Misa por los cardenales y
obispos fallecidos este año
A
las 11:30 horas de ayer mañana, en el Altar de la Cátedra de la Basílica
Vaticana, el Santo Padre Francisco ha presidido la Santa Misa en sufragio de
los cardenales y obispos fallecidos este año.
Sigue el texto de la
homilía del Papa:
Homilía del Papa Francisco
La
celebración de hoy nos pone una vez más frente a la realidad de la muerte,
haciendo que también se reavive en nosotros el dolor por la separación de las
personas que han estado cerca de nosotros, y nos han ayudado; pero la liturgia
alimenta sobre todo nuestra esperanza por ellos y por nosotros mismos.
La
primera lectura expresa una firme esperanza en la resurrección de los justos:
«Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida
eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua» (12, 2). Los que duermen en
el polvo, es decir, en la tierra, son obviamente los muertos, y el despertar de
la muerte no es en sí mismo un retorno a la vida: algunos despertarán para la
vida eterna, otros para vergüenza eterna. La muerte hace definitiva la
«encrucijada» que ya está ante nosotros aquí, en este mundo: la senda de la
vida, es decir, con Dios, o la senda de la muerte, es decir, lejos de Él. Esos
«muchos» que resucitarán para la vida eterna son los «muchos» por los que
Cristo ha derramado su sangre. Son esa muchedumbre que, gracias a la bondad
misericordiosa de Dios, experimenta la realidad de la vida que no acaba, la
victoria completa sobre la muerte a través de la resurrección.
En
el Evangelio, Jesús fortalece nuestra esperanza, cuando dice: «Yo soy el pan
vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre» (Jn
6, 51). Estas palabras remiten al
sacrificio de Cristo en la cruz. Él aceptó la muerte para salvar a los hombres
que el Padre le había entregado y que estaban muertos en la esclavitud del
pecado. Jesús se hizo nuestro hermano y compartió nuestra condición hasta la
muerte; con su amor rompió el yugo de la muerte y nos abrió las puertas de la
vida. Con su cuerpo y su sangre nos alimenta y nos une a su amor fiel, que
lleva en sí la esperanza de la victoria definitiva del bien sobre el mal, sobre
el sufrimiento y sobre la muerte. En virtud de este vínculo divino de la
caridad de Cristo, sabemos que la comunión con los muertos no es simplemente un
deseo, una imaginación, sino que se vuelve real.
La
fe que profesamos en la resurrección nos lleva a ser hombres de esperanza y no
de desesperación, hombres de la vida y no de la muerte, porque nos consuela la
promesa de la vida eterna enraizada en la unión con Cristo resucitado.
Esta
esperanza, que la Palabra de Dios reaviva en nosotros, nos ayuda a tener una
actitud de confianza frente a la muerte: en efecto, Jesús nos ha mostrado que
esta no es la última palabra, sino que el amor misericordioso del Padre nos
transfigura y nos hace vivir en comunión eterna con Él. Una característica
fundamental del cristiano es el sentido de la espera palpitante del encuentro
final con Dios. Lo hemos reafirmado hace poco en el Salmo Responsable: «Mi alma
tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?»
(42, 3). Son palabras poéticas que expresan de manera conmovedora nuestra
espera vigilante y sedienta del amor, de la belleza, de la felicidad y de la sabiduría
de Dios.
Estas
palabras del Salmo se habían quedado grabadas en el alma de nuestros hermanos
cardenales y obispos que hoy recordamos: nos han dejado después de haber
servido a la Iglesia y al pueblo que se les confió con la mirada puesta en la
eternidad. Por tanto, damos gracias por su servicio generoso al Evangelio y a
la Iglesia, al mismo tiempo que nos parece oírles repetir con el Apóstol: «La
esperanza no defrauda» (Rm 5, 5). Sí, no defrauda. Dios es fiel y nuestra
esperanza en Él no es inútil. Invoquemos para ellos la intercesión materna de
María Santísima, para que participen en el banquete eterno, que con fe y amor
gustaron ya durante su peregrinación terrena.
©
Librería Editorial Vaticano
ROSA
DIE ALCOLEA
Fuente:
Zenit