Miro mi desorden, miro mi camino, y sonrío
A veces tengo claro lo que tengo que hacer
y me pongo manos a la obra. Actúo, decido, pienso. Y soy coherente con lo que
emprendo. Mis pensamientos y mis acciones parecen ir al unísono por un tiempo.
Hay armonía.
Pero no dura
demasiado. Súbitamente surge algo que me distrae. Me aleja de lo importante. O de lo que yo creo que es lo más
importante.
Y me
encuentro pensando en cosas diferentes a las que de verdad deseo. Me veo
navegando por mares que no he soñado. O alcanzando cimas jamás pensadas.
Puede ser mi apego
a mis riquezas lo que me hace débil. Esas riquezas del mundo que tientan mi
alma. Son los síntomas que me muestran que no estoy en paz
conmigo mismo o con la vida que Dios me regala.
¿Cuáles son
mis riquezas? ¿Qué me entristece y tienta en este mundo que llama a la puerta
de mi corazón?
Voy con
prisas. Surgen los miedos. No soy tan libre como deseo y me pesan las cadenas. Estoy
atado a mi vida.
Me da miedo
no ser fiel a lo emprendido. O dejar de soñar con lo más grande para mi vida. O
pensar que ya está bien de malgastar mis días sirviendo sin que nadie lo
valore. Y tiemblo.
La vida es
muy corta. O puede que demasiado larga. Según se mire. Y quiero poseer todo lo
que me tienta. El cielo y la tierra. La eternidad y el presente. El amor y el
poder. La juventud y todos los sueños. Me veo desordenado por dentro. Lleno de
deseos.
El otro día
leía: “El
hombre es un ser relacional. Si se trastoca la primera y fundamental
relación del hombre – la relación con Dios – entonces ya no queda nada más que
pueda estar verdaderamente en orden. De esta prioridad se trata en el mensaje
y el obrar de Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre
sobre el núcleo de su mal y hacerle comprender: Si
no eres curado en esto, no obstante todas las cosas buenas que puedas
encontrar, no estarás verdaderamente curado”[1].
Miro mi mal.
Mi pecado. Mi tentación más grande. Me detengo en mi orgullo y en mi vanidad. Me veo
tan lejos de Dios.
Me consume
por dentro el deseo de vencer siempre. De salirme siempre con la mía. De
conseguir todo lo que quiero. Sin tener en cuenta a quién dejo derrotado en el
camino.
La obsesión
por controlar las horas. La pasión por ser admirado y querido por todos y
siempre. El desorden de mi corazón herido que busca afecto.
No he
aprendido a perdonar del todo las heridas de antaño. Y me
alejo lentamente del Dios de mi vida al que juzgo y condeno.
Él, que camina conmigo y me hace ver una y otra vez que si me distraigo y alejo
de Él todo empieza a dejar de tener sentido.
Vuelvo hoy la
mirada a ese Dios impotente ante mi miseria.
Me dice el
padre José Kentenich: ¿Cómo nos ayuda Dios a resistir las
tentaciones? No podemos hacerles frente nosotros solos. Es Dios quien nos dará
las fuerzas necesarias. Nos convenceremos de ello en la medida en que nos
convenzamos del desorden de nuestra naturaleza y de los efectos del pecado
original”[2].
Las
tentaciones de un mundo en estampida, que corre por los caminos de la vida sin
un sentido claro… y me tienta. Y yo me adhiero a las propagandas que me invitan
a guardar mi vida, a enriquecer mi vida. A soñar con lo que no poseo.
En una
película le preguntaban al protagonista: “¿Y eres feliz? ¿Qué te falta, qué deseas
que aún no posees, para ser feliz?”.
Me despierto
con esta misma pregunta prendida en la piel. ¿Soy feliz? ¿Qué me falta? Miro mi
desorden. Miro mi camino. Y sonrío.
¿Qué más
deseo? En realidad lo tengo todo para ser pleno. Si
me miro bien sólo puedo dar gracias a Dios por lo vivido.
El
protagonista respondió: “Paz. Sólo quiero paz”.
Tal vez me
falta esa paz para ser feliz. Para vivir sin prisas, sin stress.
No me importan
tanto las distracciones. Son parte del camino. Y Dios me
habla en ellas. Me susurra. Porque al caminar veo lo que me rodea y me
distraigo.
Y en esas
voces del camino me encuentro con Dios hablando. Y me dice tantas cosas. Me
recuerda mi misión última. La de dar la vida.
Y me dice que
mire dentro de mi corazón. Que no me equivoque buscando fuera.
Que ahí me habla aunque a veces me tiente lo que no me da paz. Y me cueste
entender sus silencios.
¿Por qué me obsesiono con poseer lo que al
final tal vez no me haga tan feliz? Ese puesto de trabajo soñado, esa persona con la que
compartir la vida para siempre, ese hijo que no llega, esa casa que deseo, ese
coche, ese viaje, ese proyecto, esa tranquilidad económica, ese perdón que no
logro, esa respuesta a mi pregunta que no escucho, esa persona que no regresa y
me perdona…
Hay tantas
cosas todavía por arreglar… Tantos sueños que no se hacen realidad en mi
camino…
Me da miedo
no ser feliz deseando lo que no me hace feliz. Y no quiero desaprovechar el presente que
Dios me regala para encontrar sentido a todo lo que hago.
Hoy miro mi
corazón. Me desnudo ante Dios que se acerca a mi vida. Despacio. Y pongo en sus
manos mis sueños y mis miedos. Lo que no me hace feliz, lo que me alegra. Voy
de su mano. Que Él venga a mí es lo único que me salva allí donde me
encuentro.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia