Jimmy llegó a la fundación con 10 años, después de haber perdido de
forma violenta a sus padres, vivir en la calle y ser violado. No tardó en
escaparse, pero tras ser atropellado por una moto volvió al que desde entonces
es su hogar
Con
23 años, el seminarista francés Matthieu Dauchez (Versalles, 1975) llegó a
Manila con dos compañeros para ayudar un tiempo en la fundación Tulay ng
Kabataan (ANAK-TnK, Puente para la Infancia en tagalo). Ya no regresó.
Desde
2011 dirige los 24 centros de esta obra diocesana que atiende a 1.300 niños de
la calle y de los suburbios, algunos con discapacidad. Los testimonios de los
chicos conmovieron al Papa Francisco durante su viaje a Filipinas en 2015, y
han inspirado al padre Dauchez para compartir, a través de su pluma, las
lecciones que aprende cada día.
¿Qué encontró en Manila que
le empujó a quedarse?
Creíamos
que iba a ser una misión fácil: llegar y ofrecer nuestra ayuda, que todo el
mundo aceptaría. Íbamos a cambiar vidas. Enseguida nos dimos cuenta de que no
era así. La gente necesitaba cosas materiales porque hay una miseria terrible.
Pero también tenía una necesidad acuciante de algo más profundo. Por eso me
quedé: dar ayuda material lo puede hacer gente que vaya para uno o dos años;
pero darles aquello de lo que tienen sed es una cuestión de toda la vida.
Entiendo lo que decía santa Teresa de Calcuta: servir a Dios fue mi primera
llamada; servirle en los pobres, la segunda.
¿Y qué era ese algo más
profundo que necesitaban los niños de la calle y de los suburbios?
Al
ver a los niños por la calle sin ropa y con pocas perspectivas de comer tres
veces al día pensaba que solo con ofrecerles techo, comida y ropa vendrían con
nosotros a la fundación. No era el caso. Los niños sobreviven en la calle, no
la van a dejar por comida. El momento en que quieren entrar en la fundación es
cuando se dan cuenta de lo que realmente falta en su vida: atención, cuidado,
amor… Las primeras semanas suelen ser muy inestables, porque están probándote.
Casi nunca han huido de su familia por un problema material, sino porque han
sido rechazados o han sufrido graves abusos. Por eso creen que no son dignos de
amar y ser amados. Nuestro primer objetivo es que se den cuenta de que, como
todos los niños, sí lo son.
Frente a las drogas y la
prostitución infantil
La Iglesia en Filipinas
critica con dureza la guerra contra la droga del presidente Duterte.
Usted ve ese mundo de cerca. ¿Les ha afectado?
Sí,
el ambiente se ha vuelto muy violento. Antes, en los suburbios había desórdenes
cada dos o tres meses, y ahora hay dos o tres a la semana. Para los niños de la
calle la violencia se está volviendo algo normal: matar a tu hermano ya no es
algo chocante, extremo, sino parte de la vida. Por otro lado, esta guerra no
funciona. En la fundación trabajamos con jóvenes de los que trapichean con
droga, y cuando les pregunto si no tienen miedo a que les maten por ello, me
dicen que al contrario: cuando traficas, dicen, te da un subidón de adrenalina.
Poner su vida en peligro hace que el subidón sea mayor. No los detiene. Espero
que las autoridades se den cuenta de que a largo plazo se está creando una
sociedad muy violenta, y de que a corto plazo no se arregla nada.
¿Cuál es entonces la
solución?
Antes,
ayudar a las familias a abordar este problema con los jóvenes y trabajar para
que estos puedan ganarse la vida. También hay que trabajar en el después. La
Iglesia está haciendo mucho para que los que están metidos en la droga salgan.
Pero ya sea antes o después, la vía es mostrar cariño a las personas atrapadas
en este mundo.
Otra amenaza para estos
niños es la prostitución infantil
Está
por todas partes, es increíble. Al 60 % de los grupos de niños de la calle con
los que trabajamos se les ha acercado gente ofreciéndoles dinero a cambio de
relaciones sexuales. Son sobre todo clientes filipinos, que saben dónde
encontrarlos. Es algo a lo que hay que hacer frente, y lo intentamos cada vez
que un niño está preparado.
Su
trabajo no es un catálogo de finales felices. Hay niños que se escapan, que
acaban en bandas o en la cárcel. ¿Cómo se enfrenta a que unos salgan adelante y
otros no?
La
primera regla es aceptar que cada niño es único. Antes de esta entrevista
hablaba con uno, tan herido por el maltrato físico que cada vez que tiene un
problema con otro chico pierde totalmente los estribos. Otra víctima de lo mismo
no reaccionará así, sino cerrándose en sí mismo. Tenemos que ajustar nuestra
respuesta a cada uno.
Pero, aun así…
Nosotros
somos instrumentos. Solo Dios puede hacer un milagro en lo más profundo de su
corazón. Si un niño viene a la fundación y solo se queda una semana antes de
volver a la calle, hay que aceptarlo. Dios encontrará la forma de hacerle ver
lo que le hemos manifestado en esos días, cuidándole y hablando con él: que es
digno de ser amado y de amar. Lo importante para la fundación no es el éxito de
lo que nosotros hacemos, sino el fruto de lo que Dios hace. Intentamos hacerlo
lo mejor posible, cometemos errores, a veces somos la persona adecuada en el
lugar adecuado… Dios utiliza todo esto para hacer milagros en el corazón de los
niños; milagros de los que he sido testigo y que pongo como ejemplo en los
libros. Se deben a Su trabajo, no al nuestro.
La alegría de Cristo en
los pobres
Con El
prodigioso misterio de la alegría pretende explorar por qué niños que han
vivido situaciones durísimas expresan una alegría tan auténtica. Habrá quienes
digan que se debe a que ahora sus necesidades están cubiertas.
Con
toda seguridad no es así. En Smokey Mountain [la Montaña Humeante, el
gigantesco vertedero de Manila donde muchas familias sobreviven rebuscando en
la basura las familias todavía están en situaciones terribles y experimentan el
mismo tipo de alegría. Hay una alegría real en tener seguridad material. Y es
legítimo buscarla, pero no es su grado más hermoso. La alegría real de nuestros
pobres está a otro nivel.
Insiste en que esta
alegría de los que sufren no es algo que admirar piadosamente, sino un deber para
todos. ¿Cómo vivir esa otra alegría?
Cuando
digo deber me refiero al deber de pasar de la alegría de tener bienes
materiales a un segundo nivel: ser nosotros los que demos a los demás; algo que
los pobres entienden muy bien y que, a su vez, nos da más alegría. Y también
debemos prepararnos para el tercer nivel de la alegría, que está unido al
sufrimiento, por si Dios quiere elevarnos a él.
Su fundación planta cara
al abandono, la pobreza, los abusos contra los niños. ¿Cómo es posible que diga
que estos sufrimientos están relacionados con la alegría más profunda?
Lo
están, a un nivel espiritual. En nuestro mundo, marcado por el pecado, hay una
alegría que solo se puede experimentar uniéndose de alguna forma a Dios, que se
hizo hombre y sufrió por nosotros. Los niños de la calle y los pobres están tan
unidos a Cristo en sus sufrimientos que comparten también la alegría de la que
Él es la fuente. No es que tengamos que buscar el sufrimiento. Ya está ahí, no
existe nadie que no sufra. Lo que tenemos que hacer, al tiempo que luchamos
contra la miseria, es acoger el sufrimiento no por lo que es, sino por el fruto
que Dios permite por él.
¿Ahí entra en juego
también el perdón?
Está
exactamente en el mismo nivel, y es la cima del amor. Jesús sufrió para el
perdón de los pecados. Cuando los niños sufren y son capaces de perdonar a
quienes son el origen de este sufrimiento, son exactamente Cristo en la cruz y
abren de par en par las puertas a la alegría. Están tan unidos a Cristo que el
perdón es la cumbre del amor que dan. No podemos ser más Cristo que
perdonando.
En sus anécdotas se ve
una relación especial, casi instintiva, de los niños con Jesús. ¿De dónde
viene?
Sí,
es muy natural, asombrosa. ¡Ojalá yo pudiera rezar como ellos! Veo varias
razones: tanto el pueblo filipino como los niños en general viven la intimidad
con Dios de esa forma natural. Otra razón es el tipo de unión que tienen con Él
por el sufrimiento.
La fundación nutre esa
relación con adoración al Santísimo semanal. ¿Qué significa para los chicos?
Cuando
les preguntamos si quieren ir a la adoración, todos dicen que sí, y tenemos que
dividirlos en grupos. Este momento es lo primero que establecí cuando llegué a
la fundación ya como sacerdote. Y cada vez me doy más cuenta de que si he hecho
una cosa buena, es esa. Si tuviera que elegir entre tener una casa más o
mantener la adoración, la mantendría. En el momento en que dejemos de tener
vida de oración, la fundación podrá tener éxito, pero no dará esos frutos que
solo vienen de Dios. Viendo a los niños rezando en la capilla, es imposible que
Dios les niegue nada. No puedo negárselo yo cuando me lo piden…
El
prodigioso misterio de la alegría se presenta este viernes a las 19:30
horas en la parroquia de San Jorge (c/ Padre Damián, 22) de Madrid.
María
Martínez López
Fuente:
Alfa y Omega