Cumplir
los mandamientos es necesario, pero no basta. Aquel que nos ha dado todo, nos
pide todo
Piensan que incluso aunque se acepte que, aparte de los que figuran en el santoral, hay tantos o más cristianos que podrían haber alcanzado ese “reconocimiento público” de haberse conocido sus vidas, siguen siendo una porción escasísima del total.
Una gran parte de aquellos que piensan así
tienen una actitud parecida a la del joven rico con el que se encontró Jesús:
Cuando salía Jesús al camino, se le acercó
uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré
para heredar la vida eterna?». Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas
bueno? No hay nadie bueno más que Dios.
Ya sabes los mandamientos: no matarás, no
cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra
a tu padre y a tu madre».
Él replicó: «Maestro, todo eso lo he
cumplido desde mi juventud».
Mc 10, 18-20
He ahí el típico ejemplo de “buen”
creyente, de “buena” persona. No mata, no roba, no adultera, no se pasa la
vida acusando al prójimo de mentiras, quiere a su familia, especialmente a
quienes le dieron la vida,etc. Ciertamente hoy vivimos en una época en que al
menos la cuestión del adulterio no parece ser tan “importante". En
relación al matrimonio, aquello de que el amor “todo lo excusa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta” y “nunca deja de ser” (1ª Cor 13, 7-8) parece
enterrado bajo la idea de que el amor dura hasta que dura, y cuando acaba te
puedes buscar otro.
Pero aun concediendo que se es también
fiel en el amor conyugal, el considerarse a uno mismo lo suficientemente
bueno para heredar la vida eterna se va a encontrar de bruces con las
palabras de Cristo:
Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le
dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así
tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme».
A estas palabras, él frunció el ceño y se
marchó triste porque era muy rico.
Mc 10, 21-22
Jesús lo amó. Tengamos bien presente ese
hecho. Ante el joven que buscaba ser salvo y había llevado una vida que
encajaba dentro de los parámetros por los que se le podía considerar una “buena
persona", el Señor no reacciona manifestando cierto desdén sino amor. Y
tanto le amó, que le dio la clave para salvarse: “Deja todo y
sígueme".
El joven, el mismo que cumplía los
mandamientos, el mismo que había sido un buen hijo, un buen ciudadano y un buen
creyente, tenía algo que estaba por encima de su amor a Dios. En su caso
eran las riquezas materiales. Entonces Cristo dio una de las enseñanzas claves
del evangelio:
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus
discípulos: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen
riquezas!».
Los discípulos quedaron sorprendidos de
estas palabras. Pero Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino
de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a
un rico entrar en el reino de Dios».
Ellos se espantaron y comentaban:
«Entonces, ¿quién puede salvarse?».
Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es
imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo».
Mc 10,23-27
Imaginemos a los apóstoles contemplando la
escena. Ven que ese chaval era muy buena gente, que cumplía los mandamientos.
Esperaban seguramente que Cristo le dijera: “querido, si haces eso, ya te has
salvado". Pero no, se encuentran con que el Señor quiere más, mucho más,
que un simple cumplimiento de sus preceptos. Quiere ni más ni menos que le
entregue todo su ser, que no haya un resquicio que se guarde para sí. No es
que cumplir los mandamientos no sea necesario. Simplemente, no basta. Y
como no basta, los discípulos hacen exactamente la misma pregunta que el rico,
¿"quien puede salvarse?", pero creyendo que la respuesta es
prácticamente nadie. Y Jesús les dice que ciertamente es imposible para un
hombre salvarse, pero Dios puede hacerlo.
Efectivamente, solo Dios puede poner en
el alma aquel verdadero amor por El que nos conduce a la salvación. Un amor
que está por encima de cualquiera de nuestros deseos. Un amor que esta incluso
por encima de nuestro amor a nuestros seres queridos, sean padres, cónyuges,
hijos, hermanos, amigos.
Aquel que nos ha dado todo, nos pide todo.
Y nos pide todo porque nos concede darle todo. Aquel que,
siendo Dios, sometió su voluntad a la del Padre, llegando a entregar su vida en
la Cruz, pide que sometamos nuestra voluntad a Él, de forma que pueda
presentarnos ante el Padre como verdaderos hijos suyos. Y como sabe que para
nosotros tal cosa es literalmente imposible sin ayuda, nos concede el
incomparable don del Espíritu Santo, que es quien nos transforma y nos capacita
para entregarnos por completo a Dios.
Todos, y quien diga lo contrario miente, tenemos
algo en nuestras vidas que todavía no hemos entregado a Cristo. Pueden ser
las riquezas materiales, puede ser cualquier apego desordenado, puede ser lo
que sea. Escuchamos a Cristo diciéndonos “deja eso y sígueme", y fruncimos
el ceño. “No, Señor, eso, si no te importa, me lo quedo", replicamos. Pero
lo que Dios quiere de nosotros no es aquello que ya nos ha concedido darle,
sino precisamente esa parte que todavía no hemos sometido a su soberanía
divina. Y he aquí la buena noticia: Dios hará todo lo que está en su
mano para que se lo demos. Su gracia cubre nuestros pecados mientras dura
ese proceso.
De lo contrario, estaríamos condenados sin remedio. Pero esa misma gracia obra en nuestras almas un doble proceso: primero, querer entregarle lo que hemos reservado para nosotros. Segundo, entregárselo. Si movidos de la gracia aceptamos que Dios ponga en nosotros el deseo de poner a sus pies todo nuestro ser, indefectiblemente creceremos en santidad. No seremos simplemente “buenas personas". Seremos santos, que es a lo que hemos sido llamados y para lo que hemos sido salvados.
De lo contrario, estaríamos condenados sin remedio. Pero esa misma gracia obra en nuestras almas un doble proceso: primero, querer entregarle lo que hemos reservado para nosotros. Segundo, entregárselo. Si movidos de la gracia aceptamos que Dios ponga en nosotros el deseo de poner a sus pies todo nuestro ser, indefectiblemente creceremos en santidad. No seremos simplemente “buenas personas". Seremos santos, que es a lo que hemos sido llamados y para lo que hemos sido salvados.
No nos asustemos si vemos que son
“demasiadas” las cosas que no hemos entregado a Dios. Simplemente, quedémonos
al lado de Cristo. No huyamos de su abrazo amoroso como hizo el joven rico.
Permanezcamos por gracia con el Señor en la oración, en la Eucaristía,
donde Él se dona para que entremos en plena comunión con su divina persona.
Dejemos que perdone nuestros pecados. Imploremos al Espíritu Santo que obre la
santificación en nuestras vidas. Pidamos la intercesión de su Madre para que
podamos decir sí a sus palabras en las bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga”
(Jn 2, 5). Eso, y no otra cosa, es ser cristiano.
Por: Luis Fernando Pérez Bustamante