¿Por
qué, entonces, después de 2000 años, el mundo recuerda todavía la muerte de
Jesús de Nazaret como si hubiera pasado ayer? El motivo es que su muerte ha
cambiado el sentido mismo de la muerte
Al
igual que en años anteriores, el Papa Francisco presidió la celebración de la
Pasión del Señor en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, desprovista de
todo ornamento e iluminada con una luz tenue, en una ceremonia caracterizada
por su sobriedad.
El
predicador de la Casa Pontificia, P. Rainiero Cantalamessa, pronunció, como
viene siendo habitual, la homilía. En ella, explicó cómo la cruz constituye
“la única esperanza del mundo”.
El
P. Cantalamessa, que también recordó a los 38 cristianos coptos asesinados en
Egipto en los atentados de la semana pasada, explicó que la muerte de Jesús en
la cruz “ha cambiado el sentido mismo de la muerte”.
En
este sentido, señaló que “el corazón de carne, prometido por Dios en los
profetas, está ya presente en el mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en
la cruz, lo que veneramos como ‘el Sagrado Corazón’. Al recibir la Eucaristía,
creemos firmemente que ese corazón viene a latir también dentro de nosotros”.
En
el Viernes
Santo, la Iglesia recuerda
el drama de la muerte de Cristo en la Cruz, una cruz que, alzada sobre el
mundo, ofrece un signo de salvación y esperanza a la humanidad. En este día, la
liturgia contempla la Pasión de Cristo según el Evangelio de San Juan.
En
este día no se celebra la Eucaristía. Antes del comienzo de la ceremonia, los
celebrantes se postran en el suelo, ante el altar. Es un símbolo de cómo la
humanidad implora perdón por sus pecados. Así lo hizo el Papa Francisco,
vestido de púrpura en recuerdo de la sangre de Jesús derramada en el Calvario,
durante la celebración en la Basílica de San Pedro.
El
Santo Padre, postrado en el suelo, oró durante unos minutos junto a todos los
fieles arrodillados presentes en la Basílica. Después de ese instante de
oración silenciosa, el Pontífice, con la ayuda de los ceremonieros, se puso de
nuevo en pie y se procedió a la proclamación de la Palabra.
Tras
las lecturas, se descubrió la cruz y se adoró con la siguiente aclamación
pronunciada tres veces: “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la
salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!”.
Aunque
no hay consagración, sí se comulga con el Pan consagrado en la celebración del Jueves Santo. Hasta
el año 1995, cuando el Papa Pío XII reformó la Semana Santa, sólo
el sacerdote comulgaba el Viernes Santo. Ahora todo el pueblo fiel puede
hacerlo. Se expresa así la participación de todos en la muerte salvadora de
Cristo: la Iglesia recibe así el Cuerpo de Cristo entregado por la salvación de
la humanidad.
A
continuación, el texto completo de la homilía del predicador de la Casa
Pontificia:
“LA
CRUZ, ÚNICA ESPERANZA DEL MUNDO”
Acabamos
de escuchar el relato de la Pasión de Cristo. Nada más que la crónica de una
muerte violenta. Nunca faltan noticias de muertos asesinados en nuestros
noticiarios. Incluso en estos últimos días ha habido algunas, como la de los 38
cristianos coptos asesinados en Egipto. ¿Por qué, entonces, después de 2000
años, el mundo recuerda todavía la muerte de Jesús de Nazaret como si hubiera pasado
ayer? El motivo es que su muerte ha cambiado el sentido mismo de la muerte.
Reflexionemos algunos instantes sobre todo esto.
“Al
llegar a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino
que uno de los soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente
salió sangre y agua” (Jn 19, 33-34). Al comienzo de su ministerio, a quien le
preguntaba con qué autoridad expulsaba a los mercaderes del Templo, Jesús
respondió: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. “Él hablaba del
templo de su cuerpo” (Jn 2, 19.21), había comentado Juan en aquella ocasión, y
he aquí que ahora el mismo evangelista nos atestigua que del lado de este
templo “destruido” brotan agua y sangre. Es una alusión evidente a la profecía
de Ezequiel que hablaba del futuro templo de Dios, del lado del que brota un
hilo de agua que se convierte primero en riachuelo, luego un río navegable y en
torno al cual florece toda forma de vida (cf.
Ez 47, 1 ss.).
Existe
ya, dentro de la Trinidad y dentro del mundo, un corazón humano que late, no
sólo metafóricamente, sino realmente. Si, en efecto, Cristo ha resucitado de la
muerte, también su corazón ha resucitado de la muerte; él vive, como todo el
resto de su cuerpo, en una dimensión distinta de antes, real, aunque mística.
Si el Cordero vive en el cielo “inmolado,
pero de pie”, también su corazón comparte el mismo estado; es un corazón
traspasado pero viviente; eternamente traspasado, precisamente porque está
eternamente vivo.
Fue
creada una expresión para describir el colmo de la maldad que puede amasarse en
el seno de la humanidad: “corazón de tinieblas”. Tras el sacrificio de Cristo,
más profundo que el corazón de tinieblas, palpita en el mundo un corazón de
luz. En efecto, Cristo al subir al cielo, no ha abandonado la tierra, como, al
encarnarse, no había abandonado la Trinidad.
“Ahora
se realiza el designio del Padre –dice una antífona de la Liturgia de las
Horas–, hacer Cristo el corazón del mundo”. Esto explica el irreductible
optimismo cristiano que hizo exclamar a una mística medieval: “El pecado es
inevitable, pero todo estará bien y todo tipo de cosa estará bien” (Juliana de
Norwich).
***
Los
monjes cartujos adoptaron un escudo que figura en la entrada de sus
monasterios, en sus documentos oficiales y en otras ocasiones. En él está
representado el globo terráqueo, rematado por una cruz, con una inscripción
alrededor: “Stat crux dum volvitur orbis”: está inmóvil la cruz, entre las
evoluciones del mundo.
¿Qué
representa la cruz, para que sea este punto fijo, este árbol maestro entre la
agitación del mundo? Ella es el “No” definitivo e irreversible de Dios a la
violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos “el
mal”; y, al mismo tiempo, es el “Sí”, igualmente irreversible, al amor, a la
verdad, al bien. “No” al pecado, “Sí” al pecador. Es lo que Jesús ha practicado
durante toda su vida y que ahora consagra definitivamente con su muerte.
La
razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y conserva su
dignidad a pesar de todos sus desvíos; el pecado no; es una realidad espuria,
añadida, fruto de las propias pasiones y de la “envidia del demonio” (Sab 2, 24).
Es la misma razón por la que el Verbo, al encarnarse, asumió todo del hombre,
excepto el pecado. El buen ladrón, a quien Jesús moribundo promete el paraíso,
es la demostración viva de todo esto. Nadie debe desesperar; nadie debe decir,
como Caín: “Demasiado grande es mi culpa para obtener el perdón” (Gén 4, 13).
La
cruz no “está”, pues, contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido
a todo el sufrimiento que ha habido, hay y habrá en la historia humana. “Dios
no envió a su Hijo al mundo para condenar el mundo –dice Jesús a Nicodemo–,
sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3, 17). La cruz es la
proclamación viva de que la victoria final no es de quien triunfa sobre los
demás, sino de quien triunfa sobre sí mismo; no de quien hace sufrir, sino de
quien sufre.
***
“Dum
volvitur orbis”, mientras que el mundo realiza sus evoluciones. La historia
humana conoce muchos tránsitos de una era a otra: se habla de la edad de
piedra, del bronce, hierro, de la edad imperial, de la era atómica, de la era
electrónica. Pero hoy hay algo nuevo. La idea de transición no basta ya para
describir la realidad en curso. A la idea de mutación se debe agregar la de
aplastamiento. Vivimos, se ha escrito, en una sociedad “líquida”; ya no hay
puntos firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que
aferrarnos, o contra los cuales incluso chocar. Todo es fluctuante.
Se
ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto como
efecto de la muerte de Dios, la que el advenimiento del super-hombre debería
haber evitado, pero que no ha impedido: “Qué hicimos para disolver esta tierra
de la cadena de su sol? ¿Dónde se mueve ahora? ¿Dónde nos movemos nosotros?
¿Fuera de todos los soles? ¿No es el nuestro un eterno precipitar? ¿Hacia
atrás, de lado, hacia adelante, por todos los lados? ¿Existe todavía un alto y
un bajo? ¿No estamos acaso vagando como a través de una nada infinita?” (F.
NIETZSCHE, La gaya ciencia, aforismo 125 (Edaf, Madrid 2002).
Se
dijo que “matar a Dios es el más horrendo de los suicidios”, y es lo que estamos
viendo. No es verdad que “donde nace Dios, muere el hombre” (J.-P. SARTRE); es
verdad lo contrario: donde muere Dios, muere el hombre.
Un
pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador Dalí) pintó
un crucificado que parece una profecía de esta situación. Una cruz inmensa,
cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental, visto desde arriba, con
la cabeza reclinada hacia abajo. Sin embargo, debajo de él no existe la tierra
firme, sino el agua. El crucifijo no está suspendido entre cielo y tierra, sino
entre el cielo y el elemento líquido del mundo.
Esta
imagen trágica (hay también como trasfondo, una nube que podría aludir a la
nube atómica), contiene, sin embargo, una certeza consoladora: ¡Hay esperanza
incluso para una sociedad líquida como la nuestra! Hay esperanza, porque encima
de ella “está la cruz de Cristo”. Es lo que la liturgia del Viernes Santo nos
hace repetir cada año con las palabras del poeta Venancio Fortunato: “O crux,
ave spes única”, Salve, oh cruz, esperanza única del mundo.
Sí,
Dios ha muerto, ha muerto en su Hijo Jesucristo; pero no ha permanecido en la
tumba, ha resucitado. «¡Vosotros lo crucificasteis –grita Pedro a la multitud
el día de Pentecostés–, pero Dios lo ha resucitado!» (Hch 2, 23-24). Él es
quien “había muerto, pero ahora vive por los siglos” (Ap 1, 18). La cruz no
«está» inmóvil en medio de los vaivenes del mundo como recuerdo de un
acontecimiento pasado, o un puro símbolo; está en él como una realidad en
curso, viva y operante.
***
Sin
embargo, confundiríamos esta liturgia de la pasión, si nos detuviéramos, como
los sociólogos, en el análisis de la sociedad en que vivimos. Cristo no ha
venido a explicar las cosas, sino a cambiar a las personas. El corazón de
tinieblas no es solamente el de algún malvado escondido en el fondo de la
jungla, y tampoco el de la nación y el de la sociedad que lo ha producido. En
distinta medida está dentro de cada uno de nosotros.
La Biblia lo llama el
corazón de piedra: “Arrancaré de ellos el corazón de piedra –dice Dios en el
profeta Ezequiel– y les daré un corazón de carne” (Ez 36, 26). Corazón de
piedra es el corazón cerrado a la voluntad de Dios y al sufrimiento de los
hermanos, el corazón de quien acumula sumas ilimitadas de dinero y queda
indiferente ante la desesperación de quien no tiene un vaso de agua para dar al
propio hijo; es también el corazón de quien se deja dominar completamente por
la pasión impura, dispuesto a matar por ella, o a llevar una doble vida. Para
no quedarnos con la mirada siempre dirigida hacia el exterior, hacia los demás,
digamos, más concretamente: es nuestro corazón de ministros de Dios y de
cristianos practicantes si vivimos todavía fundamentalmente “para nosotros
mismos” y no “para el Señor”.
Está
escrito que en el momento de la muerte de Cristo “el velo del templo se rasgó
en dos, de arriba a abajo, la tierra tembló, las rocas se rompieron, los
sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos muertos resucitaron” (Mt 27, 51s).
De estos signos se da, normalmente, una explicación apocalíptica, como de un
lenguaje simbólico necesario para describir el acontecimiento escatológico.
Pero también tienen un significado parenético: indican lo que debe suceder en
el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo. En una liturgia como la
presente, san León Magno decía a los fieles: “Tiemble la naturaleza humana ante
el suplicio del Redentor, rómpanse las rocas de los corazones infieles y salgan
los que estaban cerrados en los sepulcros de su mortalidad, levantando la
piedra que gravaba sobre ellos” (SAN LEÓN MAGNO, Sermo 66, 3: PL 54, 366).
El
corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya presente en el
mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como “el
Sagrado Corazón”. Al recibir la Eucaristía, creemos firmemente que ese corazón
viene a latir también dentro de nosotros. Al mirar dentro de poco la cruz
digamos desde lo profundo del corazón, como el publicano en el templo: “¡Oh,
Dios! ¡Ten piedad de mí, pecador!”, y también nosotros, como él, volveremos a
casa “justificados” (Lc 18, 13-14).
Por Miguel Pérez
Pichel
Fuente:
ACI Prensa






