La Virgen le hizo entrega del Santo
Rosario. Es patrón de Bolonia, 8 de agosto
Este padre y maestro de los predicadores, fundador de los dominicos, tuvo
la gracia de nacer en una familia virtuosa. Sus padres y hermanos son venerables
y beatos.
Gregorio IX, al que le unió gran amistad,
lo canonizó el 3 de julio de 1234. Según se cuenta, manifestó en su
entorno: «No dudo más de su
santidad que de la de los apóstoles Pedro y Pablo». Nació
hacia 1170 en Caleruega, Burgos, España. Félix de Guzmán, su padre, fue
proclamado venerable por la Iglesia y Juana de Aza, su madre, beata. Sus
hermanos siguieron sus pasos. Antonio es venerable y Manés beato. En este hogar
las virtudes evangélicas eran alimento de cada día. Parece que Juana hallándose
encinta tuvo un sueño en el que se le anticipaba la gloria que Domingo daría a
la Iglesia con su predicación, iluminando la tierra, fulgor que apreció su
madrina cuando el niño ya había nacido. Sendas visiones alegóricas confluyeron
en la misma idea.
Un tío materno, arcipreste, le instruyó en
Gumiel de Izán. Después, prosiguió estudios en Palencia. Experimentaba una sed
insaciable de profundizar en la Sagrada Escritura, y el anhelo de encarnar las
virtudes que en ella aprendía. Estudiaba intensamente, restándole horas al
sueño. Su piedad y caridad se hicieron manifiestas cuando el hambre asoló gran
parte de España cebándose también en Palencia. Para socorrer a los damnificados
se desprendió de los textos sagrados. Repartía entre los pobres su dinero y
enseres guiado por esta idea: «No
quiero estudiar sobre pieles muertas, y que los hombres mueran de hambre».
Al ver este edificante testimonio, otros le secundaron.
La oración, que fue canon de su vida, le
condujo a las altas cimas de la mística. Abrasado de amor divino, no podía
evitar proferir en voz alta exclamaciones que brotaban de lo más íntimo de su
ser. Suplicaba a Cristo fervientemente que le concediese la gracia de la
caridad y, junto a ella, la apostólica; estaba persuadido de que el auténtico
seguidor del Maestro siente arder dentro de sí la llamada a compartir la fe sin
descanso; su pasión es llevar a todos hacia Él. Esta es la garantía de
autenticidad, el sello que caracteriza a sus genuinos discípulos.
El obispo de Osma, Martín de Bazán, estaba
al tanto de la grandeza y fidelidad de este joven, lleno de alegría y buen
humor, cuyo horizonte era Cristo, y lo designó canónigo regular. Fue también
sacristán del cabildo y subprior. Pero no se dejó tentar por la fama, el poder
y prestigio. Su único anhelo era cumplir la voluntad de Dios y servir al
prójimo. En 1202 acompañó al nuevo prelado y amigo suyo, Diego de Acebes, en
una misión diplomática al sur de Francia confiada por el rey Alfonso VIII.
Entonces constató la peligrosa hegemonía de los herejes y una dolorosa
presencia de los alejados de la fe. En Toulouse llevado de gran celo apostólico
entabló una discusión con el propietario de la hospedería durante una noche
entera hasta que logró atraerlo a la verdad.
Diego era un hombre virtuoso. En otro viaje
que realizó a Francia unos predicadores desalentados por el fracaso de su
misión contra los albigenses, interesaron su juicio acerca de lo que podía
motivar tanta esterilidad. No lo dudó; asoció la escasez de bendiciones con el
impropio ejemplo de vida que daban, regido por la pompa y ostentación. Él mismo
se desprendió de sus acompañantes y de sus enseres, y junto a Domingo y a unos
cuantos presbíteros abrazó la pobreza y la mendicidad. El impacto de su virtud
fue de tal calibre que las conversiones brotaron a raudales. En torno a 1206
establecieron el cuartel general para tan intrépidos apóstoles en un monasterio
que adquirió en Prulla, cerca de Fanjeaux. El objetivo era acoger a mujeres
católicas de la nobleza que, habiendo venido a menos, eran confiadas a los
herejes que se ocupaban de formarlas; de ese modo las rescatarían de estas
perniciosas influencias. Se dice que mientras Domingo oraba en este monasterio,
la Virgen le hizo entrega del Rosario.
En 1207 Diego regresó a España, y dejó al santo
al frente de la misión que sostuvo definitivamente porque ese mismo año murió
su amigo. Casi todos los demás rompieron su compromiso y Domingo fue
prácticamente el único que perseveró. Diez años estuvo predicando en el sur de
Francia unido a los que compartían libremente el mismo ideal. Con su oración y
enfervorizadas palabras supo tocar las fibras más sensibles de sus oyentes,
incluidos los que le ridiculizaron y quisieron atentar contra su vida. Sabía
que la oración es el arma más poderosa que existe y la humildad socava toda
resistencia. También que contra la fe no hay quien pueda. Domingo era valeroso;
hubiera deseado derramar martirialmente su sangre. De hecho, quiso evangelizar
a los temibles cumanos que se hallaban en Alemania, aún conociendo su ferocidad.
En torno a 1215 pensó fundar una Orden.
Recibió el entusiasta apoyo del prelado de Toulouse, Fulco, del conde Simón de
Monfort y del acaudalado Pedro Seila, que ofreció dos inmuebles que tenía en la
ciudad, así como de otro ciudadano, Tomás, que sería gran predicador. En el
transcurso del IV concilio de Letrán, donde acompañó a Fulco, rogó a Inocencio
III que bendijese la obra. El pontífice parecía reticente, pero según cuenta la
tradición, en un sueño se disiparon sus dudas al ver que san Francisco de Asís
y fray Domingo mantenían erguida sobre sus espaldas la basílica de Letrán sin
dejarla caer. Y los bendijo. Adoptaron la regla de san Agustín, introduciendo
aspectos de los premostratenses y de los cistercienses.
En 1216 Honorio III aprobó la Orden. Ante
la negativa de algunos frailes a partir a otros lugares, o juzgar que estaba en
juego la viabilidad de la misma fundación si eran enviados a distintos puntos,
se mantuvo inflexible: «¡No
me contradigáis! Sé muy bien lo que hago». La Orden se extendió
fructíferamente. Quiso que los suyos recibieran una formación universitaria
rigurosa. Fundó por Francia, Italia y España. Murió el 6 de agosto de 1221.
Antes advirtió a los frailes que les ayudaría mucho más tras su muerte. Su
testamento fue: «tened
caridad, conservad la humildad, poseed la pobreza voluntaria»