Nuestro encuentro accidental con un ataúd
trajo a nuestro hogar la belleza de nuestra fe
Mi hijo y yo salimos
corriendo a la misa matinal a principios de esta semana con la intención de
pasar luego por el confesionario y tener nuestras almas limpias y ordenadas
para el comienzo de la Cuaresma. Éramos segundo y tercera en una fila bastante
larga y, después de salir del confesionario, nos sentamos en la oscuridad de la
iglesia para hacer nuestra penitencia.
Según parece el sacerdote me había
mandado a mí más oraciones que a mi joven hijo, así que el muchachito ya estaba
retorciéndose de inquietud mientras me esperaba. Le di permiso para ir a
encender una vela en el fondo de la iglesia.
Cuando volvió (mi
penitencia era larga), me informó de que parecía que iba a haber un funeral
porque había un ataúd en la entrada. Me contó que había como una monja dentro
porque tenía un rosario en las manos y algún tipo de velo sobre la cabeza.
Volví la mirada y vi
que, efectivamente, había personal de una funeraria preparando el féretro. Le
dije a mi hijo que nos pararíamos por el camino para decir una oración.
Terminé mi penitencia y
avanzamos por el pasillo hacia la puerta principal. Cuando llegamos a la
entrada, me di cuenta que mi hijo, desde su altura, había viso solo una parte
del revestimiento del ataúd, que había confundido con el velo de una monja, y
la punta de un crucifijo sobresaliendo de entre las manos del fallecido. De
hecho, la persona dentro del ataúd era un hombre.
Cogí en brazos a mi hijo
para que pudiera ver mejor y empecé a explicarle lo que estábamos viendo. Era
la primera vez que veía un cuerpo sin vida (de hecho, para empezar no estoy
segura de cómo ni por qué supo reconocer la caja negra como un ataúd), y
observé su rostro cuidadosamente mientras le hablaba de que, una vez se marchan
nuestras almas, nuestros cuerpos se quedan fríos y rígidos y toman un color
poco natural.
Lo asumió todo con
calma; ya entiende mucho del reino animal por sus dibujos animados de Los
Hermanos Kratt y otros programas del estilo, así que reconoció que el
cuerpo estaba empezando el proceso de descomposición… que empezaba a volver a
ser polvo, ceniza, un fenómeno que sabe que destacamos el Miércoles de Ceniza
con las cruces en nuestra frente.
Lo que llamó la atención
de mi hijo fue que mis ojos empezaron a humedecerse mientras le recordaba que
podíamos decir una oración por este señor… y pedirle también que rezara por
nosotros y que saludara al abuelo Billy de nuestra parte. Mi hijo asintió, sin
duda imaginándose a los dos señores que, tras superar la distancia de varios
años y varios miles kilómetros, ahora se hacían amigos en el Paraíso.
“Bienvenido a casa,
caballero”, recé ante el féretro con voz entrecortada, mientras pedía por él la
misericordia de Dios y, confiando en esa misericordia, le pedía que
intercediera por nosotros.
Te encomiendo, querido
hermano mío, a Dios todopoderoso, y te confío a tu Creador. Que regreses a Él,
que te formó del polvo de la tierra. Que Santa María, los ángeles y todos los
santos acudan a recibirte…
Cuando nos marchábamos,
me vino a la mente algo que escribió Benedicto XVI sobre otra gran época del
año eclesiástico: la Navidad.
La venida de Jesús “no
es una fábula para niños”, dijo el sabio pontífice. Es “la respuesta de Dios al
sufrimiento de la humanidad en busca de la paz. ¡Él mismo será su paz!”.
La primera experiencia
de mi hijo de 7 años con un cadáver y un féretro estuvo profundamente imbuida
de paz… e incluso de dicha. Es lo que hace la fe por nosotros. Había algo del
sentimiento humano natural de tristeza (una tristeza indirecta por la familia,
ya que ni siquiera conocíamos a esta persona, y por la persistente tristeza
desde que enterrara a mi padre hacía ya 16 años). Pero todo eso se veía
ensombrecido por la tremenda certidumbre de que Dios mismo siempre estará con
nosotros y que “Él [nos] enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte,
ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir”,
según nos dice Apocalipsis 21.
La fe no es un cuento de
hadas. El Cielo y la Comunión de los Santos y la Resurrección del Cuerpo son
algo real. Podemos aceptarlo con seguridad porque el Uno que es Verdad, el Uno
digno de confianza infinita, así lo ha dicho.
La humanidad sufre y
buscamos la paz. Morimos y lloramos a nuestros muertos. Pero Dios es nuestra
paz. Y Él renueva todas las cosas.
Tomé la mano de mi hijo
y salimos de la iglesia, agradecidos de ser creyentes.
“Me trasladó en espíritu a un monte grande y
alto y me mostró la Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a
Dios, y tenía la gloria de Dios. Su resplandor era como el de una piedra
muy preciosa, como jaspe cristalino”.
Kathleen Hattrup
Fuente: Aleteia