¿Fue la
cultura? ¿la carne? ¿el diablo?
Fui la mejor de
las madres. Sentía lástima por esas otras madres que tenían que ver cómo sus
hijos e hijas abandonaban la fe. Mi “pena”, no obstante, no era sin cierto
reproche hacia esos padres y madres de hijos que han abandonado la Iglesia:
unos padres y madres que no debieron de haberse esforzado bastante como para
mantener fieles a sus hijos. Tal vez no les importaba mucho. Tal vez les
importaba demasiado. Debió de ser por algo que hicieron que sus hijos no
llegaron a valorar de verdad las hermosas verdades de la Iglesia católica. En
lo profundo de mi ser, les culpaba a ellos en secreto.
Yo, por el
contrario, lo tenía todo controlado. Llevábamos a misa a nuestros hijos todos
los domingos y días sagrados, incluso durante las vacaciones. Siempre
conseguíamos ir a misa allá donde quiera que pernoctáramos. Mi marido y yo nos
aseguramos de que aprendieran la belleza y la verdad de su fe hasta el punto de
buscar un viejo Catecismo de Baltimore para debatir sobre él en la mesa del
comedor.
Enviamos a
nuestros hijos a escuelas católicas o Confraternidades de Doctrina Cristiana. Y
porque éramos muy conscientes de que, a pesar de estos esfuerzos, la tóxica
cultura alrededor aún podía tener una influencia dominante en sus vidas, los
enviamos también a una universidad católica, dispuestos a pagar cualquiera que
fuera el coste de la matrícula.
Creíamos que el
sacrificio, considerable, merecía la pena. Queríamos que nuestros hijos
aprendieran a pensar en profundidad sobre lo verdaderamente importante y que
vivieran su fe de forma plena.
Lo hicimos todo
bien. Era una mamá orgullosa.
Pero bueno,
todo esto y más resultó no ser suficiente. O quizás fue
suficiente, pero aun así había de vérselas cara a cara con un mundo
desquiciado. ¿Fue cosa de la cultura? ¿De la carne? ¿Del diablo?
Bueno, todos
conocemos los brillos del mundo y sus tentaciones. Y la carne… qué
difícil es vivir en estos tiempos de “libertad sexual”. Y el diablo… nos
enfrentamos a él y su influencia a nuestro alrededor diariamente. Ha estado
acechando como un león insaciable desde su éxito con Adán y Eva. Cualquiera que
haya leído las Cartas del diablo a su sobrino, de C. S. Lewis, sabe
bien que Satán trabaja con ahínco por dominar nuestras vidas. Así que sí, todos
estos factores sin duda tuvieron su parte de influencia en las decisiones de mi
hijo.
Pero al
final, no se llevarán a mi hijo, carne de mi carne, reclamado por Cristo en
su bautismo.
“No abandoné la
Iglesia. La Iglesia me abandonó a mí”, sostenía mi hijo cuando aún había
comunicación entre nosotros.
Pude haber
quedado destrozada, y casi lo estuve. Recé con fervor y aún lo hago
todos los días; y lloro cuando ya no puedo reprimir más las lágrimas,
a menudo, en el silencio de la madrugada.
Jesús termina
la parábola de la viuda insistente con la pregunta: “¿Acaso Dios no hará
justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche?” (Lucas 18, 7).
También
encuentro consuelo en las palabras dirigidas a santa Mónica, madre del gran
Padre de la Iglesia san Agustín, por su obispo local: “Esté tranquila, es
imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”. Y no sólo no se
perdió, sino que se convirtió en el medio por el cual miles y miles de almas,
aparentemente perdidas, encontraron el camino de vuelta a la Iglesia. Agustín,
gracias a las constantes oraciones de su madre, se convirtió en un gran santo.
Siempre queda
la divina esperanza, y no estoy dispuesta a perderla. “Llegará el
momento de Dios”, le aseguraba el obispo a Mónica. Hicieron falta 17 años (yo
confío en que tarde un poco menos en mi caso).
Sé que lo hice
lo mejor que pude y ahora sé también que no soy mejor que “esas otras
madres”. Esta es una de las lecciones de esta cruz. Me lamento, lloro
y no paro de preguntarme por las causas de todo lo sucedido. Pero rezaré y no
cesaré en mi empeño de llamarle, a Él, día y noche. Sí, seguiré dando la lata a
Dios porque vivo con la esperanza certera de que mi chico va a regresar.
HELENE HORTON
Fuente: Aleteia






