A veces creo que si hago crecer mi amor propio será
expresión de un amor sano a mí mismo. Pero no es así
Sé que el amor al prójimo me exige amar
según la medida de mi amor propio.
Pero a veces no está tan claro si es mucho o poco. ¿Cuál debe ser la medida correcta
de mi amor propio? No hay recetas.
Pero está claro que con
frecuencia un sano amor a mí mismo es lo que más me cuesta. A veces soy duro e
inflexible con mis caídas. No tolero mis errores. Con rapidez destaco mis
faltas y me amargo sumergido en ellas. No veo un camino de mejora. Y eso que me
exijo cambios que no suceden y me frustro por ello.
Me lleno de amarguras al ver mis
errores repetidos una y otra vez. ¡Cómo puedo hacer para tener paz conmigo
mismo, para vivir en paz dentro de mi interior, contento de pasear por mi alma!
A veces creo que me amo bien
cuando me doy caprichos, cuando me consiento todo lo que quiero, cuando me dejo
llevar por la corriente sin ponerme metas ni exigencias. No me pongo propósitos
de mejora para no defraudarme. Me dejo llevar.
Sé
que es más cómodo. Pero no me estoy amando bien cuando me trato así. Me consiento demasiado. Como ese
padre que renuncia a su derecho a educar al hijo y le deja hacer lo que él
desee. Al final, como me pasa a mí, se vuelve blando. Yo me vuelvo blando.
A veces creo que si hago crecer
mi amor propio será expresión de un amor sano a mí mismo. Pero tampoco es tan
así. Cuando el amor propio guía mis pasos me puedo volver tozudo y exigente con
los demás. Me creo en posesión de la verdad. No acepto los fallos en los otros.
Quiero siempre tener la razón. Les pido a los demás lo mismo que me exijo a mí.
Mi amor propio no me deja ver la
viga en mi ojo, el error en mis actos. Se me olvida que soy débil: Más allá de todos nuestros esfuerzos y de la
acción del Espíritu Santo, seguiremos sujetos a la debilidad.
Estoy sujeto a la debilidad. Y
debo amar mis puntos frágiles. Es el camino para desarrollar un sano amor a mí
mismo. Sé que cuando me amo bien soy más libre y logro amar mejor.
Y cuando me amo mal necesariamente
amo también mal a mi prójimo. Cuando tengo un sentimiento sano de amor a mí
mismo, todo es más fácil. Es la meta de mi crecimiento interior. Llegar a
quererme sabiendo cómo soy, con defectos y debilidades. Conociendo mis lados
oscuros. Palpando mi barro.
Es verdad que tengo que exigirme
para crecer y no conformarme con lo que ahora soy. Es necesario para superar
mis límites. Pero no estoy dispuesto a agredirme a mí mismo. No quiero ser
cruel conmigo mismo cuando caigo.
Sé lo que quiero y me esfuerzo
en luchar por ello. Me amo bien, sin humillarme, sin sentirme mal conmigo
mismo. Feliz en mi cuerpo. Contento en mi alma. Me acepto con alegría tal como
soy en medio de mi soledad.
Muchas
personas no se quieren bien y por eso no saben querer bien a otros. Tal vez por
eso viven mendigando amor por todas partes. Se sienten inseguras y buscan sanar sus
heridas con amores rotos que reciben de cualquier lado. Vendas que no sanan.
Mendigan un amor para saciar su sed. Pero la sed es insaciable.
El amor maduro a uno mismo me
lleva a amar mejor a otros. Decía la sicóloga Carmen Serrat: Acéptate como eres, valórate y confía en ti
mismo. Sólo si te aceptas y te respetas serás capaz de pedir respeto a los
demás.
Cuando no me respeto a mí mismo
llego a aceptar que los demás tampoco me respeten. Si no me quiero bien,
aceptaré que otros no me quieran bien y me traten mal. Y veré el maltrato como
algo merecido, por mi debilidad. Me parecerá evidente.
El amor sano a mí mismo me hace
más consciente de mi valor y me hace más capaz de darme a los demás: Amar sólo se puede amar cuando quien ama es
dueño de sí mismo y entrega a alguien todo lo que es.
Cuando me poseo puedo darme de
verdad. Cuando soy dueño de mi vida, puedo darla sin miedo a ser herido. En esa
entrega, en esa donación, tengo que poseerme como paso previo. Y al darme me
hago más persona, más hombre, más libre.
Y sé que al amar más me hago más
humano: Cuanto más se olvida uno de sí
mismo al entregarse a una causa o a una persona amada más humano se vuelve y
más perfecciona sus capacidades.
Quiero volverme más humano. Más
consciente de mis límites. Más amante de mi vida. Sé también que solo no puedo
hacerlo. Necesito el amor de Dios en mí. La fuerza de su Espíritu me levanta.
Decía el P. Kentenich: Debo adquirir posesión de mí mismo, llegar a
estar en mis propias manos, llegar a ser señor de mí mismo. Sin la gracia sólo
podremos hacer realidad todas esas funciones en una medida mínima.
Para poseerme necesito el amor
de Dios en mí. El poder de su gracia. Sin María nada puedo. Sin su cuidado
maternal. Sin su educación firme y segura. Al quererme de forma incondicional
me ayuda a aceptarme y a amarme en mi debilidad.
En Ella se sostiene mi autoestima. Su amor me salva.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia