A veces no veré la
utilidad de mi entrega, sé que tampoco entonces dejaré de luchar por dar mi
aporte
El
sufrimiento me da qué pensar. No creo que evitar el dolor sea menos santo que
buscarlo. No creo en un Dios que me manda pruebas para probar mi amor. No lo
creo.
Como
no entendería tampoco a un padre que mandara pruebas a su hijo pequeño para que
le demostrara cuánto lo ama. O un hombre a su amada. No creo en ese Dios que me
hace sufrir para ver cómo reacciono. Bien o mal. Con altura o con quejas.
Entero o roto.
Creo
más bien en un Dios misericordioso y bueno que quiere mi bien. Que quiere mi
paz. Y que no sufra. Que quiere que sea libre y pleno. Que desea que
aprenda a amar mejor, con más altura, con más madurez.
Y
sé que todo amor siempre conlleva sufrimiento. Y en ese sufrimiento
que padezco Él me ama. Sé que aquel que ama sufre al entregar la vida. Porque dar
duele. Pero no le doy más valor al heroísmo en el sufrimiento que a la entrega
en tiempos de paz.
Aunque
reconozco que admiro tanto a los que llevan su cruz con una sonrisa dibujada en
el alma. Y son capaces de sostener a otros con su alegría desde su cruz
dolorosa. “Mirar a los ojos de alguien a quien el sufrimiento no separa de
Dios, hace efecto”[1]. No se quejan, no claman a Dios por
su silencio.
Los
admiro en su entrega generosa y pura. Admiro su generosidad. A mí me
asusta el dolor. Temo la cruz. Me conmueven las lágrimas del que sufre. Se
despierta en mi interior la compasión. Sufro con el que sufre.
Y,
por supuesto, no quiero que nadie sufra por mi causa. A veces no lo consigo y
causo dolor con mis gestos, con mis omisiones, con mis palabras. Hago sufrir a
otros. Y tampoco puedo evitar el dolor de tantos hombres que sufren a mi lado. Veo
tanto dolor y me siento incapaz de aliviarlo. ¿De qué sirve mi vida entregada
por amor a los hombres?
El
sacerdote en la película Silencio en un momento en el que podía traer
consuelo a los cristianos ocultos en una isla decía con alegría: “Sentía
invadirme el pecho una emoción repentina, que era mitad gozo mitad felicidad. Era
la emoción gozosa de sentirme útil. Sí, soy útil a los hombres en este rincón
del mundo, en este país que usted jamás ha visto”[2].
Es
verdad que a veces puedo ver la utilidad de mi entrega. La fecundidad de mi
vida que sana las heridas. Son momentos sagrados en los que Dios me deja ver
por una pequeña rendija que mi vida tiene tanto sentido. Son momentos de gozo
que guardo en el alma para siempre. Porque me he sentido útil dando la vida.
Pero
sé que otras veces no lo veré. Me sentiré estéril. Seguirá habiendo mucho dolor
a mi alrededor y mi servicio y mi amor no lograrán calmarlo. Y no veré la
utilidad de mi entrega. Sé que tampoco entonces dejaré de luchar por dar mi
aporte. Por entregar la vida. Sufriendo con el que sufre.
Y
seguiré al pie de la cruz de los hombres sin poder bajarlos de ella. Intentaré
hacer lo que hace Dios, que tampoco se evade de mi dolor, ni se aleja de mi
cruz, ni me baja de mi sufrimiento.
Tal
vez un día en el cielo entenderé sus silencios. Comprenderé el sentido de
tantas cruces. Tal vez aprenderé a escuchar mejor sus silencios. Y comprenderé
que su amor siempre ha estado a mi lado, caminando conmigo, cargando con mi
cruz y la de tantos. Aunque yo no lo viera.
No
entiendo muchas cosas en mi camino. No comprendo las injusticias ni el
sufrimiento. Pero sí creo en un amor infinito de un Dios que me quiere como soy,
en medio de mi vida. Y me salva.
Quiero
esa fe en su amor en silencio que sostiene mi vida cuando sufro. Cuando me
entrego por los que sufren. Cuando veo sufrir a otros.
Me
gusta mirar así mi vida. Mi dolor. El dolor de tantos. No temo cuando confío en
su amor crucificado por mí. En un amor que no me deja solo cuando gimo lleno de
angustia.
No
sé si mi sufrimiento salva a alguien. No lo sé. No creo que Dios lo quiera.
Pero yo lo sufro. Y algún sentido tendrá cuando logre ver mi vida con más luz
en el cielo. Cuando todo esté más claro. Y entienda.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia