Esa historia recuerda que
Dios no abandona a su pueblo y que de mil maneras busca atraernos a sus brazos
La
historia enseña cuando los hechos son presentados en su cruda realidad y desde
interpretaciones serias y bien elaboradas. También la historia de la Iglesia
católica enseña, y mucho, si le dedicamos tiempo, si hay historiadores
competentes, si miramos hacia el pasado en toda su complejidad.
En
esa historia de la Iglesia caminan juntos la santidad y el pecado, el trigo y
la cizaña, la ortodoxia y la herejía. A todos los niveles: desde los obispos
hasta el laico que lleva una vida ordinaria.
Por
eso duele ver cómo ha habido, y hay también hoy, tantos hombres y mujeres que
fallan (que fallamos), que sucumben, que se confunden, que incluso llegan poco
a poco o de modo masivo a apartarse de la doctrina verdadera y de la moral
auténticamente cristiana.
Incluso
en algunos momentos eran decenas, incluso centenas, los sacerdotes y obispos
que, poco a poco o de golpe, se apartaban de la doctrina verdadera y defendían
ideas sectarias. Basta con recordar cómo en el siglo IV muchos obispos de
Oriente se unieron a la herejía de Arrio. O cómo, en el siglo XVIII, miles de
sacerdotes en Francia juraron fidelidad al Estado surgido de la Revolución
francesa en contra de su auténtica vocación como pastores católicos.
Uno
de los grandes engaños de ciertos intérpretes de la historia defiende que esos
eran hechos del pasado y que hoy no pueden ocurrir, pues el tiempo nos habría
hecho más maduros. Nada más falso. Después de lo que muchos celebran como
triunfos de la educación y de la ciencia, ¿no tenemos hoy una terrible
corrupción entre los políticos, una enorme apostasía religiosa, y una
conciencia adormecida ante algo tan terriblemente injusto como el aborto
generalizado?
La historia de la Iglesia nos recuerda esa debilidad íntima que hiere a cada ser humano. En el pasado, con hechos lamentables que recordamos con vergüenza; y en el presente, con un vivir acomodado al mundo en miles de católicos que olvidan lo que significa ser sal y luz.
Gracias
a Dios, también esa historia recuerda que Dios no abandona a su pueblo y que de
mil maneras busca atraernos a sus brazos. Por eso siempre ha habido santos,
héroes, mártires.
¿Por
qué fueron fieles en medio de situaciones muy difíciles? Porque se dejaron
iluminar por el Espíritu Santo y porque conservaron valientemente el tesoro de
la auténtica doctrina católica.
También
hoy podemos ser fieles a Cristo hasta el final. Basta con ser humildes, pedir
ayuda a Dios, y seguir los pasos de miles de testimonios (mártires) que a lo
largo de los siglos nos muestran cómo ser fieles, incluso hasta dar la propia
vida por quien murió para salvarnos.
Por:
P. Fernando Pascual