Más allá del ropaje cultural de la época, el gran
apóstol hablaba de la sumisión de ambos al mutuo amor, y no de otra cosa
Mi esposa sonríe y me sostiene
la mirada pícaramente, cuando, al tardar en llegar a un acuerdo en algún asunto
importante, saco a colación el consejo de San Pablo “las mujeres estén sujetas
a sus maridos” (Ef. 5,22). Bien sabemos tanto ella como yo, que no tenemos más
sujeción que nuestro mutuo amor, más allá de los roles que desempeñamos en
nuestro matrimonio.
Un amor en el que con una “libertad
respecto del otro, y para el otro” estamos abiertos a un continuo e
interminable conocimiento de nuestras mutuas personas, que nos permita
conservarlo, restaurarlo, acrecentarlo.
Es por ello que puedo afirmar, que el
estar enamorado de mi mujer no me quita objetividad para reconocer que además
de ciertos defectillos, es inteligente, sensible, servicial, compasiva,
generosa, abnegada, constante… y más. Cualidades que son la dotación natural
con que Dios la creo,y que de ninguna manera quiero exponer, solo porque se
sujete a no sé qué cosa más importante que su amor por mí.
Sé muy bien que ella también tiene otros
nobles pensamientos sobre mi persona, por lo que nos queda claro que nuestras
diferencias físicas, psíquicas y espirituales en su conjunción de cualidades,
son algo así como las teclas en un piano, diferentes y complementarias cada una
en su sonido. Teclas que tocadas por nuestra voluntad de darnos el uno al otro,
nos han permitido obtener sobre todo con la práctica, la más bella sinfonía de
amor, modestia aparte.
Somos por así decirlo, esa clase de
músicos por vocación.
Cuando nuestro Señor Jesucristo afirma “ya
no serán dos, sino una sola carne”, se refiere a una unidad que surge cuando
voluntariamente se participan y se entregan en co pertenencia, el ser persona
como varón o como mujer en orden a los fines del matrimonio, sin perder la
individualidad que enriquece la relación.
Es así que la sumisión unilateral se opone
a la plenitud de lo femenino, que no se puede alcanzar sin el complemento
de la plenitud de lo masculino y viceversa. Plenitud que en el matrimonio se pone
al servicio del amor en la formación de una familia.
En la Exhortación Apostólica “Amoris
Laetitia” el Papa Francisco, al hablar de sumisión en la relación conyugal,
refiriéndose al consejo de San Pablo de que “las mujeres estén sujetas a sus
maridos”. Aclara que: “San Pablo se expresa aquí en categorías culturales
propias de aquella época, pero nosotros no debemos asumir ese ropaje cultural,
sino el mensaje revelado que subyace en el conjunto de los pasajes de la Biblia
que han adquirido gran notoriedad por leerse en determinadas ocasiones del
culto religioso (perícopa) (AL #156).
El uso del ropaje cultural queda más claro
para la mentalidad de nuestros tiempos, cuando se dirige a los siervos
(esclavos) para que sirvan con esmero a sus dueños, conscientes de que su
verdadera libertad y dignidad proviene de su filiación divina.
Contundentemente, San Pablo aconseja en el
versículo 25: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y
se entregó a sí mismo por ella”.
Más claro no lo puede dejar, porque:
¿Qué esposa que sea amada como Cristo amó
a su Iglesia no va a ser sumisa a ese amor?
O, ¿Qué esposo que ame así, como Cristo,
no va a someterse también a lo que su esposa le pida o le sugiera, tal como
Cristo, que dio su vida por su esposa, la Iglesia?
Todos hemos admirado las huellas de Dios
impresas en el cosmos, mirando las estrellas y sintiéndonos empequeñecidos ante
la inimaginable magnitud del universo. De la misma manera nos podemos asombrar
viendo en la palma de nuestras manos, la belleza y perfección de una pequeña
oruga, que igual contiene el sello omnipotente de su creador.
Reconozcamos también la asombrosa belleza
del don de amor, que Dios puso en nuestra naturaleza personal como el más
sublime sentimiento de que podamos ser capaces, señalando el camino de la
convivencia humana y de la entrega en el matrimonio. Lo hizo incorporándonos a
su vida de amor, por un acto de su omnipotente amor.
Una naturaleza que él asumió y redimió en
la persona de nuestro Señor Jesucristo.
San Pablo entonces, no deja dudas sobre la
mutua sumisión al amor, al margen de los usos y costumbres de la época.
Redactado por Orfa Astorga de Lira.
Máster en matrimonio y familia.
Universidad de Navarra.
Fuente: Aleteia






