¡Quiero una vida contigo,
Jesús!
El
desierto es un lugar para experimentar el silencio, la aridez, la soledad. Todo
desierto impone porque no hay absolutamente nada a tu alrededor y percibes lo
frágil y pequeña que es tu naturaleza en medio de ese inmenso mar de arena.
También percibes la grandeza de Dios en el silencio y el abandono del desierto.
No hay nada que te distraiga. Toda esa aridez habla de nuestra única fuente que
es Dios.
El
desierto es un lugar privilegiado para encontrarse con Dios cara a cara. Son
muchos los hombres y las mujeres que a lo largo de la historia se han retirado
al desierto para estar a solas con Dios y vivir allí una vida exclusivamente
dedicada a Él, sólo a Él, sin distracciones, sin cosas banales ni superfluas.
Solo Dios basta.
El
desierto también es un lugar de tentaciones. Es allí donde también surgen
antiguos fantasmas que intentan alejarnos de nuestro centro y hacernos renegar
de nuestra esencia más profunda.
Tal
vez sea por la cercanía tan especial con Dios, o tal vez también por los
sacrificios que implica aguantar las adversidades de un desierto. La
dureza del desierto hace que surja con fuerza la tentación que se nos presenta
bajo forma de bien: “¿Qué necesidad tienes de sufrir cuando estarías más cómodo
en tu casa? ¿Estás seguro de qué es Dios a quien te has encontrado, no es una
sugestión? Si fuese Dios de verdad, no te dejaría sólo y abandonado en un
desierto”.
Esta
misma tentación la tuvo el pueblo de Israel, que habiendo sido liberado de la
esclavitud y recibiendo la promesa y el regalo de Dios de habitar una tierra
prometida, empieza a dudar de esa promesa cuando se ve en medio del desierto y
tiene que soportar el hambre y otras adversidades.
Aparecen
los fantasmas de la duda y la desconfianza de Dios. Surge la tentación de hacer
su propio plan, de volver atrás aunque ello implique volver a la esclavitud.
La
tentación es siempre un engaño. Se nos presenta un mal, una actitud de rebeldía
hacia Dios, bajo forma de bien y de felicidad.
El
que cae en la tentación normalmente no tiene la intención de hacer el mal que
no desea, sino que, simplemente, se ha dejado arrastrar por una felicidad
o un bien que no es real y que está fuera de la órbita de Dios.
Lo
que está en el fondo de la tentación es un apartarse de Dios y poner en el
centro otras cosas, tal vez urgentes, pero superfluas e innecesarias al final.
Somos
mucho más tentados de lo que creemos. El mayor tentador es el demonio. No le
interesa que estemos cerca de Dios. No nos quiere bien y por eso su mayor afán
es apartarnos del amor de Dios y hacernos caer en el pecado.
Jesús
deja al descubierto las intenciones del demonio. Éste lo que quiere es
seducirnos con los bienes materiales y convencernos de súper poderes
inexistentes. Intenta presentarnos un mundo mejor y más feliz pero por
nuestra cuenta, sin Dios.
Aquí
está la receta frente a las tentaciones: estar muy unidos al Espíritu Santo.
Implorar su ayuda para dilucidar y ver el engaño y la falacia en tantos
argumentos, aparentemente buenos, que nos presenta nuestro mundo.
Tenemos
que contar siempre con la ayuda de Jesús que vence todas las tentaciones y al
que las provoca. No en vano, una de las frases que reza Jesús dirigiéndose
al Padre es la de: “No nos dejes caer en la tentación y líbranos de todo mal.”
No
quiero hacer mi propio plan, no quiero trazar un camino paralelo a Dios.
¡Quiero una vida con Dios! Señor, ¡no me dejes caer en la tentación!
Por
el padre Juan
Fuente:
Aleteia