Tengo que esforzarme y ahondar un poco para ver lo
bello que está oculto. Abrir la puerta y entrar dentro
Hay una belleza que está en la
superficie. Una
belleza que todos ven y entra por los sentidos. Una belleza de piedras
preciosas, de brillos mágicos, de luces que deslumbran y suaves melodías. Una
belleza que enamora y eleva el corazón a las alturas, con una simple mirada. Un
paisaje que a la vista resulta asombroso.
Esa belleza
la perciben todos, yo la percibo. Me atrae con una fuerza mágica, casi
instintiva. Las cosas bellas en su exterior deleitan. La fealdad en el exterior
produce un rechazo profundo. Nos aleja de lo que aún no conocemos en un interior.
Hay otra
belleza oculta que permanece inaccesible a los ojos humanos. A veces no la veo,
cuando me aleja la fealdad de la superficie. A veces no la busco, cuando me
detengo en la aparente belleza externa y creo que eso me basta.
Dicen que los
árabes al construir la Alhambra construían con sobriedad el exterior de sus
muros y torres. No querían aparentar lujo. Gracias a eso parecía que no había
tampoco lujo ni belleza en el interior. Sin embargo, dentro se guardaba lo más
bello. Lo más suntuoso. El lujo más maravilloso.
Una casa por
fuera podía ser una casa humilde en apariencia. Pero al entrar percibías la
belleza en todo su esplendor. Todo el oro, todas las piedras preciosas, lo más
suntuoso. Así fue construida la Alhambra.
Creo que algo
parecido sucede con el alma y el cuerpo. Hay fachadas muy bellas hechas de piel
y luz. Cubiertas maravillosas que deslumbran. Todo parece revestido de oro.
Cubierto de joyas. El perfume me habla de una belleza no escondida.
En la
superficie se ha invertido todo el esfuerzo. Es cierto que puede que su
interior sea también bello. Pero a veces no es así y el interior es feo. Las
apariencias engañan. Es necesario dar un paso y hacer un esfuerzo para
descubrirlo. Es necesario profundizar en la vida. Sin quedarme en la apariencia.
Hay personas
que en apariencia no son tan bellas. Su fealdad exterior produce rechazo. No
destacan por su físico, ni por su forma de ser. Sin embargo en su interior hay
mucha belleza escondida. Hoy parece tener más éxito lo de fuera, lo que se ve. Pero
luego, lo que de verdad uno valora, es la belleza interior. La que no se
deteriora con el paso del tiempo. La bondad y la belleza que permanecen para
siempre.
Hay personas
a su vez que son bellas por dentro y por fuera. Reconozco que si tengo que elegir,
prefiero la belleza interior. La que pasa desapercibida a los ojos ignorantes.
La que no descubren los necios. Me gusta esa belleza que no veo con el primer
golpe de vista.
Tengo que
esforzarme y ahondar un poco para ver lo bello que está oculto. Abrir la puerta
y entrar dentro. Las apariencias engañan, embelesan, apasionan. Pero es la
belleza escondida en lo profundo del corazón lo que permanece en el tiempo.
Quiero ser
bello por dentro. Aunque por fuera no lo sea tanto. Para eso debo guardarme
más, proteger más mi intimidad, cultivarla, enriquecerla. Quiero reservarla
para Dios, para aquellos que me quieran por lo que soy, no por lo que parezco.
Pero
reconozco que a veces me desparramo por el mundo que quiere saber qué hago, qué
pienso, qué digo, qué deseo. Expongo mi interior. Me desnudo sin pudor alguno.
Quiero guardar mi belleza y cuidarla para Dios. Quiero crecer en belleza
interior. Y quiero aprender a ver a Dios en la belleza que me rodea.
En una obra
de la pintora Cristina Rueda titulada «El imperio de los santos», vinculada
a una serie llamada, «Belleza de toda belleza»,
comenta la autora: «En ella se pretende rescatar el antiguo
valor de la belleza suprema, la verdad entera. Vivimos tiempos convulsos,
paganos, hedonistas y agónicos, donde todo vale, y nada importa. Los valores
eternos han caído en desuso, y así nos va, andamos a tientas no se sabe muy
bien hacia dónde, ni hasta cuándo. Cuando se pierde la fe en Dios,
curiosamente, también se pierde en uno mismo. ¿Es posible vivir en plenitud, saborear
la esperanza y descubrir que más allá de nuestros límites, hay un mundo que
clama por nuestro bien, por mantenernos a salvo?».
La belleza de
Dios se refleja en el hombre, en el mundo. La belleza de su amor se vuelve
pálido reflejo en el amor humano que entrego y recibo. En la belleza honda que
ven mis ojos percibo la belleza de un Dios que me ama con locura.
Quiero
aprender a apreciar la belleza que miro, para poder ver a Dios con más
facilidad. No quiero convertirme en un buscador de cosas feas. Sino en un
enamorado de lo bello.
Busco con los
ojos del alma la belleza escondida, oculta en los pliegues humanos. Esa belleza
eterna que yo mismo poseo y busco por todas partes. Quiero aprender a
asombrarme con la belleza que me deslumbra.
Comenta
Manuel Bartolomé Cossío algo muy importante en la educación: «El
mundo entero debe ser desde el primer momento materia de aprendizaje para el
niño, como lo sigue siendo, más tarde, para el hombre. Hacer del niño en vez de
un almacén, un campo cultivable. Y de cada cosa una semilla y un instrumento
para su cultivo. Evitar que el hombre pueda dolerse del tiempo que ha perdido.
Teniendo delante las cosas sin verlas. Es el ideal que aspira a cumplir,
mediante el arte de saber ver, la pedagogía moderna».
Tengo que
aprender a ver la realidad. Quiero apreciar a los demás en su belleza, aunque
aparentemente sea su fealdad lo que más resalta. Quiero profundizar en mis
vínculos. Ir más allá de mis prejuicios. No quedarme en la superficie de las
cosas. Ser capaz de ver a Dios actuando en todo lo que me rodea.
Me resulta
difícil vivir en la hondura. Pero es allí donde crezco y me hago más de Dios.
Donde puedo cuidar mi jardín interior. Es en esa hondura donde descubro la
belleza de Dios reflejada en mi propia alma.
Necesito
cultivar el arte de saber ver a Dios en todo. Voy más allá de la superficie de
las cosas. Me niego a conformarme con una belleza pasajera y caduca. Busco
en todo la belleza oculta de Dios.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia