Me
gustaría creerme que me quiere donde estoy
Muchas
veces surge esta pregunta en mi alma: ¿Qué espera Dios de mí cada mañana? Vivo
con el peso de esa pregunta. Me pregunto continuamente si lo que hago está bien
o está mal. Dudo con frecuencia si lo que estoy viviendo es lo que Dios quiere
o lo que yo deseo.
Miro
a Dios que a su vez me mira cuando actúo. Y siento que no logro ser fiel a
sus planes. Percibo que no estoy a la altura de lo esperado por los hombres. No
siempre veo en sus ojos misericordia. A veces, culpa de mis prejuicios, veo
reprobación cuando caigo y no soy fiel.
Sé
que Dios me mira. Me gustaría ser capaz de desentrañar siempre su mirada.
Comprender que me mira con un corazón de Padre y se conmueve al ver mi
pequeñez. Pero no es tan fácil ver su sonrisa cada vez que hago algo mal.
Siento la culpa.
Incluso
a veces dudo si lo bueno que tengo en la vida, lo que disfruto, es lo que Dios
quiere: “En mi caso, sin embargo, el gran obstáculo que me impedía
disfrutar plenamente del placer era el profundo sentido de culpa que tenía por
mi educación puritana. ¿Realmente me merezco este placer?”[1].
Puedo
llegar a ver el placer, o el descanso, como un lujo innecesario en mi vida.
Como algo indebido que no merezco. Miro con culpa lo bueno y me creo que no soy
digno. Como si Dios no quisiera mi alegría momentánea.
Y
viene entonces la culpa a mi alma simplemente por no hacer algo más, por no
producir algo para los demás perdiendo mi tiempo en placeres. Y surge de nuevo
la pregunta: ¿Qué espera Dios de mí? ¿Está contento con mi vida?
Me
gustaría mirar cada día el rostro de Jesús con una paz profunda. Sabiendo que
Dios me quiere como soy. Me mira con alegría. Y se apasiona por mi forma de
vivir la vida.
Me
gustaría creerme que me quiere donde estoy. ¡Cuánto me cuesta creerme esa
afirmación! Siempre creo que espera algo más grande. Algo más bello. Resultados
más impresionantes. Una vida que merezca la pena.
¿Qué
espera de mí de verdad? Tantas veces no lo sé. O no tengo respuestas válidas.
Miro su rostro y dudo. Y no quiero asumir la responsabilidad de lo que hago. Me
da miedo su mirada. O no me creo que su mirada sea de alegría. Veo el
juicio, la condena. No veo a ese padre que sonríe siempre a su hijo, haga
lo que haga.
El
otro día leía: “Cualquier momento de la vida de los hombres es precioso a
los ojos de Dios y ninguno se debe malgastar por culpa de las dudas o el
desaliento. La obra del reino, la obra de trabajar y sufrir con Cristo, no
suele ser más espectacular que la rutina de la vida diaria”[2].
Dios
se abaja hasta el lugar de mi rutina. Allí donde lucho por ser fiel en los
pequeños detalles de la vida. Fallando al amor muchas veces. No logrando
una vida plena. No haciendo feliz a los que más amo. Ignorando la necesidad del
que está más cerca. No llegando a la meta. No logrando el resultado feliz en
mis acciones.
La
culpa me pesa. No logro hacerlo todo bien, tal como creo que Dios espera de mí.
¿Qué espera de mí en realidad? ¿Cómo es ese rostro de Dios que me mira cada
día? Quiero tener una imagen de Dios verdadera. Creer en un Dios que es
misericordia.
No
puedo imaginarme a un Dios inflexible que mira con dureza los planes de mi vida
y se escandaliza con mi desidia. No creo en un Dios al que le duelen tanto mis
fallos. No me imagino a ese Dios sentado a la puerta de mi alma esperando algo
más de mí.
No
veo a Jesús pasando así por las calles de mi vida. Cuestionando cada uno de mis
gestos. Reprendiendo mis palabras poco oportunas. Reprobando mis acciones.
Lamentando mis vacíos, mis omisiones.
No
me imagino a ese Jesús inconformista que nunca mira mi vida con alegría y se
queja siempre de mis obras. Un Dios que siempre espera algo más. Cada día algo
más.
Es
verdad que yo no quiero conformarme con mi vida como es hoy. Quiero siempre
algo más. Una nueva etapa. Una nueva cima. Y tampoco quiero caer en esa culpa
enfermiza que me hace mirar mi vida con tristeza, al sentirme incapaz de
hacerlo mejor.
No
quiero culpar a nadie de mis miedos. Ni buscar justificaciones en mis fracasos. Quiero
pensar en ese Jesús que camina a mi lado cada mañana. Sostiene mi sí frágil. Me
enseña a reírme de mis miedos. Me hace asumir mi responsabilidad como parte del
equipaje. Y no deja que la culpa me abrume.
Creo
en ese Jesús que me anima a amar más, pero no quejándose por mi mediocridad.
Sino animándome con una sonrisa llena de esperanza. Sabe cómo es el barro de mi
alma. Conoce mis debilidades y heridas. Se asombra ante la belleza de mi alma
que sólo Él conoce de verdad.
Creo
en ese Jesús que se sube a mi barca en medio de mis tormentas. Pero no para
marcar rumbos imposibles que nunca podré cumplir. Sino para sostener conmigo
los remos y animarme a echar las redes en medio de las olas. Por donde Él me
diga, sí.
Creo
en ese Dios que lo espera todo de mí y me lo da todo para que no tema. Y se
alegra con todo lo que puedo entregarle. Aunque sea tan poco. Aunque mis manos
estén vacías. Él conoce el deseo hondo de mi corazón y no me deja solo nunca. Creo
en ese Jesús que siempre va conmigo.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia