniones fraternas: “Examínese
cada uno a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz” (1 Co 11, 28).
Por tanto, para que la
Eucaristía sea verdaderamente el centro de nuestra vida cristiana, es necesario
también acoger la llamada del Señor a la conversión y reconocer el propio
pecado (cf. 1Jn 1, 8-10) en el sacramento instituido precisamente por Cristo
como medio eficaz del perdón de Dios (Catecismo 1441). Esta necesidad es aún
mayor cuando se tiene conciencia de pecado grave, que separa al creyente de la
vida divina y lo excluye de la santidad a la que está llamado desde el
bautismo.
Acercarse a la Confesión
para recuperar la gracia, significa ser reintegrado también en la plena
comunión eclesial, es decir, en la vida de la unión con toda la trinidad, que
tiene su realización más cumplida en el misterio eucarístico (Catecismo 1391).
¡Cuántos fieles hay que no
tienen inconveniente en comulgar con relativa frecuencia y, sin embargo, no
suelen acercarse al sacramento de la Confesión! Hubo un tiempo en que muchas
personas creían necesario confesarse cada vez que iban a comulgar. Hoy resulta
específicamente llamativo el fenómeno contrario, que no podemos menos de
advertir con preocupación: se comulga sin acudir nunca a la Confesión.
La Eucaristía es
ciertamente la cima de la reconciliación con Dios y con la Iglesia que se
efectúa en el sacramento de la Confesión. Por eso no basta de suyo la
participación eucarística para recibir el perdón de los pecados, salvo cuando
éstos son veniales (Catecismo 1394). Pero Pío XII en Mystici Corporis 39: “Para
progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos
recomendar con mucho encarecimiento, el piadoso uso de la Confesión frecuente,
introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo”.
Segundo, de la Eucaristía a
la Confesión.
La misma participación en
la Eucaristía contiene también una invitación a volver a la Confesión: “En
efecto, cuando nos damos cuenta de quién es el que recibimos en la comunión
eucarística, nace en nosotros casi espontáneamente un sentido de indignidad,
junto con el dolor de nuestros pecados y con la necesidad interior de
purificación” (Carta de Juan Pablo II “Dominicae Cenae”7).
Este sacramento de la
Penitencia está situado en el marco de la orientación a Dios de toda nuestra
vida, ya que la conversión es una actitud permanente hacia él.
En este sentido “sin
ese constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, la participación
en la Eucaristía estaría privada de su plena eficacia redentora, disminuiría o,
de todos modos, estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para
ofrecer a Dios el sacrificio espiritual, en el que se expresa de manera
esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo” (Redemptor
hominis, 20).
Las indulgencias concedidas
por la Iglesia se enmarcan en este sentido, pues van orientadas a la satisfacción
de la pena debida por los pecados y a impulsarnos a hacer obras de caridad para
aplicarlas a los difuntos.
Nos dice el Catecismo de la
Iglesia católica: “Como el alimento corporal sirve para restaurar la
pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida
cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados
veniales. Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de
romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él” (n.
1394).
Y sigue: “Por la
misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros
pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más
progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado
mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto
es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es
ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia” (n. 1395).
Resumiendo, la Eucaristía
es un banquete, y hay que ir con el traje de fiesta. Ya nos lo había contado
Cristo en el evangelio. ¿Quién se atrevería a entrar en un banquete todo sucio,
desaseado, maloliente? Simplemente, no. En la Confesión se nos da el traje de
fiesta, si es que lo hubiéramos perdido, para poder entrar a ese banquete
eucarístico.
La Eucaristía es un
sacrificio que nos reconcilia con su Padre Dios, siempre y cuando estemos en
gracia de Dios en el alma, de lo contrario no nos llegaría esa corriente de misericordia
que brota del costado abierto de Cristo. El pecado mortal pone un sello, una
piedra a nuestra alma que impide penetrar esos rayos de Jesús misericordioso.
La Eucaristía es sacramento
de amor. Quien está en pecado mortal ha roto el amor con Dios y debe recobrarlo
con la Confesión sacramental.
Si recibimos al Santo de
los santos, ¿cómo deberíamos tener nuestra alma de pura y limpia? Y nuestra
alma se limpia y se purifica a través de la Confesión.
En la misma Misa, antes de
recibir la comunión santa, es decir, el cuerpo de Cristo, hemos pedido perdón
varias veces por nuestros pecados ya confesados, como para decir a Dios:
“Estamos muy arrepentidos de lo que hicimos…pero necesitamos tu fuerza para no
volver a pecar”.
Ojalá que valoremos mucho
más estos dos sacramentos, donde nos sale toda la gracia y la salvación de
Cristo. En la Confesión esa gracia nos limpia, nos purifica, nos santifica….Y
en la Eucaristía, esa gracia nos fortalece, nos nutre y nos hace entrar en
comunión con Él.
Por: P. Antonio Rivero LC
Fuente: Catholic.net






