¿Has pensado alguna vez que tu vida con sus
dificultades es la más dura? Conoce la fuerza que mueve siempre tus pasos
Quiero aprender a vivir en positivo. En
color y no en blanco y negro. Apreciando los grises y descubriendo lo bueno que
la vida me regala. Escribía Oscar Wilde: “Todos vivimos en el fango, pero
algunos miramos las estrellas”. No siento que viva en el
fango. Pero corro el peligro de dejar de mirar las estrellas.
Me fijo sólo
en el negro o en el blanco. Lo perfecto o lo que está mal. Y no veo las
sutilezas, los matices. No acabo de comprender que en mi
corazón habita el mal con el bien, la cizaña con el trigo. No
todo está mal. No todo está bien. No en todo soy maduro. Ni en todo inmaduro.
No todo en mí es pecado, ni todo virtud.
Esa mirada
positiva sobre la vida me ayuda. Acepto la realidad con
sus grises. Pero siempre acogiendo la luz de Dios. Por eso quiero aprender a mirar
más las estrellas. Me gusta hacerlo, es verdad. Me gusta
mirar el cielo lleno de luz en medio de la noche.
Y pensar que mi
vida, en comparación con el firmamento, es tan pequeña, tan insignificante. Y
tan valiosa al mismo tiempo. Y pienso entonces en el valor
infinito de toda mi entrega invisible.
Y veo que si
miro las estrellas ayudo a muchos a mirar más lejos, más alto, más dentro. Me
gustaría ser profeta del amor en medio de los hombres que viven en
tinieblas. O han perdido el rumbo. O están tan heridos que ya
no ven la luz en medio de la noche.
Jesús era
profeta. Los santos son profetas. Todo el que recibe una palabra de Dios para
entregar a los suyos es profeta. Yo soy profeta. El profeta denuncia y alerta. El
profeta mira más allá del problema del momento. Tiene una mirada con más
altura. Mira las estrellas. Y hace con su fuerza que muchos levanten la mirada
de sus problemas.
Tengo la
tentación de pensar que mi vida con sus dificultades es
la más dura. Y veo que lo que a mí me pasa no le pasa a nadie.
Como si la mala suerte o algún destino fatal me hubiera caído a mí por
desgracia. Y cuando caigo en mi debilidad, encuentro que el fango de mis pasos
es el más negro. Y no confío en que todo pueda ir mejor.
Me gustaría
tener una mirada de profeta. Tener palabras de profeta que levanten
el espíritu cuando esté muy bajo. Quiero
tener palabras para los que necesitan soñar. Y tener silencios para los que
buscan descansar. Quiero ser paciente con el inquieto. Y animar
con pasión al que duerme la vida.
Pretendo
alimentar la esperanza que tengo entre mis manos. Y le
pido a Dios que no deje de sembrar palabras dentro de mi alma. Deseo,
sí, abrazar un amor más grande que no merezco.
Y sé que el
deseo es la fuerza que mueve siempre mis pasos. Me levanta cada
mañana. Y me hace sonreír en medio de los truenos. Aunque haya caído una vez
más. He perdido la cuenta. O me haya dolido de nuevo la herida de siempre. Y no
vea la utilidad de tantas cosas que hago. En eso momentos vuelvo a mirar el
cielo, miro las estrellas.
Y sé que mi
vida hoy es antesala del paraíso. Como me recuerda el padre José Kentenich: “La
inquietud de nuestro corazón y todos los sueños de nuestra vida son, por último, sueños
del paraíso. El hoy y el mañana han de ser considerados
sólo como transiciones”.
Me gusta
pensar que estoy de paso por esta tierra que piso. Es tan fugaz el éxito que
sueño… Es tan pasajero el fracaso que temo… Lo que me quita hoy la paz mañana
es parte de mi olvido.
Anhelo ser
ese profeta que anuncia un mundo nuevo. O simplemente muestra las huellas de
Jesús sobre la arena y las estrellas. Él es el camino, la verdad y la vida. Y todo
lo demás importa poco. Aunque a mí me importe tanto todo lo
humano.
Pero sé
también que Dios puede utilizar todo lo mío para dar vida. Y no son
precisamente mis talentos y dones lo que más le sirven. Porque en ellos se
oculta su poder y no se ve la gracia. Y ven más mi gloria. Mientras que en mis
heridas y fracasos es su Espíritu el que ilumina todo. Eso me
alegra. Esa luz me muestra un camino nuevo. Desde mis llagas abiertas.
Tantas veces
no comprendo cómo hará Dios que mi vida sea fecunda. No lo comprendo. No sé
bien cómo ser más fecundo. Porque me empeño en dejar mi huella. No la de Jesús.
Sólo la mía.
En la JMJ de
Cracovia les decía el papa Francisco a los jóvenes: Hoy Jesús, que es el camino, te llama a ti,
a ti y a ti, a dejar tu huella en la historia”.
Mi corazón
joven quiere dejar huella. Mi nombre grabado para el recuerdo. Quiero dejar una
huella clara que muchos identifiquen. Vanidad, todo es vanidad. Quiero dejar mi
nombre escrito junto al de Jesús. Eso me basta.
Hoy me siento
llamado a ser profeta. Me gustaría denunciar la falta de amor en este mundo. De
paz, de interioridad, de solidaridad, de silencio. De verdad y de humildad. Me
gustaría denunciar que hay tantos vínculos rotos. Y tantos hombres incapaces de
tender puentes.
Quiero
denunciar que no hay constructores de paz. Que no hay silencio suficiente para
que mi corazón escuche a Dios. Quiero denunciar que son muchos los que acusan.
Y pocos los que construyen. Me gustaría denunciar que hay tantas injusticias
que nadie repara. Y que el mal en el mundo comienza en mi propio
corazón.
Quiero
anunciar que Jesús trae un mundo nuevo. Cuando digo que sí y acepto que mi vida
sólo vale cuando sirvo. Cuando me entrego. Cuando amo. Y si no sirvo bien, mi
vida deja de servir.
Me gustaría
anunciar un mundo nuevo que comienza cuando pierdo el miedo a lo que viene. Y
dejo de asegurarme un futuro que no me pertenece. Y dejo de almacenar
reteniendo la vida, por miedo a perderlo todo.
Quiero
anunciar un mundo nuevo que nace de mi sonrisa que calma las ansias. Y de la
ternura de mis manos y palabras. Me gustaría proponer un cambio de perspectiva.
Tomando distancia de mis miedos y agobios. Y dejándolo todo en las manos de un
Dios que me quiere con locura.
Eso es lo que
anuncia hoy mi voz. Y proclaman mis palabras. Quiero empezar de nuevo abriendo brecha en
el mundo que necesita, porque tiene sed, el agua que viene de las estrellas.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia