Estamos hechos para la fidelidad, no para la traición… No sé por qué,
pero es una de las grandes pruebas de la existencia de Dios
Cristina
López Schlichtin se ha estrenado como novelista con Los días modernos (Plaza
y Janés), ambientada en la España en la que agonizaba Franco y despertaba a la
vida una niña de 12 años, Amelia.
Es
una mirada –dice la periodista de COPE– «sin nostalgias» pero sobre todo «sin
ideologías». Más aún: Los días modernos es un alegato contra una
visión de la realidad muy marcada por los prejuicios ideológicos, en buena
medida anticristianos.
Esa
corriente, hasta hace poco hegemónica en Occidente, va dejando paso a una forma
de situarse ante la realidad mucho más limpia y libre. Por eso –asegura– los
jóvenes vuelven a plantearse hoy las grandes preguntas existenciales del ser
humano y «está llegando un momento en el que es posible una reevangelización»
¿Quién es Amelia, la niña protagonista de Los días
modernos?
La
mirada de Amelia es la mía propia y la de mi generación, que es también la de
Sáenz de Santamaría o Inés Arrimadas, la generación que ahora está en el poder.
Del franquismo de los años 50 se ha hablado mucho, con los fusilamientos, el
hambre, el aislamiento internacional…, pero apenas se le ha dado espacio
literario al tardofranquismo, a esos diez o 15 últimos años de la dictadura en
que las personas se visten ya de otra manera, empiezan a concebirse de otra
forma, los referentes culturales son otros (nuestras series eran La casa de la
pradera o Starsky y Hutch)… Son años de muchísima esperanza, entre el
despegue económico y cambios sociales en buena medida protagonizados por la
mujer.
Es muy importante la visión de Gisela, una mujer alemana que
permite ver esta España desde fuera. ¿Qué hay de tu propia familia en este
personaje?
Nada,
salvo en el aspecto, este sí muy importante, de poder ver las cosas con cierta
distancia. Porque España es especialista en tirar piedras sobre su propio
tejado. Y verdaderamente esta generación que yo describo, la generación de los
padres de Amelia, tiene un mérito extraordinario. Porque sin la ayuda del Plan
Marshall, que puso a Alemania y a los países de Centroeuropa en pie, en España
se hicieron unos ajustes durísimos que preceden a los cambios radicales en los
años 60 y 70.
Ahora
que algunos se empeñan en poner en cuestión la Transición, yo reivindico su
valor. No solo en el aspecto político sino también la transformación social que
se estaba produciendo desde los años 60. Eso hay que agradecérselo a nuestros
padres. Y tendríamos que preguntarnos qué hemos hecho mal en el sistema
educativo para que España no se sienta orgullosa de ello (igual que ha
sucedido, por otra parte, con nuestra presencia en América). Cuando yo, de
niña, visitaba a la parte alemana de mi familia, cruzar la frontera era como
entrar en otro mundo. Me impresionaban muchísimo esos supermercados o las
estaciones de servicio. Ahora, en cambio, sales a Francia y el saldo nos es
favorable, porque sus carreteras e infraestructuras son de los años 60 y las
nuestras, en cambio, mucho más recientes.
Describes una sociedad con unos valores católicos muy
arraigados pero que puede llegar a ser también muy hipócrita.
Hablando
un día con Imanol Arias me dijo que, en la serie Cuéntame, había
redescubierto a su padre, y con él, toda una serie de valores que ahora,
prácticamente, se han perdido. Las dos cosas son ciertas. Por un lado, es una
sociedad que todavía tiene muy vivos esos valores del humanismo cristiano, pero
también los vive como una imposición por la política del nacionalcatolicismo, y
quien no comparte esos valores se ve obligado a fingir. Yo siempre digo que una
prueba de que todo tiempo pasado no fue mejor es que mis hijos son mucho más
transparentes y menos hipócritas que la generación que yo conocí. No están
obligados por factores externos a ser lo que no son. Y quien es cristiano se
adhiere con total transparencia. En ese sentido, la sociedad ha mejorado.
¿Ahí sí hay entonces una dosis de autobiografía?
Es
verdad que yo no participé de esta hipocresía social. Mi familia era
republicana y no practicante. Cuando acompañaba a mis amigas los domingos a
Misa me daba cuenta de que lo hacían por obediencia. Después me fui acercando
paulatinamente a la Iglesia y la descubrí como un espacio bellísimo. Y esa
libertad la he conservado siempre. Nunca me he avergonzado de mi catolicismo,
porque no tengo esa vinculación al nacionalcatolicismo.
Y
agradezco estar libre de ese complejo, al margen de consideraciones muy pertinentes
que se están haciendo ahora sobre la postura lógica del católico español que,
en el año 36, se adhiere al alzamiento de Franco sencillamente porque estaba
siendo masacrado y ante una República que lo deja desprotegido frente a la
barbarie. Pero muchos jóvenes han recibido una lectura de la II República como
un modelo de ideal democrático, cosa que tiene muy poco que ver con la realidad
y con las conclusiones de historiadores como Stanley G. Payne, que explican que
hubo una fractura social, prácticamente por la mitad, a raíz del enfrentamiento
que protagonizaron en Europa la Unión Soviética y el nazismo.
¿Esa ideologización de la historia es también consecuencia
de una deshumanización del relato sobre aquellos años?
En
las grandes novelas no ocurre, pero es verdad que, en términos generales, ha
habido una hiperideologización en ese relato. Hubo unos años de verdadera
saturación. En los 80 se produjo un bombardeo sistemático. Creo, sin embargo,
que han ido cambiando las cosas. Para empezar, por el apartamiento de la vida
pública de una generación profundamente anticlerical, la de aquellas personas
que ahora tienen entre 65 y 70 años. Creo que ha influido también la visión del
Papa Francisco, que es capaz de mirar a los hombres sin el filtro de lo ideológico,
hablando al corazón. Y está llegando así poco a poco un momento en el que es
posible una reevangelización.
De
repente percibes en los jóvenes una pregunta sobre el sentido de la existencia
que ya no viene teñida de prejuicios. Son personas que lo mismo se abren a
la new age que al budismo o al catolicismo, desde la pregunta, que
nos constituye a todos, sobre el sentido de la existencia. En el siglo XX el
hombre quiso constituirse sin Dios y vio que eso no funciona. La persona joven
que hoy te aborda lo hace sencillamente desde las eternas preguntas del ser
humano. Se pregunta sobre la justicia, o sobre el mal y la muerte. Y desea la
felicidad. Y ve que en el actual modelo de organización social, profundamente
capitalista, hay muchísima soledad, muchísimo despotismo, muchísima injusticia.
Y tiene ahora la libertad de cuestionarse todo eso libre de corsés ideológicos.
En tu novela cuentas cómo en esos años se podía maltratar a
un gato, pero en cambio a nadie se le ocurría insultar a una anciana. Prácticamente
al revés que hoy.
Es
el resultado de la pérdida de anclaje con la tradición del humanismo cristiano.
Cuando eso sucede, el hombre se vuelve estúpido desde el punto de vista
racional. Se produce una desconexión con lo real. Eso es lo que estamos viviendo
ahora. ¿Cómo es posible que nuestra sociedad se conmueva con el dolor de los
animales, que es una cosa justísima, pero le resulte indiferente la muerte de
gente a masas en el Mediterráneo? ¿O que nos interesen tanto los cachorros de
perro y su adopción pero que una mujer abandonada aborte a su hijo nos deje
indiferentes?
¿Cómo te planteas la respuesta a a esos retos desde tu
trabajo en COPE?
COPE
es un testimonio de que ser cristiano hoy en día no solamente es posible sino
enormemente eficaz. A mí la fe me facilita el diálogo con otras personas en
posiciones antagónicas, me abre horizontes y me muestra la belleza incluso en
medio del mal. Cuando hemos ido a Lesbos o al Kurdistán, hemos podido reconocer
esa belleza de la existencia en mitad de la guerra y del dolor, gracias, en
último extremo, a la positividad de la realidad que es Cristo. Así que, según
mi experiencia, el cristianismo te hace la vida más fácil y te permite una
relación con la realidad que es muy excitante.
¿A contracorriente cultural, o ya no tanto?
Creo
que sí hubo un momento muy duro, en parte por cierta forma de pedantería, con
propuestas muy sarcásticas y cínicas, pero no creo que el gran público siga
comprando eso. Está harto de eso. Si pensamos, por ejemplo, en el cine francés
de hoy, se me ilumina la mirada: se estrenan todos los años un montón de
películas que verdaderamente te dan ganas de vivir. Y hay fenómenos similares
en el cine más comercial, como Clint Eastwood, con un cine enormemente
propositivo.
O
si pensamos en los últimos fenómenos literarios, tenemos Imperofobia y la
leyenda negra, de María Elvira Roca Barea, o Patria, de Aramburu, dos
superventas que van también en esa línea. Por tanto, sí percibo cambios en las
corrientes predominantes, un renacer de una literatura y de un arte en general
más propositivo. Como si, rotas ya las barreras ideológicas, el hombre pudiera
decir: «Es que a mí lo que me interesa es la belleza, la alegría, la
esperanza».
¿Porque ahora es posible
elegir?
No,
porque estamos hechos así. Estamos hechos para la paz, no para la guerra.
Estamos hechos para la belleza, no para la fealdad. Estamos hechos para la
fidelidad, no para la traición… No sé por qué, pero es una de las grandes
pruebas de la existencia de Dios. Estamos hechos así. Y cuando desparecen las
razones ideológicas que nos obligan a elegir lo feo y lo malvado, es más fácil
que la persona elija aquello que le hace respirar y mirar el horizonte con
esperanza.
Evidentemente,
no se trata de proponer una ingenuidad naif, porque la vida está hecha también
de un dolor profundo. Pero no es verdad que la palabra última sobre la realidad
sea el fracaso. Eso es más fácil de comprender para un cristiano, porque tiene
la experiencia de la resurrección en mitad del dolor, de la enfermedad o de la
muerte de un hijo. Pero son cosas que el mundo de una forma intuitiva también
las sabe, y por eso la Iglesia una y otra vez se constituye en propuesta.
Maica
Rivera/Ricardo Benjumea
Fuente: Alfa y Omega