Quiero
ahondar más en el amanecer que veo
Me
gusta detenerme frente a una puesta de sol. Mirar el ancho mar desde la orilla.
Recorrer paisajes inalcanzables por largos caminos. Observar desde una montaña
una vasta llanura sin ver su final. Me gusta la vida que observan mis ojos.
No
quiero vivir ciego a la belleza que me rodea. Con el miedo pegado a la piel por
la situación tensa que vive el mundo. No peco de superficial al ver lo bello
detrás de una noche oscura. La luz al amanecer el día. La vida después de la
muerte.
Y
doy gracias a Dios por ese don que me hace de darme unos ojos hondos para no
quedarme sólo en la apariencia. Es verdad que me da miedo pasar por alto las
cosas bellas que hay escondidas. Y no agradecer por todo lo que vivo cada día,
con la ingenuidad de un niño.
Creo
que tengo el don de ser niño para descubrir a Dios oculto. Por eso puedo
admirarme de las cosas que veo. Sin entrar en un juicio inmediato. Sin atarme a
mi prejuicio.
Es
verdad que puedo perder esa mirada inocente. Eso me da miedo. Creo que tengo un
corazón muy humano y no quiero dejar de tocar lo humano. Porque esa forma de
mirar me ata a la vida y tal vez me haga temer algo más la muerte.
Tengo
ese don de echar raíces. Y aunque duele extender el alma más allá de sus
límites, me niego a vivir la vida sin amar hasta el extremo.
Me
gusta mirar a Jesús que surge de la oscuridad de un sepulcro que queda vacío. Me
gusta la luz de la Pascua que lo ilumina todo acabando con la noche. Y es por
eso quizás que el mar tiene más olas y el cielo más profundidad azul despejado
de nubes.
Tal
vez mi barca tema adentrarse en las aguas más hondas. El miedo inconsciente a
dejar la seguridad que toco en la arena de la playa. La paz de una orilla que
me trae recuerdos eternos. Quiero alegrarme al oír la voz de Jesús que me
grita: Alegraos.
Mi
corazón desea una paz nueva, renovada. Una alegría que no pase. Y toco mis
cinco heridas cubiertas de gloria pasada la noche. Todo es posible al llegar el
día. Ese misterio de la vida que sorprende a mis ojos.
¿Cómo
imaginar la vida después de la muerte? El corazón teme encontrar sólo
noche después de un día lleno de luz, al apagarse el rojizo atardecer ante mis
ojos. Y cada noche intuyo que pronto surgirá la luz del nuevo día.
Un
amanecer me espera. En ese volver a empezar que tiene mi naturaleza. Me
deshago en dolores una noche. Caigo, tropiezo y pierdo. Y vuelo lleno de
esperanza de nuevo por la mañana. Es como si nada tuviera la palabra
definitiva.
El
corazón se calma de pronto mirando el hondo mar ante mis ojos. Escucho la voz
de Jesús que me invita a encontrarlo en Galilea. Allí donde me amó
primero. Ese lugar sagrado de mi primer encuentro. Cuando me dijo que me
quería. Cuando me llamó a seguir sus pasos conociendo tan bien mis debilidades,
mis torpezas, mis caídas.
Y
comprendo que su amor no es un premio por mis talentos. Sino más bien un acto
más de una misericordia que no imagino. Una generosidad que supera todo límite.
Y
por eso me gusta aún más su voz sobre las aguas calmando mis miedos. Y me
alegra su presencia al ritmo de mis pisadas corriendo por la vida. Y quiero
guardar como un tesoro sus palabras en mi alma. Su sonrisa. Su deseo de que
continúe el camino sin temer las distancias. Es esa certeza que tengo de haber
mirado sus ojos y haberme visto en ellos reflejado.
Una
persona rezaba: ”Pongo los ojos en ti. No en mí, ni en mis fuerzas. No en
lo que dices. Sino en ti. En tus ojos. Mírame Tú. Entre la gente, mírame,
Señor. No quiero perderte de vista. Te quiero mucho Jesús. No sé si yo te
hubiese seguido si no hubiera tocado tu voz. No lo sé. Ojalá siempre te mire a
los ojos, para creer”.
Deseo
volver a sentir su mirada sobre mí. Que me mire. Como me miró otras veces. Que
me mire siempre. Cuando caigo. Cuando me mantengo erguido. Tal vez no doy
gracias con suficiente fuerza.
A
veces siento que soy superficial y me quedo en la apariencia de las cosas. Y no
navego en lo más profundo de mi alma. Quiero ahondar más en el silencio de
mi vida. En el amanecer que veo. En ese atardecer que me inquieta.
El
alma busca un descanso que sea eterno. Y esa paz lograda que en la vida
permanece junto a mi alma inquieta. Deseo transformar mi vida en lo que Jesús
desea. Ser como Él. Ser Él.
Y
me encuentro siempre tan a mitad de camino entre su vida y la mía. Escalando
cumbres imposibles. Recorriendo desiertos inciertos. Y creo. Sí, confío en su
mano sosteniendo mis pasos. Creo con más fuerza. No puedo dudar de su llamada.
Sé que otra vez me llama.
Me
siento indigno de su amor, pero Él me ama. Sabe cómo soy, conoce mi alma. Él
ve una belleza que yo no conozco. Y me ama con un amor que nunca he sentido. Sé
que es así. Lo intuyo. Es la certeza que mueve mis pasos. Y mis remos sobre la
barca. Donde Él quiera que vaya en medio de la tormenta. Sobre mis olas.
No temo.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia