Cómo pasar del sentido de culpa a la sanación
Se ha dicho y
escrito mucho sobre la culpa y el sentimiento de culpa. Se llega a oír incluso
que la fomenta la Iglesia con “eso del pecado”. Pero en realidad, lo que causa
la conciencia de culpa es… la culpa. Algo se ha hecho mal, se ha causado un
daño. Si no fuera así, entraríamos en lo patológico, y la ayuda que haría falta
sería clínica.
El sentido de
culpa no es en sí algo malo. Es un recordatorio de que es necesario sanar una
herida, arreglar el daño causado. ¿A quién?
Sobre este
particular viene bien recordar un modo bastante común de enseñar a los
niños a hacer examen de conciencia previo a la recepción del sacramento de la
penitencia. Consiste en hacerse tres preguntas: si tengo algún
pecado contra Dios, contra los demás y contra uno mismo.
Con respecto a
Dios, la única posibilidad que hay es pedirle perdón, y sabemos que siempre perdona al pecador arrepentido. No hay más, porque
no podemos hacer más, y porque propiamente a Dios no se le puede dañar -¡sólo
faltaría!-; lo que en realidad se daña con el pecado es su imagen en nosotros;
o sea, al pecador mismo.
En lo que toca
a uno mismo, se hace necesario el esfuerzo por recuperar lo que podríamos
llamar la virtud perdida. A veces –dependiendo de en qué se
haya caído- esta remontada puede ser laboriosa y más lenta de lo que nos
gustaría, pero se puede conseguir, sobre todo si se acude a la ayuda
divina y, cuando haga falta, de otras personas. Ciertamente hay que
hacer frente a cualquier posible desesperanza, a pensar que “lo mío no tiene
arreglo”, porque, con paciencia y perseverancia, sí lo tiene. De
todas formas, el peligro, cuando el daño causado no va más allá de uno mismo,
suele ser más el desaliento y la desesperanza que
un sentido de culpa insoportable.
Lo más difícil
es lo que se refiere a los demás. Hay cosas
que se pueden reparar. Por ejemplo, si se roba algo, se puede devolver lo
robado o su valor, con lo que se devuelve la tranquilidad a la conciencia
propia. Pero otras veces el daño es irreparable.
Es, por
ejemplo, el caso del homicidio: la vida quitada no se puede
devolver. Uno tiende a imaginar, cuando se menciona, en un terrorista o un atracador
arrepentidos, pero en la realidad el caso más frecuente es el del aborto provocado.
Y el más trágico, pues quien ha quitado la vida es la propia madre. Cómo
hubiera sido ese hijo al que no se le dejó nacer es un pensamiento que
atormenta a muchas mujeres.
Sea lo que sea,
resulta tentador acudir a quien asegura eliminar ese sentido de culpa por medio
de técnicas psicológicas o de lo que podríamos llamar armonización
interior. Pero las heridas no se curan con sedantes. Todos
esos recursos pueden ser momentáneamente eficaces, haciendo olvidar la herida
del alma y lo que la causó. Pero a la larga no funciona, porque no son una
sanación, que es lo que hace falta.
Y, ciertamente,
estaríamos en un callejón sin salida si no vemos más allá de esta vida, sin perspectiva
de eternidad. Con ella, cambian las cosas. Pongamos un ejemplo sacado
del Evangelio, el del llamado “buen ladrón” (capítulo 23 de San Lucas). Antes
de implorar misericordia al Señor, había reconocido que él –con su compañero-
estaban sufriendo un justo castigo, y se trataba nada menos que del suplicio de
la crucifixión, que iba a acabar con sus vidas.
Para decir una
cosa así, resulta evidente que no le faltaban ni sentido de culpa ni deseo de
redención, y esto en una situación humanamente sin otra salida que la muerte.
Y, sin embargo, ante su súplica encontró esa redención buscada: En
verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.
Esa contrición
final sanó la herida, suprimió toda desesperanza y abrió las puertas del cielo. El Evangelio no lo recoge explícitamente, pero hay pocas dudas de que
ese hombre murió feliz, a pesar de morir crucificado.
Sí, el
perdón de Dios cura las heridas del alma. Pero, ¿y el daño causado? Aquí
entra en juego la providencia divina, que es capaz de reconducir los
males que causamos en bienes finales.
Sucedió así con
los Santos Inocentes, los niños pequeños asesinados por Herodes, que la Iglesia
venera como santos: lo que fue una pérdida irreparable en este mundo abrió para
ellos la puerta del cielo en el otro, que es el definitivo.
Si trasladamos
esto a la mujer que no ha dejado nacer a su hijo, al perdón de Dios –que recibe
con el sacramento-, añadiremos una consideración: si Dios ha cuidado de la
madre, que era la culpable, es más que seguro que no ha dejado desamparado al
niño, que es completamente inocente.
Y algo parecido
podemos pensar en otros casos, aunque no conozcamos bien los caminos divinos, las
maneras en que la providencia divina se sirve de los males temporales para
acabar consiguiendo bienes eternos.
Fuente:
Aleteia