Aspiro a vivir la santidad del que
obedece la voluntad de Dios para su vida. Aunque sea permanecer oculto y firme
en la grieta del muro
A veces siento que me queda
grande hablar de santidad. Quizás porque me he acostumbrado a hablar de hombres santos que son
modelos por su forma de vivir, por la heroicidad con la que vivieron las
virtudes cristianas. Los he puesto en un pedestal y yo me siento demasiado
lejos de llevar una vida ejemplar.
Me gusta pensar
que la santidad no es para ser vista. Que más bien la santidad es la forma
habitual de ser cristiano. Su camino ordinario hasta el cielo. Como su traje de
diario.
El otro día leía: A
Dios le encanta que la santidad de sus amigos permanezca oculta y especialmente
para ellos mismos [1].
Santo anónimo no
es el que no es conocido en su vida de santidad. Sino más bien el que es santo
sin él saberlo. Y quizás sin que otros lo sepan. Quiero ser uno de esos. No
aspiro a que mi vida sea ejemplar. No aspiro a esa radicalidad de mi entrega en
la que no hay errores. Porque en mi vida sí que los hay. No soy ejemplo en lo
que hago. Y no me siento orgulloso de mis caídas. Pero caigo.
Vuelvo a pensar
que lo que Dios me pide es que sea un santo feliz. O quizás en la misma palabra
santidad está contenida una buena dosis de carcajadas. Porque no hay santo
triste. Me alegra imaginar a Dios feliz al verme feliz. Como el padre que
sonríe al ver reírse a su hijo. Es la alegría que uno siente al ver al otro
alegre.
En una ocasión el
P. Kentenich hablaba así del Santuario: María ha escogido esta tierra santa; en
el transcurso de los años, de los decenios y de los siglos, desde este lugar
surgirán, crecerán y trabajarán fecundamente hombres santos. Este es un lugar
santo porque desde aquí se impondrán santas tareas, tareas que santifican,
sobre débiles hombros [2].
Hay lugares que
santifican. Lugares en los que recibimos misiones que nos hacen santos. Es como
si Dios necesitara contar con débiles hombros para que su presencia fuera más
visible.
Entonces me queda
claro que ser santo no es ser fuerte, sino débil. Y al ser santo es posible que
los demás vean a Dios en mí, con un poder asombroso. Y yo sólo tengo que reír y
alegrarme con la vida. No necesito apretar los dientes.
A veces me duele
vivir exigido, contenido, forzado. Quiero vivir con más paz y con más luz.
El P. Kentenich
aclara: Lo
que nuestra época necesita son santos nuevos, grandes, convincentes, que
arrastren con su ejemplo; hombres nuevos, hombres íntegros, cristianos nuevos,
verdaderos, de vida interior, cristianos perfectos [3].
Pero no perfectos
en el sentido como entendemos nosotros la perfección. Hombres que se dejan
hacer por Dios. Porque la santidad no es fruto de mi esfuerzo. Es más bien una
gracia, un don, algo que recibo. Dios me santifica. Trabaja sobre mis débiles
hombros. Sobre mi barro enfermo.
Me rescata de mi
mediocridad y me levanta sobre la fría noche. Y de la fría roca sin forma saca
una figura sagrada. Los santos son esa luz que brilla en medio de la noche.
Yo quiero ser luz
para los que viven en tinieblas. Quiero ser luz que ilumine a los que no
encuentran un sentido a sus pasos.
Me gusta pensar
que tengo un camino original de santidad. No tengo que imitar a nadie. No
repito moldes. No copio caminos de otros. Decido que Dios me quiere suyo.
Quiere que sea de su propiedad. Eso es ser santo. Soy consagrado.
Me saca de mi
vulgaridad, de la medianía de mis ideales y me sienta en el camino de la
santidad. En sus brazos podré sonreír en medio de mis cruces y sufrimientos.
Y miraré a Jesús
caminando a mi lado, abrazándome por la espalda. Como ese buen amigo que cree
en mí más de lo que yo creo. Y confía en mi fidelidad cuando yo estoy
flaqueando. Y se alegra de la honestidad de mi mirada. Y de la pureza de mis
intenciones aun cuando mis actos no sean perfectos.
Creo en esa
santidad que no es jactanciosa ni se engríe. Esa santidad oculta, anónima,
escondida. Donde el que la lleva en su corazón no es consciente de su
existencia. Esa luz que no me pertenece a mí y brilla entre mis dedos sin que
apenas me dé yo cuenta.
Tal vez no es una
santidad de gestas heroicas. De esas que se cuentan como relatando una gran
epopeya. De héroes y personajes encumbrados. No persigo esa santidad de grandes
nombres y adjetivos.
Quiero esa otra
santidad pequeña, no por eso menos generosa. Esa santidad de la vida diaria,
oculta en medio de la rutina. Donde lo más extraordinario es lo que pasa
desapercibido a los ojos. Y donde no hay nada milagroso ni espectacular.
Aspiro a vivir la
santidad del que obedece la voluntad de Dios para su vida. Aunque sea
permanecer oculto y firme en la grieta del muro. Sujetando a los que están
luchando en el frente en los primeros lugares. Mientras yo me quedo atrás
sosteniendo con mi fe sus vidas. Haciendo de mi oración un acto sagrado.
Es la santidad de
los niños. Oculta tal vez para los adultos grandes. Santo en medio de las
circunstancias adversas que no me dejan respirar.
Comenta Viktor
Frankl: En
los campos de concentración, en aquel laboratorio vivo, en aquel banco de
pruebas, comprobamos y fuimos testigos de la actitud de nuestros camaradas:
mientras unos actuaron como cerdos otros se comportaron como santos. El hombre
goza de ambas potencialidades: de sus decisiones, y no tanto de las
condiciones, según cuál de las dos pone en juego [4].
En mi mano está
optar por el camino de la santidad o de la mediocridad. En mi mano las
decisiones que voy tomando en tiempos difíciles, de guerra, oscuros. Se abre la
puerta de mi corazón a la gracia cuando digo que sí con el alma alzada. Y Dios
me va asemejando cada vez más a Él. Y yo me dejo hacer en sus manos. Así,
simplemente.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente: Aleteia