El consolador significado de un aparente descuido
de Jesús
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Jesús vuelve pasados ocho días sólo para
ver a Tomás. “A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y
Tomás con ellos”. Y se adapta a su petición algo extraña: “Si no
veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los
clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.
Tomás sólo está dispuesto a
creer si llega a tocar las heridas con sus propias manos. No cree en sus
hermanos de camino. No cree en sus palabras. No cree en los que dicen haber
visto a Jesús.
Está herido. Tiene tanta rabia…
Jesús lo mira con infinita misericordia y accede a sus deseos. Le muestra a
Tomás un amor imposible, un amor divino, una misericordia infinita.
Y lo hace así sólo para que él
crea: “¿Porque
me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.
El amor de Jesús es imposible.
No tiene medida. Se abaja hasta lo más hondo, hasta lo más humillante. Antes se
dejó matar de forma injusta. Y ahora se doblega a los deseos del corazón
incrédulo de Tomás.
Decía el padre José Kentenich: “El
auténtico amor jamás dice: – Es suficiente. Porque la medida del amor es
justamente no tener medida. Y nuestra mutua relación tiene que llevar más y más
hondamente hacia esa medida sin medida, hacia el Dios eterno e infinito”[1].
El amor de Jesús por Tomás es
inmenso. Lo ama con toda su alma. Y se adapta a sus deseos. Eso me impresiona.
Tomás tenía miedo. Temía que
Jesús no lo amara a él de forma personal. Temía ser sólo uno más. Un
discípulo dentro de un grupo de discípulos. Nada especial.
A veces yo mismo me miro así
frente a Dios. Me veo como uno más de sus sacerdotes, uno más de sus hijos. Uno
más entre una masa ingente de seguidores. Uno entre muchos
más santos que yo. Mucho más obedientes y fieles.
Y me he formado la idea equivocada
de que el amor que me tienen crece en correspondencia con la bondad de mis
actos. Cuanto mejor me porto, más me aman. Y lo proyecto en Dios.
Tal vez como Tomás. ¿Dónde
estuvo escondido esa noche? También huyó. Igual que muchos otros. Igual que
Pedro que lo negó públicamente.
Pero en Tomás su huida parecía
tener más peso. Es lo que pensaba. Jesús no había esperado a que él estuviera.
Había llegado a destiempo. O él no había estado en el momento adecuado. ¿De
quién era la culpa? ¿No era Jesús Dios? Sabía que Tomás no estaba y eligió ese
momento. ¿Un descuido?
Bendito descuido. Esa aparente
negligencia permitió uno de esos encuentros maravillosos entre Jesús y los
hombres. Uno de esos encuentros que me llenan de esperanza.
A
veces siento que no estoy en el momento oportuno. Pero Jesús vuelve para estar
conmigo. Como
cuando da alcance a los discípulos de Emaús que huyen con miedo y tristeza. Los
alcanza por la espalda. Se cuelga a ellos.
Igual que Tomás se cuelga de sus
heridas. Un encuentro que quita de un plumazo todos mis miedos. A mí también me
quiere así. Personalmente. Con un amor infinito. Y viene a mi lugar. Donde me
encuentro escondido o huyendo de Él porque tengo miedo.
No lo sé. Pero viene. Cuando ya
menos lo espero. Incluso cuando le pongo condiciones absurdas. O pienso como un
niño inmaduro que quiere más a otros. Porque me comparo. Comparo mi vida con
otras vidas.
Veo las injusticias que sufro.
Veo los desniveles, las diferencias. Y pienso que merezco más. Y no soy
capaz de alegrarme por lo que tengo.
Y en medio de mi mediocridad e
inmadurez viene Jesús a buscarme. Toma mi mano para meterla en sus heridas. Yo
me dejo hacer.
Y Él, seguro que también, mete
su mano en mis heridas. Para calmar mi dolor. Para que cierren con el perdón.
Soy
esclavo de mis estados de ánimo tantas veces. De mi pena y mi rencor. Leía el otro día
que “las
emociones, los afectos, el humor… parecen presentarse como una bandera que se
mueve según de dónde venga el viento: un día está uno contento, pero no sabría
decir por qué, y al día siguiente se descubre triste. Las emociones, los
afectos, pueden turbar la tranquilidad”[2].
Tomás sufre, está turbado, ha
perdido la alegría. Parece no alegrarse de que Jesús vive. Es tan absurdo.
Sufre porque no lo ha visto. Y no se alegra porque está vivo.
Debería entonar con los demás
discípulos el salmo que tan bien conocía: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque
es eterna su misericordia”. Pero no puede hacerlo. La tristeza
es honda en su alma.
No puede alegrarse cuando piensa
que Jesús no lo ama de forma predilecta. Entiendo tan bien sus emociones…
Todavía no ha llegado el
Espíritu Santo en Pentecostés. Y no puede vivir lo que más tarde se dirá de los
cristianos: “En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo
mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que
tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con
mucho valor”.
Tomás siente la división dentro
de su alma. No piensa igual que todos. No siente igual que todos. No habla de
la resurrección con valor.
Es curioso. Esta descripción de
la Iglesia tampoco encaja hoy a la perfección. ¡Cuántas veces la envidia y los celos
dividen! Dentro de la misma Iglesia no pensamos todos igual. No
sentimos lo mismo.
Tomás encarna ese espíritu de
división. Cada uno con sus razones pero lejos del ideal soñado. Tomás no cree
en el hermano. No confía en sus palabras.
El ideal brilla ante mis ojos.
Un solo pensamiento, un solo sentir. Un mismo Espíritu: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha
enviado, así también os envío Yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos
y les dijo: – Recibid el Espíritu Santo”.
Es el Espíritu que pacifica, que
une, que calma el dolor y el rencor. Es el Espíritu de su misericordia.
[1] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el
Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[2] Giovanni Cucci SJ, La
fuerza que nace de la debilidad
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia