Tal vez vivo muy ocupado
en ser yo el que logra
Pesan
más la luz y el agua que la oscuridad y la suciedad del pecado. Pesa más la
esperanza que la muerte. Pesa más el amor que el odio. La misericordia que el
desprecio. Pesa más en la báscula de la vida. Donde se pesa lo que de verdad
importa.
Esa
báscula en la que mido el peso de mi propia vida. Y veo que no pesa mucho,
quizás poco. Tal vez no haya tanta luz encerrada en el alma como yo quisiera.
Tal vez no haya tanta agua que limpie mi pobreza. Tal vez no pesan tanto mis
obras, ni mi amor, ni mi entrega.
No
sé por qué me empeño en juntar peso. Obras. Logros. Intentando acabar con la
oscuridad del alma. Quiero ver para poder seguir creyendo. Más luz para
descifrar los caminos. Quiero una grieta que filtre suficiente luz para poder
seguir esperando.
Me
importa que mi vida pese, valga, suene. Pretendo cumplir con Dios. Estar a
su altura. Como comentaba una persona: “Pertenezco a esa generación en la
que importa portarse bien, en la que pesan la culpa y la exigencia”. Realizo
obras. Busco portarme bien. Cumplir.
No
sé si soy de esa generación. Pero en mi alma cumplir pesa. Soy apóstol de
Jesús. Soy su enviado. Me creo Jesús a veces. Porque un día lo vi medio oculto
entre las sombras en el crepúsculo de mi vida y creí en su poder.
Lo
he visto. Lo he oído. Y me he empeñado en hacer lo que Él hace, decir lo que Él
dice. Hago y deshago intentando seguir sus pasos sobre el agua. Curo, hablo,
ando, espero.
Tal
vez vivo muy ocupado en ser yo el que logra y hace. Cargo yo con la
responsabilidad de salvar al mundo entero, con mi luz, con mis manos. Y me pesa
el dolor de no cambiar, de no ser más de Dios. De ser tan de la tierra.
Y
recuerdo entonces las palabras del padre José Kentenich: “No somos
nosotros los que obraremos el milagro, sino que es el Espíritu de Dios el
que vendrá y quemará lo que haya de enfermo en nosotros. Él llevará a término
una nueva creación en nosotros”[1].
Una
nueva creación en mí. Un nuevo milagro que yo no realizo. Me cambiará por
dentro y yo seré nueva creatura. Para que todo sea nuevo en mí. Todo lo que hoy
me pesa. Mi barro, mi noche.
Me
da miedo no estar a la altura, no llegar, no pesar. No hacer todo lo que tengo
que hacer para ser perfecto. Tal como creo que Dios me ha soñado. Eso que
espera de mí. Prefiero pensar mejor en la gratuidad, en la acción de Dios en mi
vida, en el fuego de su Espíritu.
“La
idea de que la voluntad humana, si está unida a la voluntad divina, puede
desempeñar un papel en la obra de Cristo para redimir a la humanidad es
abrumadora. La maravilla de la gracia de Dios que transforma las acciones
humanas carentes de valor en medios eficaces para extender el reino de Cristo
en la tierra causa un asombro y una humildad sin límites, y aporta una paz y
una alegría desconocidas para quienes nunca lo han experimentado e inexplicable
para los que no creen”[2].
Me
da paz pensar que no soy yo solo. Que es Dios en mí. Que es Él quien hace que
todo lo que yo hago tenga influencia. Que todo esté unido. La vida de todos los
hombres. Mi propia vida a la vida de tantos. Un mismo Espíritu.
Mi
vida herida unida a la vida herida de otros. Mi sí débil e infiel unido al sí
fiel de tantos. Mi pecado y mis logros unidos en un mismo sueño. Mis méritos y
mis deméritos. Y la sensación de que la salvación se juega en mi sí. Y en el sí
de tantos que como yo viven enamorados.
En
esa santidad que no es fruto de mi esfuerzo sino la bendición que viene como un
río profundo de agua viva, como un fuego que me hace nacer de nuevo. Una
santidad que es una gracia que pido a Dios cada día.
Lo
entiendo ahora. A veces se me olvida. Me ha llamado Jesús para estar con
Él. A su lado. En su camino. Y yo me creo el salvador. El redentor. El hacedor
de milagros. Quiere que viva a solas con Él. En medio de su luz.
No
pretende que yo salve a toda la humanidad con mi entrega heroica: “Hay que
armonizar la plegaria con el esfuerzo personal, tal como lo propone la consigna
ignaciana: – Confiar en Dios como si Él debiese hacerlo todo y actuar como si
no contásemos con el auxilio divino”[3].
Reconocer
mi límite humano me hace más pobre, más humilde, más pequeño. Tengo menos peso. Pero
también soy más consciente de cuánto necesito su presencia en mi vida para
caminar. Mis pobres actos sin Él valen tan poco…
Quiero
que mi preocupación no sea tener éxito en la vida. No quiero morir de éxito. Me
lo repito tantas veces. Pero a veces sigo buscando que todo me salga bien.
Quiero el fruto de mi siembra. El triunfo en la batalla.
Tal
vez no lo miro a Él. Me olvido de Él. Lo pongo como excusa para
actuar, como fundamento de todo. Pero luego veo que no es Él el que guía mis
pasos. Me da miedo esa fiebre misionera que corre por mis venas. Yo el
salvador. Si no lo pongo a Él en el centro no vale de nada.
Quiero
que sea Él. Quiero estar con Él. Descansar en su pecho herido. Aprender a mirar
la vida entre sus manos rotas. Con su mirada honda clavada en mi alma. Desde
la pobreza de mis pasos en medio de la noche.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia