La
madurez que hace feliz
A
veces corro el peligro de no lograr luchar por las más altas estrellas. Porque
me pesa la angustia, o la pena, o el desánimo.
Lo
expresaba así el padre José Kentenich: “Ya
no somos de ayer, no nos sentimos ni nos damos más como soñadores juveniles,
ajenos al mundo. El tiempo y la vida han sacudido rudamente los pilares de
nuestro cuerpo y nuestra alma. ¡A cuántos de los que comenzaron con
nosotros el vuelo hacia lo alto, se les quebraron entretanto las alas! Cansados
y decepcionados”[1].
Me
da miedo estar cansado y decepcionado de la vida. Triste por no alcanzar
nunca las metas soñadas. Angustiado por no ser capaz de llegar más alto y
tropezar siempre de nuevo con la misma piedra.
Me
da miedo conformarme y sentirme maduro, es decir, satisfecho con mi vida como
es ahora. No quiero vivir amargado y herido por la vida. Esa experiencia
es la que más duele en el alma.
Quiero
ser niño, quiero ser joven, quiero ser dócil, quiero ser flexible. Para que los
ideales no dejen de tener fuerza en mi corazón. Puedo ir siempre más lejos.
Puedo ser mejor de lo que soy ahora. No quiero perder la fe en verdad, en
la bondad, en la paz, en el amor.
Me
encuentro con tantos jóvenes que ya han perdido ese entusiasmo. Me encuentro
con adultos que tampoco lo poseen.
Aunque
es verdad que también veo hombres ya ancianos que no han perdido la fe en
el hombre, ni en Dios, ni en la vida. Creen que pueden cambiar siendo ya
viejos. Se esfuerzan por ser mejores. Y ven con alegría la vida de los jóvenes.
No comparan el presente con su vida pasada.
Me
da más pena ver jóvenes que no sueñan. Que buscan una vida instalada y no
se proyectan. Que creen que las cosas se tienen que seguir haciendo así.
Han perdido la luz de su mirada. No tienen pasión por la vida.
Albert
Schweitzer hablaba así de la madurez: “Creían
en la victoria de la verdad, pero ya no. Creían en los hombres, pero ya no.
Creían en el bien, pero ya no. Se consumían de celo por la justicia, pero ya
no. Confiaban en el poder y la validez del espíritu conciliador, pero ya no.
Podían entusiasmarse, pero ya no. Me dio miedo de tener que mirar, también yo
alguna vez con tristeza, hacia el pasado. Por eso decidí no someterme a ese
trágico volverse razonable. Y lo que me juré en casi adolescente terquedad, he
tratado de llevarlo a cabo”[2].
No
quiero dejar de creer en las cosas que antes me hacían soñar. No quiero
conformarme y dar por perdidos esos ideales que antes me encendían el corazón.
No quiero apagar el fuego que hubo un día en mi alma.
Hoy
me prometo ser fiel a lo que siempre encendió mi corazón. Y me decido a
volver a elegir una vida grande, de horizontes amplios. Se lo pido a María en
el Santuario. Le pido que me enamore una vez más de lo que me hace vibrar por
dentro.
Quiero
creer en el poder de esos ideales que un día encendieron mi corazón. Por eso no
entiendo la madurez como un instalarse. Como un estado en el que dejo de soñar
con lo imposible. Y me conformo con lo que me parece más razonable.
Creo
en otra madurez de vida. Creo que ser maduro tiene que ver con ser más sabio.
Con aprender de la vida que Dios me ha regalado. Tiene que ver con tener sangre
en las venas y seguir viviendo apasionado cada segundo. Tiene que ver con
aspirar a lo que aún no logro y desear lo que no poseo. Tiene que ver con saber
vivir la vida. Con saber caer y levantarme. Con entender las cruces como parte
del camino.
Es
la madurez una gracia que llega como don de Dios, no necesariamente con el paso
de los años. La madurez tiene que ver con saber aceptar las
contrariedades. Sin echar la culpa al mundo cada vez que me equivoco.
Asumir
con alegría las consecuencias de todas mis decisiones. Reírme de mis torpezas y
entender que la perfección es algo tan innecesario como vacío. Disfrutar de la
belleza. Saber perder el tiempo en cosas poco importantes. Valorar el amor como
lo más sagrado y valioso de la vida. Y entender que el que no pone su corazón
como prenda cuando ama no ha vivido su vida de verdad.
Una
persona madura vive la vida que le toca sin quejas ni amargura. Y sabe sacar lo
mejor de las circunstancias adversas.
No
se ha llenado su corazón de amargura con el paso de los años, con los
desengaños que todos tenemos. No se ha vuelto desconfiada pese a tantas
decepciones. Vuelve a confiar como un niño siempre de nuevo.
Porque
una persona madura, valga la paradoja, tiene alma de niño. De niño dócil,
alegre e inocente. De niño puro con ojos grandes y manos torpes. Tiene los pies
en la tierra y el alma prendida del cielo.
Una
persona madura no tiene todas las respuestas necesarias para recorrer el camino
y cada vez lleva en el alma más preguntas. No le tiene miedo a sus miedos.
Porque confía en que su fuerza no está en los talentos que Dios le ha dado.
Camina
aunque esté cansado. Y está siempre atenta a ponerse en camino cuando alguien,
cerca o lejos, le pide su ayuda. Quiero yo lograr esa madurez de vida. Esa
sabiduría para vivir mejor, para vivir con más hondura.
No
quiero volverme rígido. No quiero acomodarme en mis metas pequeñas y exiguas.
Una persona madura nunca deja de creer. Siempre mira más lejos y sus pasos
siguen hacia delante hasta ese cielo que le han prometido.
Quiero
esa madurez que es don. Quiero esa vida plena en la pequeñez de mis pasos.
Quiero ese corazón grande, herido y pobre que se ha entregado mil veces y no
duda en volver a hacerlo estando roto. Porque le ha perdido el miedo al dolor.
Y sabe que gana más el que lo arriesga todo. Así quiero vivir yo cada mañana.
[1] J.
Kentenich, Textos pedagógicos
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia