Tal vez cuando
el corazón se acomoda pensamos que el cielo puede esperar
La
muerte siempre asusta. Es el final del camino. Es la despedida definitiva. Nos
turba el hecho de no saber qué habrá al otro lado. Miedo a morir sin
despedirnos. Miedo a quedarnos solos y perder a nuestros seres queridos.
El
cristiano teme la muerte. Conoce la resurrección, pero teme la muerte.
Lo veo todos los días. Lo veo en mí mismo. El miedo a la enfermedad. El
miedo al sufrimiento. El miedo a perder a los que amamos. Amamos mucho
la vida en la tierra. Y pensamos que el cielo puede esperar.
Somos
cristianos, creemos en la vida eterna, creemos en el amor de Dios para siempre,
pero nos turba la muerte.
Los
mártires estaban dispuestos a morir antes que negar a Dios. Dispuestos
a dar la vida antes de dejar que su fe desapareciera. Fueron fieles
hasta el final. Hoy sigue habiendo mártires. Sigue habiendo cristianos
perseguidos. Ellos no dudan de la vida eterna.
Pero tal
vez, cuando el corazón se acomoda, pensamos que el cielo puede esperar.
Queremos saborear hasta el final la vida que se nos regala. Tememos la muerte.
No queremos dejar de vivir.
Y
además surgen las preguntas: ¿Estaré en el cielo con aquellos a quienes amo?
¿Tendrá que ver mi vida eterna con mi vida temporal de ahora? El cielo siempre
se nos presenta lleno de preguntas y enigmas. No tenemos todas las respuestas.
El
otro día me hablaban de las experiencias cercanas a la muerte.
Personas que han estado a punto de morir y relatan lo que han visto en ese
momento de luz y de paz. Para algunos son una demostración palpable de la
existencia del cielo. Para otros son sólo producto de la imaginación.
Lo
cierto es que esa certeza posible tampoco me da paz suficiente frente a la
muerte. No quiero morir. La vida me gusta. El hoy, el aquí, el
ahora. El amor con ansia de eternidad. Pero el amor concreto en el que
trascurren mis días. Ese amor me hace soñar con el cielo. Porque, como decía G.
Marcel: “Amar a una persona es decirle: – Tú no morirás jamás”.
Y
ese no morir para siempre sucede en el cielo. Tiene que ver con una vida para
siempre. Pero aun así no pierdo el temor ante la muerte. El temor a
quedarme solo en la tierra sin las personas a las que amo. El temor a cruzar
solo el umbral de la muerte. El temor a no poder hacer nada más. El tiempo
se acaba.
Ante
la muerte sufro. Porque no acabo de ver, de entender, de saber. Y mi fe me dice
que no tema, que confíe. Que espere a ese Dios al que quiero. Lo he oído tantas
veces… Yo mismo lo pronuncio. Para dar esperanza. Para que otros no teman. Pero
yo mismo ante la muerte, ante el futuro incierto, ante la enfermedad posible,
tiemblo y temo. Como si no creyera.
Nos
pasa a los cristianos tantas veces. No nos alegramos con el cielo. Preferimos una religión que nos hable de hoy. De
cómo enfrentar la vida. De cómo amar en presente. Pero me cuesta el
salto inmenso que abarca el infinito. El adiós para siempre aunque sea un
hasta luego.
Ante
la muerte surge siempre de nuevo la pregunta: ¿Qué estoy haciendo con
mi vida? ¿Estoy viviendo como quiero vivir? ¿Estoy amando y me
siento amado? Son las preguntas que encierran una semilla de
eternidad.
Una
persona rezaba mirando a Dios: “No sé bien qué contienen las palmas de
tus manos. Qué infinitos esconden las aguas de tus mares. No sé cuánto silencio
habita hoy en tu pecho. Cuánto infinito ocultan las hondas de tu alma. No sé
bien cuánto mar hará falta en el cielo. No sé bien qué contienen las aguas de
tus mares. No sé si tantas playas abrazan lo infinito. Si en tu barca los mares
llenan toda mi vida. Si al tenerte en mis brazos calmo la sed eterna. Solo sé
que navego por mares que no entiendo. En cascadas de luz, de silencio, de
amores. No sé bien cómo hacer para llenar el ancho abismo que separa mis aguas
de tus aguas. Lentamente me adentro en la vida que intuyo, a ciegas, sordo y
mudo. Con ojos inocentes, con palabras calladas. Apenas sé si todo este amor
que sostengo llena todo ese cielo que sueñan mis entrañas”.
Es
la mirada del corazón que anhela. Del alma que desea. De la vida aún no plena
que quiere ser eterna.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente: Aleteia






