En los días de Maduro las
cosas no han cambiado y la Iglesia venezolana sufre hostigamiento bajo diversas
formas
Los
dictadores en este continente siempre comienzan por hacer carantoñas a la
Iglesia católica. Saben muy bien que la tradición de nuestros pueblos está
ancestralmente unida a la fe que desde hace más de tres siglos ancló en nuestro
ADN espiritual. Inevitablemente, llega el momento en que colinden la misión
fundamental de quienes proclaman en evangelio de Cristo, liberador y humanista,
y quienes buscan la sujeción de sus pueblos.
En
Venezuela, es preciso recordar que desde el momento en que Fray Bartolomé
de Las Casas, dominico que se enfrentó a la propia corona española en tiempos
de conquista y colonización por defender la dignidad de los indios como seres
humanos creados a la imagen y semejanza de Dios, dotados de un alma
inmortal en virtud de lo cual no podían ser vilmente esclavizados y
animalizados, la Iglesia católica ha seguido una tradición de defensa de
la libertad, la dignidad de este pueblo y, en tiempos modernos, de
la democracia como estilo de vida y sistema de gobierno que debe
garantizar un Estado de derecho cuya vigencia no es negociable.
Antiguamente,
los obispos podían -y hasta debían- ser extranjeros. Hoy son tan
venezolanos como una arepa en el desayuno. Sienten y padecen a la par que
cualquier venezolano los vaivenes de gobiernos arbitrarios. Han desarrollado
una intuición política y una capacidad de respuesta institucional que ni
siquiera los líderes políticos pueden emular pues no los limita el
aspirar a cargos ni buscar figuración o reconocimiento.
Eso
les confiere un margen de libertad de maniobra para poner los puntos sobre las
íes. Los gobiernos les temen, los monitorean, los amenazan y pretenden
neutralizarlos. Pero es difícil que eso funcione contra gente “cuyo reino no es
de este mundo”. Sucede, para desgracia de sátrapas y afines que, ante
los problemas de estos países, son tan dolientes como el más humilde de los
habitantes.
En
Venezuela tenemos el ejemplo más lejano a nuestros tiempos en quien hoy avanza
hacia los altares, monseñor Salvador Montes de Oca, firme opositor al
régimen de Juan Vicente Gómez expulsado de Venezuela, el mártir
venezolano asesinado por no abjurar de su fe en tiempos del nazi fascismo
europeo, viviendo como un monje en una Cartuja italiana. Más adelante,
durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, descolló monseñor
Rafael Arias Blanco, quien con su admirable pastoral desencadenó el
cronograma insurreccional que dio al traste con la dictadura.
Hoy,
los venezolanos contamos con un episcopado, heredero de aquellos
gladiadores de la fe, que anda en primera fila en el combate por la
libertad. Cada obispo es una referencia en su diócesis. Los sacerdotes son
faro y guía de las comunidades. No hay púlpito que no cante la verdad ni
católico que no se ponga a la orden de quienes sufren persecución, hambre o
enfermedad. Cada acto de solidaridad encuentra en la Iglesia, laicos o
religiosos, su estímulo más sólido.
Hoy
hay tal vez más evangelio que nunca en Venezuela. En su último
encuentro en Roma con el Papa Francisco los obispos venezolanos le dijeron: “Santo
Padre, hoy en Venezuela se está rezando más que nunca”.
No
en balde, luego de la más cruenta guerra de independencia de cuantas se cuentan
en América Latina, Venezuela se separó de la Corona Española más no de sus
raíces cristianas. Esta república, desde su nacimiento, fue consagrada a la
Inmaculada Concepción y la nación, tiempo después, al Santísimo Sacramento del
Altar.
No
tememos a la turbulencia, pues confiamos en nuestras protecciones. No obstante,
a pesar del acecho de sectas y extrañas creencias embutidas acá de la manera
más artificial por esta aventura chavo-castrista (santeros, paleros y
toda clase de cultos ajenos), la fidelidad del pueblo venezolano sigue
adherida a su tradición cristiana, mucho más luego de la decepción derivada del
estrepitoso fracaso del socialismo del siglo XXI.
En
tiempos de Chávez, los prelados católicos fueron vejados públicamente,
calumniados y retados, insultados y amenazados de todas las formas, mientras
el jefe del Estado aparecía blandiendo crucifijos en cadena de radio y televisión.
El caso del desaparecido cardenal Castillo Lara, quien fuera gobernador de la
Ciudad del Vaticano bajo el papado de Juan Pablo II, es un clásico de la
barbarie chavista. Un buen día lo calificó de “demonio con sotana”.
En
los días de Maduro las cosas no han cambiado. La Iglesia venezolana sufre
hostigamiento bajo diversas formas: asaltos, agresión a religiosos y
seminaristas, acoso tributario, destrozos a instalaciones, allanamientos sin
orden de ninguna clase, robos y profanaciones.
Hoy, torpes
atropellos a residencias estudiantiles regentadas por monjas muestran cuál
es el talante de las relaciones Iglesia-Estado en la patria de Bolívar. Ya la
imagen de un Maduro llegando a Roma con una talla de José Gregorio
Hernández en la maleta no engaña a nadie. Ya sus visitas –
supuestamente cordiales- al papa Francisco quedaron opacadas por una intentona
de diálogo que deshonró su gobierno.
Ya
la Iglesia local, en comunión plena con el Santo Padre, dicta una pauta que se
eleva por encima de las diferencias entre los partidos, de las divisiones entre
los políticos y de las escaramuzas opositoras u oficialistas, vengan de donde
vengan. El interlocutor más confiable, dentro y fuera del país, es el
episcopado venezolano.
Esto
no puede ser cómodo ni seguro para un gobierno que cada vez se percibe dando
menos pie en el mar embravecido de la crisis venezolana.
Mientras
tanto, las exhortaciones pastorales, los documentos, los comunicados de
la Comisión
de Justicia y Paz de la Conferencia Episcopal Venezolana –tan
oportunos en tiempos de violaciones de derechos humanos- y toda declaración de
los obispos y cardenales poniendo cada cosa en su sitio, son motivo de
gran desasosiego para el régimen.
Obviamente,
ya recordarán a Santa Bárbara cuando truene y, así como los jerarcas nazis se aferraron
a la misma Iglesia que persiguieron, estos no tardan en imitar a Chávez el 11
de abril cuando requirió la presencia de monseñor Baltazar Porras, hoy
cardenal, a cuya sotana se aferró primero para preservar su vida y luego
para garantizar la salida de su familia del país.
A
nadie debe extrañar que la Iglesia sea el blanco hoy. Sabemos que “le
tienen ganas”, como decimos en criollo, y ya los feligreses se declaran
listos para defenderla. Ya hay señales claras de lo que son capaces de hacer
cuando tenemos evidencia de ataques a tiros en plena misa, allanamientos a
casas de monjas (Residencia universitaria Cristo Rey de Guaparo, Estado
Carabobo) buscando supuestas armas sustraídas por comandos insurgentes de
las instalaciones militares, amenazas puntuales a párrocos y, lo último, la
cadena Telesur, al servicio de la dictadura madurista, presentando a la
Iglesia como “colaboradora en el asalto al Fuerte Paramacay”.
Alfredo
Coronil Hartmann, hijo político de Rómulo Betancourt -gran estadista de
la democracia-, figura de la resistencia, escribió en su cuenta de
Twitter: ” Solidario con nuestra Iglesia. Tarde o temprano vendrán por
ella. Y con ella y por ella estaremos unidos”. Así están las cosas.
Macky Arenas
Aleteia Venezuela