Ancianos sin hogar y
valoración de la familia, una contradicción sólo aparente
Que
la familia, año tras año, obtenga de forma permanente las posiciones más altas
en las encuestas sobre valoración social de nuestras instituciones no es algo
que sorprenda. Lo sorprendente sería lo contrario.
Sobre todo ahora, cuando tan decisiva resulta en la protección social de buena parte de la población acosada por la pérdida de empleo, por la insuficiencia de sus recursos económicos o por la dificultad con que ordinariamente se impone la conciliación de la vida laboral con el cuidado de los hijos.
Sobre todo ahora, cuando tan decisiva resulta en la protección social de buena parte de la población acosada por la pérdida de empleo, por la insuficiencia de sus recursos económicos o por la dificultad con que ordinariamente se impone la conciliación de la vida laboral con el cuidado de los hijos.
En
circunstancias como éstas no extraña que individuos, asociaciones y poderes
públicos coincidan en la alta valoración de su función social, como estructura
básica para el sostenimiento de la vida personal en todas sus dimensiones,
cognitivas, afectivas, materiales, etc. (al respecto vale la pena atender a los
datos que se acaban de hacer públicos a partir de un estudio del Instituto de
Política Familiar: “La mayoría de los españoles se aferra a la familia ante el paro
y la crisis”).
En
la encuesta sobre “La familia, recurso de la sociedad” que, con el patrocinio
del Consejo Pontificio para la Familia y la Conferencia Episcopal Española, se
presentó en el encuentro internacional de expertos sobre la familia celebrado
en Roma los días 16 y 17 de marzo de 2012, la valoración media obtenida por la
familia -de un 8,4 sobre un máximo de 10- resultó como era de esperar muy
superior a la que merecieron otras instituciones, algunas de las cuales no son
ni mucho menos poco importantes a la hora de encauzar una vida realmente con
sentido.
Casi
el 80% de los encuestados se inclinó por asignarle un valor de entre el 8,2 y
el 10, opción ésta elegida, además, por un 40,9% de entre ellos.
Sólo
la escuela y la universidad recibieron una estimación muy semejante, de una
media total de 8,1. La distancia, sin embargo, con relación a otras opciones,
resultó mucho mayor. Fuerzas de seguridad, empresas, medios de comunicación,
administraciones públicas, jueces, religión, políticos… tuvieron que
contentarse, y en este mismo orden, con una nota media que no superaba el 6,6
para las primeras (fuerzas del orden) y un 3,8 para los últimos (políticos).
¿Sólo afectividad?
Poco
importa ahora entrar en el detalle de la encuesta, con resultados muy
equiparables a los que suelen suministrarnos otras similares de iniciativa pública
o privada. Lo interesante es reparar en que al mismo tiempo que se produce
esa considerable estimación subjetiva de la familia, socialmente algunas de sus
funciones tienden a quedar en entredicho. No porque se discutan en un plano
simplemente teórico –por fortuna no es ahí donde las instituciones demuestran
su vigencia–, sino porque parece que, en realidad, la propia familia ha
hecho en cierta parte dejación de ellas.
La
misma encuesta arroja un dato bastante revelador a este respecto: mientras el
80%, como decíamos, de los entrevistados asignaba un valor a la familia que
rozaba el máximo, sólo el 59% la declaraba una institución socialmente
importante. Más bien se trataría, el suyo, de un valor privado,
fundamentalmente afectivo, de carácter personal. Una institución bien
valorada, sí, pero sin repercusión social.
Uno
de los indicadores que permiten calibrar esa repercusión social es su capacidad
para articular el tiempo: en qué medida integra eficazmente a las
generaciones. En circunstancias como las actuales, padres y abuelos constituyen
un recurso básico –a veces único– para el desarrollo de la vida personal y
profesional de los hijos, a quienes además de servir de respaldo económico y
cuidado de los más pequeños, incluso ofrecen un hogar al que poder regresar
cuando el trabajo falla o el matrimonio –como tantas veces sucede– se divide.
Bien,
pero ¿a la inversa? ¿Responden a esa relación con el pasado expectativas
ciertas sobre el futuro? Dicho de otro modo, ¿es la seguridad de los hijos que
recurren a los padres equivalente a la que estos pueden depositar en ellos?
Parece
que no; o al menos no del todo. El último Censo de Población y
Viviendas del Instituto Nacional de Estadística (INE) registra –creo
que muy sintomáticamente– un aumento considerable en los últimos diez años
del número de personas residentes en establecimientos colectivos, que para el
caso de ancianos de entre 60 y 100 años o más, representa un 60,9% del total,
alcanzando a fecha de 2011 a 270.286 personas. Si a ese número añadimos el casi 20%
de ancianos que, por libre decisión o simple necesidad, viven actualmente solos entre
nosotros, la magnitud de población de la tercera de edad que en nuestros días
pasa el último periodo de sus vidas en la periferia de sus núcleos
familiares, resulta en muy buena medida desconcertante. Sobre todo después de
aquellas otras lecturas sobre la alta estimación de la familia como enclave de
unión intergeneracional y el recurso a las familias de origen como medio de
satisfacción básico de ciertas necesidades.
Perpectivas de futuro
Las
previsiones a medio y largo plazo apuntan a una tendencia al alza en ambas
situaciones. Descenso de la natalidad, movilidad geográfica, incremento de las
familias monoparentales y de los índices de divorcio y nuevas relaciones, junto
con el aumento de las esperanzas de vida y la clamorosa ausencia de políticas públicas de apoyo que permitan
a las familias cumplir sus funciones sin excesivo coste material y
moral para sus miembros, son factores, entre otros, que no parecen dibujar un
horizonte demasiado halagüeño para la familia, tal y como hasta ahora la hemos
conocido.
Mientras
funcionaba pudo habérsele hecho objeto de cualquier tipo de crítica y revisión
ideológica, que ahora, haciendo mella en ella, han socavado la firmeza de una
institución cuya estabilidad entonces dábamos sencillamente por supuesto.
Aunque lejos de los números que se barajan en otras latitudes, nos movemos en
una dirección que no sólo introducirá nuevos problemas para las futuras
generaciones de ancianos –que seremos nosotros mismos–, sino para las
generaciones también jóvenes, que se verán privadas de un recurso sin el que no
puede haber un verdadero desarrollo humano (sobre lo primero es muy ilustrativo
el último informe de “The Family Watch” sobre el papel de la familia en
el envejecimiento activo). Esta especie de “patrón nórdico” que se
extiende rápidamente sobre la estructura familiar de los países también
mediterráneos constituye un reto sobre el que parece muy oportuno pensar.
Los mayores, riqueza de la
familia
No
sólo es un triste espectáculo ése de los ancianos sin hogar, sino también el de
los hogares sin anciano. A veces físicamente dentro, plenamente incluidos en la
vida familiar, dando y recibiendo al mismo tiempo. Pero puede que en otras
ocasiones no: necesitados de atenciones especiales, es justo entonces
proporcionárselas sin que esto signifique una renuncia a su inclusión en la
comunidad doméstica. Aquí, como en todo, debe primar un sano principio de
subsidiaridad que nos permita gozar del apoyo de otras instituciones para
el mejor cumplimiento posible de nuestra responsabilidad.
Cuánta
verdad descubrimos todavía en aquellas palabras del Eclesiástico que nos
exhortan a este profundo y enriquecedor sentido de la piedad: “Hijo mío, sé
constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee,
ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se
olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados” (Eclo. 3, 12-14)!
JUAN CARLOS VALDERRAMA
Fuente:
Aleteia