Domingo XXXIII del Tiempo
Ordinario 19 noviembre 2017
El
19 de noviembre de 2017 se celebrará por primera vez la Jornada Mundial de los
Pobres instituida por el Papa Francisco el 21 de noviembre de 2016 al final del
Jubileo Extraordinario de la Misericordia. “A la luz del ‘Jubileo de las
personas socialmente excluidas’, mientras en todas las catedrales y santuarios
del mundo se cerraban las Puertas de la Misericordia, intuí que, como otro
signo concreto de este Año Santo extraordinario, se debe celebrar en toda
la Iglesia, en
el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial de los pobres”,
explicó en esa ocasión el Papa.
En
el Mensaje, el Pontífice asegura que “el amor no admite excusas: el que quiere
amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata
de amar a los pobres”.
No amemos de palabra sino
con obras
1.
«Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn
3, 18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que ningún
cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo amado» ha
transmitido hasta nuestros días el mandamiento de Jesús se hace más intensa
debido al contraste que percibe entre las palabras vacías presentes a menudo en
nuestros labios y los hechos concretos con los que tenemos que enfrentarnos.
El
amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su
ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres. Por otro lado, el
modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con
claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 10.19); y
nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3, 16). Un amor
así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es
decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón
que cualquier persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus
limitaciones y pecados.
Y
esto es posible en la medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de
Dios, su caridad misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e
incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la misericordia
que, por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede llegar a mover
nuestras vidas y generar compasión y obras de misericordia en favor de nuestros
hermanos y hermanas que se encuentran necesitados.
2.
«Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34, 7). La Iglesia desde
siempre ha comprendido la importancia de esa invocación. Está muy atestiguada
ya desde las primeras páginas de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro pide
que se elijan a siete hombres «llenos de espíritu y de sabiduría» (6, 3) para
que se encarguen de la asistencia a los pobres. Este es sin duda uno de los
primeros signos con los que la comunidad cristiana se presentó en la escena del
mundo: el servicio a los más pobres. Esto fue posible porque comprendió que la
vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una fraternidad y
solidaridad que correspondiese a la enseñanza principal del Maestro, que
proclamó a los pobres como bienaventurados y herederos del Reino de los cielos
(cf. Mt 5, 3).
«Vendían
posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada
uno» (Hch 2, 45). Estas palabras muestran claramente la profunda preocupación
de los primeros cristianos.
El
evangelista Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado a la
misericordia, describe sin retórica la comunión de bienes en la primera
comunidad. Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y
por lo tanto también a nosotros, para sostenernos en el testimonio y animarnos
a actuar en favor de los más necesitados.
El
apóstol Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su carta con igual
convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos hermanos,
escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos
en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman? Vosotros, en
cambio, habéis afrentado al pobre.
Y
sin embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os
arrastran a los tribunales? [...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir
que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que
un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno
de vosotros les dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no
les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no
tiene obras, por sí sola está muerta» (2, 5-6.14-17).
3.
Ha habido ocasiones, sin embargo, en que los cristianos no han escuchado
completamente este llamamiento, dejándose contaminar por la mentalidad mundana.
Pero el Espíritu Santo no ha dejado de exhortarlos a fijar la mirada en lo
esencial. Ha suscitado, en efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han
dado su vida en servicio de los pobres.
Cuántas
páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido escritas por cristianos
que con toda sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han
servido a sus hermanos más pobres. Entre ellos destaca el ejemplo de Francisco
de Asís, al que han seguido muchos santos a lo largo de los siglos. Él no se
conformó con abrazar y dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio
para estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de inflexión de su
conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a los
leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con
misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió
en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio muestra
el poder transformador de la caridad y el estilo de vida de los cristianos.
No
pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra de
voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisados
de buena voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas experiencias, aunque
son válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos
hermanos y de las injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos
a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que se
convierta en un estilo de vida.
En
efecto, la oración, el camino del discipulado y la conversión encuentran en la
caridad, que se transforma en compartir, la prueba de su autenticidad
evangélica. Y esta forma de vida produce alegría y serenidad espiritual, porque
se toca con la mano la carne de Cristo. Si realmente queremos encontrar a
Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres,
como confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El
Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja encontrar por la
caridad compartida en los rostros y en las personas de los hermanos y hermanas
más débiles.
Son
siempre actuales las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar
el cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al
Cristo eucarístico con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo
descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum,
50,3: PG 58).
Estamos
llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a encontrarlos, a
mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que
rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una
llamada a salir de nuestras certezas y comodidades, y a reconocer el valor que
tiene la pobreza en sí misma.
4.
No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo
vocación para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un
camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc 6,20).
La
pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la propia condición de
criatura limitada y pecadora para superar la tentación de omnipotencia, que nos
engaña haciendo que nos creamos inmortales.
La
pobreza es una actitud del corazón que nos impide considerar el dinero, la
carrera, el lujo como objetivo de vida y condición para la felicidad. Es la
pobreza, más bien, la que crea las condiciones para que nos hagamos cargo
libremente de nuestras responsabilidades personales y sociales, a pesar de
nuestras limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y sostenidos por su
gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite valorar el uso
adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos y los afectos
de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, nn. 25-45).
Sigamos,
pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de la auténtica pobreza. Él,
precisamente porque mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue capaz de reconocerlo
y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al
cambio de la historia, generando un desarrollo real, es necesario que
escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos de su
situación de marginación. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en nuestras
ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo que no pierdan el sentido de la
pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.
5.
Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo contemporáneo para
identificar de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos desafía todos los días
con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la
violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la
libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la
emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la
esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada.
La
pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles
intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista
inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la
injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos
pocos y la indiferencia generalizada.
Hoy
en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada
que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia
acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana,
escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera.
Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados.
A
la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes,
impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el sentido de
responsabilidad e induce a preferir la delegación y la búsqueda de
favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la participación y
reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este modo el mérito de
quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con una nueva visión de
la vida y de la sociedad.
Todos
estos pobres —como solía decir el beato Pablo VI— pertenecen a la Iglesia por
«derecho evangélico» (Discurso en la apertura de la segunda sesión del Concilio
Ecuménico Vaticano II, 29 septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental
por ellos. Benditas las manos que se abren para acoger a los pobres y
ayudarlos: son manos que traen esperanza. Benditas las manos que vencen las
barreras de la cultura, la religión y la nacionalidad derramando el aceite del
consuelo en las llagas de la humanidad. Benditas las manos que se abren sin
pedir nada a cambio, sin «peros» ni «condiciones»: son manos que hacen
descender sobre los hermanos la bendición de Dios.
6.
Al final del Jubileo de la Misericordia quise ofrecer a la Iglesia la Jornada
Mundial de los Pobres, para que en todo el mundo las comunidades cristianas se
conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los
últimos y los más necesitados. Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales
establecidas por mis predecesores, que son ya una tradición en la vida de
nuestras comunidades, se añada esta, que aporta un elemento delicadamente
evangélico y que completa a todas en su conjunto, es decir, la predilección de
Jesús por los pobres.
Invito
a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a mantener, en
esta jornada, la mirada fija en quienes tienden sus manos clamando ayuda y
pidiendo nuestra solidaridad. Son nuestros hermanos y hermanas, creados y
amados por el Padre celestial. Esta Jornada tiene como objetivo, en primer
lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del
descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro. Al mismo
tiempo, la invitación está dirigida a todos, independientemente de su confesión
religiosa, para que se dispongan a compartir con los pobres a través de
cualquier acción de solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios creó
el cielo y
la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes han levantado
fronteras, muros y vallas, traicionando el don original destinado a la
humanidad sin exclusión alguna.
7.
Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a la Jornada
Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII del
Tiempo Ordinario, se comprometan a organizar diversos momentos de encuentro y
de amistad, de solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y a
los voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal
modo que se manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de Cristo Rey del
universo, el domingo siguiente.
De
hecho, la realeza de Cristo emerge con todo su significado más genuino en el
Gólgota, cuando el Inocente clavado en la cruz, pobre, desnudo y
privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de Dios. Su completo
abandono al Padre expresa su pobreza total, a la vez que hace evidente el poder
de este Amor, que lo resucita a nueva vida el día de Pascua.
En
ese domingo, si en nuestro vecindario viven pobres que solicitan protección y
ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento propicio para encontrar al Dios
que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb
13,2), sentémoslos a nuestra mesa como invitados de honor; podrán ser maestros
que nos ayuden a vivir la fe de manera más coherente. Con su confianza y
disposición a dejarse ayudar, nos muestran de modo sobrio, y con frecuencia
alegre, lo importante que es vivir con lo esencial y abandonarse a la
providencia del Padre.
8.
El fundamento de las diversas iniciativas concretas que se llevarán a cabo
durante esta Jornada será siempre la oración. No hay que olvidar que el Padre
nuestro es la oración de los pobres. La petición del pan expresa la confianza
en Dios sobre las necesidades básicas de nuestra vida. Todo lo que Jesús nos
enseñó con esta oración manifiesta y recoge el grito de quien sufre a causa de
la precariedad de la existencia y de la falta de lo necesario. A los discípulos
que pedían a Jesús que les enseñara a orar, él les respondió con las palabras
de los pobres que recurren al único Padre en el que todos se reconocen como
hermanos. El Padre nuestro es una oración que se dice en plural: el pan que se
pide es «nuestro», y esto implica comunión, preocupación y responsabilidad
común. En esta oración todos reconocemos la necesidad de superar cualquier
forma de egoísmo para entrar en la alegría de la mutua aceptación.
9.
Pido a los hermanos obispos, a los sacerdotes, a los diáconos —que tienen por
vocación la misión de ayudar a los pobres—, a las personas consagradas, a las
asociaciones, a los movimientos y al amplio mundo del voluntariado que se
comprometan para que con esta Jornada Mundial de los Pobres se establezca una
tradición que sea una contribución concreta a la evangelización en el mundo
contemporáneo.
Que
esta nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia creyente en un
fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos de que
compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad más
profunda. Los pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir para
acoger y vivir la esencia del Evangelio.
Vaticano,
13 de junio de 2017
Memoria
de San Antonio de Padua
FRANCISCO
Fuente:
ACI Prensa