Una relación puede verse
socavada poco a poco por actitudes egoístas e irracionales, que van minando el
edificio aunque, aparentemente, la fachada siga intacta
La
fidelidad inclina a la voluntad a cumplir con rectitud de intención, sinceridad
y exactitud, las promesas hechas para toda la vida. Sin embargo, una
relación puede verse socavada poco a poco por actitudes egoístas e
irracionales, que van minando el edificio aunque, aparentemente, la fachada
siga intacta.
-Enamorarse del amor y
no de la persona.
¿Dónde
están las flores frescas de cada día? ¿Dónde las cenas románticas? ¿Dónde los
amaneceres en la playa? ¿Por qué esos defectos? ¿Por qué no tiene una visión
romántica de la vida?
El
decepcionado se aferra al ensueño del eterno príncipe azul o la princesa
encantadora; a las promesas de la pasión que no se pueden hacer realidad y
mantenerse en el tiempo. Alguien dijo, se ama a un apuesto joven y se casa con
un hombre que al poco tiempo ya no es el mismo, ya que en la vida real, aquel
ser adorado, único e inigualable, resulta en poco tiempo un hombre “como los
demás”. El amor que muere sin pasar de la fase de efervescencia, no es más que
egoísmo que se impone cuando a la embriaguez sucede la costumbre, para
convertirse en un compromiso gris y vacío.
Se
debe luchar por pasar del limitado ámbito del solo enamoramiento a lo verdadero
de la persona del cónyuge, pues lo esencial no es gozar sino compartir en la
mutua entrega. Aceptar que el amor es tarea y conquista, por la voluntad
siempre renovada en medio de toda circunstancia para hacer verdaderamente real
ese amor.
-El exclusivismo de la
pareja cerrada sobre sí misma.
“No
deseamos tener hijos, al menos no por lo pronto, necesitamos gozar, vivir a
plenitud, tener los medios, realizar nuestros planes, es nuestro derecho… los
hijos pueden esperar”; “Tener menos hijos es lo sensato para darles más viviendo
mejor, además los hijos acaban físicamente a la mujer”.
A
los hijos se les considera una especie de costo enojoso de la voluptuosidad,
por lo que se recurre a las técnicas anticonceptivas como un derecho legítimo
para liberarse. Si la pareja únicamente ambiciona bienestar y seguridad para
dos, el hijo inevitablemente será visto como un intruso y un aguafiestas, pues
viene a romper el cerco donde quiere aislarse el egoísmo de uno o de los dos.
Como el hijo no es visto como el amor hecho sustancia, persona; es evitado,
postergado.
Los
esposos deben evitar aislarse y encerrarse en sí mismos abriéndose a la vida,
porque el sacrificio que los hijos suelen exigir de sus padres, es un factor
principalísimo para desarrollarlos como personas y unirlos.
-La dificultad para
afrontar el conflicto y el dolor.
“La
quiebra económica hizo imposible nuestro amor”; “el dolor de la pérdida de un
hijo nos separó”; “el sufrimiento de su enfermedad cortó nuestra comunicación
y… ¿para qué seguir?”
La
vida conyugal está jalonada, por esencia, de múltiples ocasiones de
desencuentros, tensiones y frustraciones que surgen de las pruebas y el dolor,
pero la firme convicción de que el matrimonio es para siempre, su exigencia de
indisolubilidad proporciona el marco y el escenario en los cuales los
conflictos y su correspondiente dolor, podrán cumplir su función de educar y
hacer madurar el amor.
Los
sufrimientos comunes crean vínculos más profundos que los que otorgan las
alegrías. Sin esta purificación, el amor no escapa en el presente a la
sola ilusión, ni en su porvenir a la muerte.
-No alimentar la
esperanza para cambiar de actitud y mejorar mutuamente.
“Es
un egoísta, me ha prometido cambiar y sigue igual, ya no soporto”; “ahora que
nos conocemos pienso que ambos elegimos mal”; “para que seguir luchando, es
inútil si vamos de mal en peor”
Debemos
cultivar la esperanza de que tanto nosotros como nuestro cónyuge podemos
cambiar y mejorar. El matrimonio es una diaria experiencia y exigencia de
superación y de cambio a través del conflicto y como fruto del mismo; por eso
se debe amar no “a pesar de los defectos” como aceptándolos resignadamente, lo
que lleva a la desesperanza, sino “con todo y los defectos” para ayudarse a
superarlos.
La
importancia de superarse está facilitada cuando el matrimonio ve en la ayuda
mutua un bien para realizar un proyecto común.
-La incapacidad para
resistir el hechizo de la aventura y las sugestiones del adulterio.
“Dejaba
a mi esposa en casa, atareada con los niños, sin poder arreglarse bien, a veces
estresada. …y me encontraba a un joven ángel en mi oficina, coqueta y
esmeradamente arreglada, así que no resistí, además, los hombres tenemos
derecho de una cana al aire”.
“Me
esmeraba en mi arreglo para ir a mi trabajo, al despedirme de mi esposo nunca
me dijo lo guapa que podía verme. En cambio, mi jefe, un apuesto caballero…
sí”.
La
pendiente que atrae hacia la tentación del adulterio es la idealización de
una relación voluptuosamente libre.
Comienza
como un acercamiento inocente, un encuentro humano grato y útil; una aventura
sin trascendencia ni viso alguno de continuidad. Pero el adulterio es
trágicamente contrario a lo que su figura promete y atrae. Obliga a arrastrar
una doble vida, marcada por la clandestinidad, las mentiras, las respuestas
ambiguas y la permanente angustia de que algo salga mal y todo se sepa; lo que
casi siempre sucede derrumbando con su estallido todo lo que se encuentra
alrededor.
Al
corazón se le debe crear de nuevo cuantas veces sea necesario para buscar
fortaleza y permanecer en la fidelidad, de otra manera puede enfermar y morir
en la impureza.
-El negarse a la
necesidad y posibilidad del perdón para recomenzar.
“Me
ha pedido perdón y prometido cambiar, pero eso no me cierra la herida”; “quiero
olvidar, pero pienso que el perdón me debilita ante ese pillo”; “perdono pero
no olvido, se las tengo guardadas”
El
cónyuge que haya cometido la más grave de las faltas y por irreversible que
pueda resultar su daño, siempre se puede redimir o salvar mediante el perdón.
Al negársele, se le expone a lo impredecible, a la inseguridad de no poder
mantener una identidad que proviene de la facultad de hacer y mantener
promesas.
El
perdón y la promesa nos capacitan para enfrentar la irremediable fragilidad y
contingencia de la acción humana.
A
todas las sinrazones para no perseverar en la fidelidad, se suma la situación
de precariedad que una ley del divorcio introduce en el concepto mismo de
matrimonio, dado que hace muy difícil motivar el esfuerzo de
superación y resurgimiento, cuando hay una “puerta de salida” más rápida y
fácil.
Por
Orfa Astorga de Lira.
Fuente:
Aleteia