Teresita Quevedo fue
votada la mejor vestida de su clase y fue capitana del equipo de baloncesto
Teresita
Quevedo fue una joven difícil. Era una niña mimada, siendo la más pequeña de
tres hermanos en una familia española adinerada. “Teresita es un manojo de
felicidad. Todo el mundo la quiere”, escribió su madre. “Bonita como un cuadro,
pero terriblemente obstinada”.
Su
cabezonería a menudo terminaba en berrinches, como cuando le servían comida que
no le gustaba. Era un terror de personita tan grande que le pusieron el apodo
de “la Venenito”.
Como
muchos otros padres, los de Teresita estaban prácticamente desesperados con su
temperamento, pero la exigente y volátil Teresita estaba destinada a más, una
vocación que se vio estimulada por su Primera Comunión. Cuando recibió al
Señor por primera vez, Teresita hizo una especie de consagración a María,
prometiendo ofrecerle todos sus pequeños sacrificios, en especial de comida y
temperamento, como dones para la Santísima Madre.
A
partir de ese momento, la niña cambió totalmente. Pocos años más
tarde, Teresita, con 10 años, estaba en un retiro escolar cuando escribió la
resolución de su vida: “He decidido hacerme santa”.
Pero
con toda su devoción a Nuestra Señora y su deseo de santidad, Teresita seguía
siendo una muchacha impetuosa y a menudo se metía en problemas en casa y
en la escuela. Escribía mensajes a sus amigos en las salas de estudio,
charlaba con las compañeras cuando tenía que guardar silencio y a veces hacía
jugarretas a las monjas.
En
pocas palabras, Teresita era pura diversión. Era hermosa, tenía talento,
popularidad y un poco de malicia. Su deseo de santidad no la hizo timorata. Su
amor por el Señor no la hizo aburrida. Incluso su lema, “Madre mía, que quien
me mire Te vea”, no la volvió adusta ni distante, como algunas imágenes de
escayola de la Virgen María.
Teresita
entendía bien que la santidad implica estar plenamente viva, ser ella misma,
por la gloria de Dios. Así que la joven que ansiaba ser santa también fue
elegida la mejor vestida de su clase, fue capitana del equipo de baloncesto y
le encantaba ver corridas de toros.
Sabía
conducir —un poco demasiado rápido para el gusto de su padre—, le encantaba
bailar, era magnífica jugando al tenis y una vez le perforó los lóbulos a una
de sus amigas. Era una excelente artista y atleta, aunque no una gran
estudiante, y era muy querida por todos. Sin embargo, para Teresita lo
realmente importante era el amor del Señor y de su Madre.
Desde
su infancia, Teresa fue una devota apasionada de la Virgen María. “Amo a
Nuestro Señor con todo mi corazón”, explicaba, “pero Él quiere que ame a
Nuestra Señora de una forma especial y que vaya hacia Él de la mano de María”.
Quería
tanto a la Santa Madre que cuando supo de la Consagración Total a María de san
Luis de Montfort y preguntó a un sacerdote por ello, el cura le explicó que ya
había estado viviendo esa consagración. Mejor que prepararla durante un mes
para ofrecerse al Señor a través de las manos de María, el sacerdote la invitó
a hacerlo la misma mañana siguiente.
A
medida que Teresita se acercaba a su último año de instituto, se fue dando
cuenta de que María la atraía a pertenecer a Jesús de manera profunda.
Justo antes de Navidad, la chica más popular del colegio se acercó a la
superiora de la orden carmelita y le pidió permiso para entrar.
“¡Luego
me gustaría ir a China como misionera!”, anunció con pasión la joven. “Primero
tendrás que ser novicia”, rió la madre.
Y
así, con solo 17 años, Teresita Quevedo dejó atrás su hogar, su familia, su
ropa bonita, sus raquetas de tenis, sus carnés de baile y sus toros para
convertirse en esposa de Cristo. Se lanzó a la vida del convento como se
lanzó a la vida en el mundo, según escribió a un sacerdote misionero: “La
idea de ser una religiosa mediocre me aterra”.
Aunque la
pequeña santa extrovertida tuvo grandes problemas con el silencio y las largas
horas de oración que se esperaban de ella, ofreció todos su éxitos y fracasos
diarios a María, para ser purificada y entregada a Cristo. El día que Teresita
recibió el hábito, hizo la promesa de nunca cometer deliberadamente un pecado
venial.
Solo
dos años después de entrar en las carmelitas, Teresita recibió una premonición
de su pronta muerte. En vez de sentir miedo, se alegró enormemente ante la
perspectiva de ir a su hogar en el paraíso. No mucho después, Teresita
contrajo meningitis tuberculosa.
Sufrió
terriblemente, rechazó los calmantes, ni siquiera las punciones lumbares,
para poder unirse en su sufrimiento al de Cristo. Por fin, el Sábado Santo de
1950, sus ojos se calmaron, alzó el rostro y gritó sus últimas palabras:
“¡Qué hermosa! ¡Oh, María, qué hermosa eres!”.
La
venerable Teresita Quevedo es un testimonio del poder de transformación de Dios
incluso con los más malhumorados y su capacidad de cautivar los corazones de
los más populares y hermosos al igual que los más perdidos y rotos.
Pidamos
su intercesión por los jóvenes que temen entregar sus corazones a Cristo por
temor a lo que podrían perder. Venerable Teresita Quevedo, ¡reza por nosotros!
Meg Hunter-Kilmer
Fuente:
Aleteia