El
Papa lo declaró santo en el año 1622 y las gentes de Roma lo consideraron como
a su mejor catequista y director espiritual
San
Felipe nació en Florencia, Italia, en 1515. Su padre se llamaba Francisco Neri.
Desde pequeño demostraba tal alegría y tan grande bondad, que la gente lo
llamaba "Felipín el bueno". En su juventud dejó fama de amabilidad y
alegría entre sus compañeros y amigos.
Habiendo
quedado huérfano de madre, lo envió su padre a casa de un tío muy rico, el cual
planeaba dejarlo heredero de todos sus bienes. Pero allá Felipe se dio cuenta
de que las riquezas le podían impedir el dedicarse a Dios, y un día tuvo lo que
él llamó su primera "conversión".
Y consistió en que se alejó de la
casa del riquísimo tío y se fue para Roma llevando únicamente la ropa que
llevaba puesta. En adelante quería confiar solamente en Dios y no en riquezas o
familiares pudientes.
Al
llegar a Roma se hospedó en casa de un paisano suyo de Florencia, el cual le
cedió una piecita debajo de una escalera y se comprometió a ofrecerle una
comida al día si él les daba clases a sus hijos. La habitación de Felipe no
tenía sino la cama y una sencilla mesa. Su alimentación consistía en una sola
comida al día: un pan, un vaso de agua y unas aceitunas. El propietario de la
casa, declaraba que desde que Felipe les daba clases a sus hijos, estos se
comportaban como ángeles.
Los
dos primeros años Felipe se ocupaba casi únicamente en leer, rezar, hacer
penitencia y meditar. Por otros tres años estuvo haciendo estudios de filosofía
y de teología.
Pero
luego por inspiración de Dios se dedicó por completo a enseñar catecismo a las
gentes pobres. Roma estaba en un estado de ignorancia religiosa espantable y la
corrupción de costumbres era impresionante. Por 40 años Felipe será el mejor
catequista de Roma y logrará transformar la ciudad.
Felipe
había recibido de Dios el don de la alegría y de amabilidad. Como era tan
simpático en su modo de tratar a la gente, fácilmente se hacía amigo de
obreros, de empleados, de vendedores y niños de la calle y empezaba a hablarles
del alma, de Dios y de la salvación. Una de sus preguntas más frecuentes era
esta: "amigo ¿y cuándo vamos a empezar a volvernos mejores?". Si
la persona le demostraba buena voluntad, le explicaba los modos más fáciles
para llegar a ser más piadosos y para comenzar a portarse como Dios quiere.
A aquellas
personas que le demostraban mayores deseos de progresar en santidad, las
llevaba de vez en cuando a atender enfermos en hospitales de caridad, que en
ese tiempo eran pobrísimos y muy abandonados y necesitados de todo.
Otra
de sus prácticas era llevar a las personas que deseaban empezar una vida nueva,
a visitar en devota procesión los siete templos principales de Roma y en cada
uno dedicarse un buen rato a orar y meditar. Y así con la caridad para los
pobres y con la oración lograba transformar a muchísima gente.
Desde
la mañana hasta el anochecer estaba enseñando catecismo a los niños, visitando
y atendiendo enfermos en los hospitales, y llevando grupos de gentes a las
iglesias a rezar y meditar. Pero al anochecer se retiraba a algún sitio
solitario a orar y a meditar en lo que Dios ha hecho por nosotros. Muchas veces
pasó la noche entera rezando. Le encantaba irse a rezar en las puertas de los
templos o en las catacumbas o grandes cuevas subterráneas de Roma donde están
encerrados los antiguos mártires.
Lo
que más pedía Felipe al cielo era que se le concediera un gran amor hacia Dios.
Y la vigilia de la fiesta de Pentecostés, estando aquella noche rezando con
gran fe, pidiendo a Dios el poder amarlo con todo su corazón, éste se creció y
se le saltaron dos costillas. Felipe entusiasmado y casi muerto de la emoción
exclamaba: "¡Basta Señor, basta! ¡Que me vas a matar de tanta
alegría!". En adelante nuestro santo experimentaba tan grandes accesos de
amor a Dios que todo su cuerpo de estremecía, y en pleno invierno tenía que
abrir su camisa y descubrirse el pecho para mitigar un poco el fuego de amor
que sentía hacia Nuestro Señor. Cuando lo fueron a enterrar notaron que tenía
dos costillas saltadas y que estas se habían arqueado para darle puesto a su
corazón que se había ensanchado notablemente.
En
1458 fundó con los más fervorosos de sus seguidores una cofradía o hermandad
para socorrer a los pobres y para dedicarse a orar y meditar. Con ellos fundó
un gran hospital llamado "De la Santísima Trinidad y los peregrinos",
y allá durante el Año del Jubileo en 1757, atendieron a 145,000 peregrinos. Con
las gentes que lo seguían fue propagando por toda Roma la costumbre de las
"40 horas", que consistía en colocar en el altar principal de cada
templo la Santa Hostia, bien visible, y dedicarse durante 40 horas a adorar a
Cristo Sacramentado, turnándose las personas devotas en esta adoración.
A los
34 años todavía era un simple seglar. Pero a su confesor le pareció que haría
inmenso bien si se ordenaba de sacerdote y como había hecho ya los estudios
necesarios, aunque él se sentía totalmente indigno, fue ordenado de sacerdote,
en el año 1551.
Y apareció
entonces en Felipe otro carisma o regalo generoso de Dios: su gran don de saber
confesar muy bien. Ahora pasaba horas y horas en el confesionario y sus
penitentes de todas las clases sociales cambiaban como por milagro. Leía en las
conciencias los pecados más ocultos y obtenía impresionantes conversiones. Con
grupos de personas que se habían confesado con él, se iba a las iglesias en
procesión a orar, como penitencia por los pecados y a escuchar predicaciones.
Así la conversión era más completa.
San
Felipe quería irse de misionero al Asia pero su director espiritual le dijo que
debía dedicarse a misionar en Roma. Entonces se reunió con un grupo de
sacerdotes y formó una asociación llamada el "Oratorio", porque
hacían sonar una campana para llamar a las gentes a que llegaran a orar. El
santo les redactó a sus sacerdotes un sencillo reglamento y así nació la
comunidad religiosa llamada de Padres Oratorianos o Filipenses. Esta
congregación fue aprobada por el Papa en 1575 y ayudada por San Carlos
Borromeo.
San
Felipe tuvo siempre el don de la alegría. Donde quiera que él llegaba se
formaba un ambiente de fiesta y buen humor. Y a veces para ocultar los dones y
cualidades sobrenaturales que había recibido del cielo, se hacía el medio
payaso y hasta exageraba un poco sus chistes y chanzas. Las gentes se reían de
buena gana y aunque a algunos muy seriotes les parecía que él debería ser un
poco más serio, el santo lograba así que no lo tuvieran en fama de ser gran
santo (aunque sí lo era de verdad).
En
su casa de Roma reunía centenares de niños desamparados para educarlos y
volverlos buenos cristianos. Estos muchachos hacían un ruido ensordecedor, y
algunos educadores los regañaban fuertemente. Pero San Felipe les decía:
"Haced todo el ruido que queráis, que a mí lo único que me interesa es que
no ofendáis a Nuestro Señor. Lo importante es que no pequéis. Lo demás no me
disgusta". Esta frase la repetirá después un gran imitador suyo, San Juan
Bosco.
Una
vez tuvo un ataque fortísimo de vesícula.
El
médico vino a hacerle un tratamiento, pero de pronto el santo exclamó:
"Por favor háganse a un lado que ha venido Nuestra Señora la Virgen María
a curarme". Y quedó sanado inmediatamente. A varios enfermos los curó al
imponerles las manos. A muchos les anunció lo que les iba a suceder en el
futuro. En la oración le venían los éxtasis y se quedaba sin darse cuenta de lo
que sucedía a su alrededor. Muchas personas vieron que su rostro se llenaba de
luces y resplandores mientras rezaba o mientras celebraba la Santa Misa. Y a
pesar de todo esto se mantenía inmensamente humilde y se consideraba el último
de todos y el más indigno pecador.
Los
últimos años los dedicó a dar dirección espiritual. El Espíritu Santo le
concedió el don de saber aconsejar muy bien, y aunque estaba muy débil de salud
y no podía salir de su cuarto, por allí pasaban todos los días numerosas
personas. Los Cardenales de Roma, obispos, sacerdotes, monjas, obreros,
estudiantes, ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos querían pedirle un sabio
consejo y volvían a sus casas llenos de paz y de deseos de ser mejores. Decían
que toda Roma pasaba por su habitación.
Empezó
a sentir tales fervores y tan grandes éxtasis en la Santa Misa, después de la
consagración, que el que le acolitaba, se iba después de la elevación y volvía
dos horas después y alcanzaba a llegar para el final de la misa.
El
25 de mayo de 1595 su médico lo vio tan extraordinariamente contento que le
dijo: "Padre, jamás lo había encontrado tan alegre", y él le
respondió: "Me alegré cuando me dijeron: vayamos a la casa del
Señor". A la media noche le dio un ataque y levantando la mano para
bendecir a sus sacerdotes que lo rodeaban, expiró dulcemente. Tenía 80 años.
El
Papa lo declaró santo en el año 1622 y las gentes de Roma lo consideraron como
a su mejor catequista y director espiritual.
Fuente: ACI