Si no confío en los hombres a los que veo, ¿cómo
voy a confiar en Dios a quien no veo?
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No sé bien cómo brota la confianza en el
alma. Es un don que no se merece. Algo que sucede a base de entrega. En el
tiempo. En la hondura. En momentos de dolor y de incomprensión. Cuando faltan
las fuerzas.
Y súbitamente surge la confianza en quien
está a mi lado. Surge sin que nadie pueda preguntarse cómo
ha sucedido. Alguien confía en mí. O yo confío en alguien.
Me fío y me dejo llevar por su
voz. Porque
sus palabras tienen sentido, resuenan en mi alma. Y su vida es fiel a la mía.
Y me hace confiar. O soy yo quien da esa confianza a otro.
Surge de repente. Y sé que con
poco se puede ir. Puede brotar de nuevo la desconfianza, el miedo. Una
ofensa, una omisión, una palabra, un descuido. Y todo se cae de repente.
Miro mi vida. Me daban confianza
mis padres. Cuando era niño todo era un peligro. Y mis
padres eran la seguridad constante. La certeza que me
hacía levantarme cada mañana. Sí, suele ser así.
Pero a veces tampoco es la
familia el lugar en el que aprendo a confiar. Cada historia es un mundo. Lo
único cierto es que necesito confiar en alguien para no vivir
con miedo continuamente.
Alguien cercano. Alguien que me
quiere como soy y me da confianza. Alguien que cree en mí más de lo que yo
mismo creo.
Hay personas que me enseñan a
confiar en el poder que llevo oculto. Porque me aman por dentro. Me llenan de paz. Me
dan fuerzas para la vida cuando todo se tuerce.
Pero no siempre es posible
encontrar personas que me quieran así. Tengo claro que lo necesito.
Me da pena encontrarme con
personas que no se fían de nada ni de nadie. Han sido defraudadas
demasiadas veces. Han experimentado la decepción. Han sido
heridas y ha brotado en sus almas el miedo y la sospecha para siempre.
El contacto con personas llenas
de amargura me puede amargar a mí y hacerme desconfiado.
Leía el otro día: “Hay
otras personas cuya proximidad, por breve que sea, nos deja maltrechos y
extenuados, llenos de desconfianza y como si la existencia hubiese cobrado un
agrio sabor. Al separarnos de ellas somos menos que antes”[1].
Busco
personas que me enseñen a confiar.
Personas que me den luz, que me den vida, que me llenen y me hagan creer.
Y me asusta convivir siempre con
personas que me vuelven inseguro y desconfiado, minan mi confianza, cuestionan
mis talentos.
Deseo crecer
en confianza para así fortalecer mi corazón para la vida.
Me gustaría fiarme siempre de las intenciones de quienes me quieren y confiar
en el amor que me profesan.
No sospechar a la primera de
cambio. No ponerlo todo en duda ante el menor tropiezo. No cuestionar siempre
sus decisiones.
Me
gustaría confiar más en la autoridad. En mi hermano. En mi padre. A veces quiero que los que me
aman me muestren a cada paso un amor incondicional. Que su entrega sea de una
fidelidad probada.
Y me decepciono con tanta
facilidad. Me sorprenden mis dudas y mis miedos. Quiero encontrar rocas
en mi vida sobre las que apoyar mis pasos dubitativos.
Una persona comentaba hace poco: “Ya
nada me sorprende. Veo actuar a una persona de una forma. Y no me sorprende. No
me escandalizo. Quizás he perdido la confianza en el ser humano”.
Puede que me haya vuelto un
viejo amargado que juzga la vida desde la atalaya. Como
si ya no creyera en la bondad de la naturaleza humana. Y
no me sorprendiera que el corazón humano sea débil y caiga, peque y no sea
fiel.
Me da miedo llenarme de esa
amargura. Dejar de creer en todo el bien que hay en el corazón de cada uno.
Incluyendo mi propio corazón.
No creo en la bondad absoluta
sin briznas de maldad. Tampoco creo en la oscuridad del mal donde no hay un
atisbo de la belleza de Dios. En mi corazón hay una lucha eterna entre mi
deseo de dar la vida por amor, y mi egoísmo que me lleva a guardarme por
miedo a perder.
Esa lucha constante me hace más
humano, más frágil, más de Dios. Pero no por ello más desconfiado.
Quiero tener un corazón de niño
para confiar siempre de nuevo. Un corazón capaz de abrirse sin miedo a ser
herido de nuevo. Un corazón ingenuo que no pretenda
siempre ver debajo del agua la presencia del mal.
Prefiero pecar de ingenuo y
confiar. Volver a confiar después de que me hayan hecho daño.
Una y mil veces. ¿Es posible? No es tan fácil, lo reconozco. Pero lo intento.
Además sé que, si no
confío en los hombres a los que veo, ¿cómo voy a confiar en Dios a quien no
veo?
Esa confianza en Dios me parece
a veces un don inalcanzable. Pero es la que quiero tener. Para eso ejercito mi
confianza en las personas. De la confianza humana a la confianza divina. De
apoyar mi vida en rostros que toco, a dejar mi vida en el corazón de Dios.
A veces siento que camino por
arenas movedizas. Todo es inconstante, enfrento tantos peligros.
Decía el padre José Kentenich: “Debemos
percibir que nos movemos como sobre un volcán incandescente, y contar con una
erupción de lava mañana o pasado mañana. El saber estas cosas puede nublar
nuestra mirada o bien puede despertar el héroe en nosotros. ¿Y en que consiste
este héroe? En la confianza gigante de que Dios es capaz,
y está dispuesto, de soportar, solucionar y aflojar a través nuestro una
situación tan terrible para
la humanidad futura”[2].
Quiero aprender a mirar a Dios
con confianza. Él quiere siempre mi bien. Mira mi vida con amor. Se conmueve al
ver mi fragilidad. Y se alegra al ver mis pasos torpes.
Ese Dios es el pastor que guía
mi camino. La roca sobre la que construyo mi vida. Quiero dejarlo todo en sus
manos sin temor. Él lleva el timón de mi barca. Es el piloto de mi vuelo.
Una persona que es piloto rezaba
así un día al despegar mirando la pista y al fondo el cielo: “Me
has invitado a despegar, me has invitado a abandonarme, en tus brazos. Veo el
fondo de la pista. Es gris y parece algo incierto. Pero sé que Tú estás allí,
sonriéndome. Doy el paso, enciendo los motores. Todo comienza. Me lanzo en tus
brazos”.
Así quiero confiar yo. Miro el
cielo y la pista de mi vuelo. No me asusto ante lo incierto. No confío sólo en
las fuerzas de mi alma. Me abandono en los brazos de Dios. Es mi
vuelo. Es su vuelo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia