Cuando
empecé a buscar a Dios lo primero que note fue mi gran debilidad espiritual y
lo poco que conocía mi fe
En esos días estaba soltero. Todas las
mañanas al despertar acudía a la cocina, cocía unos huevos, tostaba el pan,
sacaba la mantequilla, una deliciosa mermelada y preparaba un humeante café. Me
sentaba a alimentar mi cuerpo y llenarme de energía para empezar mi día.
Aquella
mañana de junio que salí en la búsqueda de Dios mi alma casi no podía
acompañarme. Estaba
tan debilitaba por la falta del alimento espiritual que apenas se movía. Nutria
mi cuerpo, pero no mi alma inmortal. ¡La tenía completamente descuidada!
¿Cómo
era esto posible? ¿Tantos años dejando mi alma desnutrida?
Comprendí en ese momento por qué
caía con tanta facilidad en las tentaciones. Estaba lleno de todo, menos de Dios.
En 15 días iba a cumplir 33
años. Esto debía cambiar. Acudí al sagrario innumerables veces para preguntar
al buen Jesús qué debía hacer. También busqué la sabiduría de nuestros
sacerdotes y me acerqué a ellos en busca de orientación espiritual.
Comprendí
que en ese momento lo que necesitaba era nutrir mi alma con la oración, los sacramentos y la
lectura de buenos libros que me ayudaran a crecer, empezando por la santa
Biblia y el Catecismo de la Iglesia Católica. Y eso hice.
Fue
la mejor decisión que he tomado en mi vida.
A lo largo de los años no he
perdido esta costumbre: “Pensar en mi alma”.
“Si pierdo la gracia, lo pierdo todo”, me
digo.
¿Caigo? A
menudo.
¿Qué
hago? Me
levanto lo antes posible, me arrepiento sinceramente y acudo al sacramento de
la reconciliación; haciendo propósitos de enmienda. Y pido al buen san José su
auxilio.
Luego…
a la Eucaristía.
Alguien
la definió como: “El cielo en la tierra”. ¡Qué momento! Todo cambia cuando
tienes conciencia de lo que allí ocurre ante tus ojos.
Después
de comulgar mi vida mejora notablemente.
Me siento más tranquilo,
serenos, feliz. Soy capaz de llevar a cabo aquellas tareas olvidadas. Y puedo
enfocarme en solucionar los problemas que me rodean, con mayor efectividad.
Resurge
en mí el anhelo de santidad. Ser santo para Dios. Tenerlo contento.
Rezo entonces la plegaria del
santo Abandono, ofreciéndole a Dios mi vida.
“Padre,
en tus manos me pongo, haz de mi lo que quieras.…
Por todo lo que hagas de mí, te doy gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal de que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más…”
Al salir de la Eucaristía tengo
presente este salmo:
“Se
asoma Dios desde el cielo, mira a los hijos de Adán, para ver si hay alguno que valga,
alguien que busque a Dios.” (Salmo 53, 3)
Quisiera ser uno de ellos, de
los que le dan alegrías…
Aunque
sea un pecador, aunque caiga mil veces, aunque lo defraude de muchas formas, me
arrepiento y humildemente le ofrezco mi amor. Esto le basta para mirarnos
complacido, misericordioso, con su mirada de Padre.
Claudio de Castro
Fuente: Aleteia