En tu respuesta a las contrariedades se juega mucho
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Reconozco en mi corazón muchas
resistencias. Apegos que me impiden abrazar con alegría la suerte que me trae
cada día. Veo el camino trazado y me quedo en los espinos, en los
contratiempos. Y mis quejas llenan mi corazón de amargura.
¿De qué hablas? Me pregunto. De
lo que abunda en mi corazón. Me respondo. Y es así. Llevo mi discurso grabado a
fuego. Afloran con prontitud mi rabia y mi ira. Como
si la vida fuera injusta con mi suerte.
¿Cómo puedo saber si lo que me
sucede es de verdad lo que Dios ha pensado para mí? El Dios de mi vida, que
camina conmigo y va tejiendo mis días, me habla, me ama.
Decía el padre José Kentenich: “¿Cuál
es la fuente de conocimiento? Es el Dios de la vida, que a través de su guía y
conducción siempre nos ha dado a conocer su deseo de manera sumamente luminosa
(clara). La ley de la puerta abierta o el gran mundo de la fe en la divina
providencia”[1].
A
través de Dios voy viendo lo que me conviene. Lo que me hace bien. ¿Pero todo me
hace bien?
Hay cosas que me hacen daño.
¡Cómo me va a hacer bien la muerte de un ser querido! No tengo respuestas para
todo. Aunque crea firmemente en el amor que Dios me tiene.
No todo me encaja a la
perfección. Y temo que las piezas de mi puzle no armonicen perfectamente. Si me
quiere bien, ¿de dónde viene tanto mal?
No quiero ser sabio en
respuestas de libro. Prefiero caminar con pausa, en medio de la
incertidumbre. Descubrir la luz oculta dentro del pozo.
Acompañar dolores y sinsabores. Sin tener todas las respuestas posibles. Besar
las cruces que tengo y las que otros cargan.
Veo
las resistencias que hay en mi alma para besar la cruz. Me resisto a sufrir, a
perder la vida, a que
me toquen lo que con tanta pasión defiendo como propio.
Me resisto a la crítica, a la
difamación, a la humillación, a perder el control de mi vida. ¡Cuánto orgullo
corre por mis venas!
Me
siento ofendido enseguida.
¿Será que soy demasiado susceptible? ¿Y si tengo razón y todos se equivocan?
¿Están ellos mal y yo bien?
Es como si el mundo hiciera las
cosas de forma equivocada. Y me hiciera daño. Me siento ultrajado, herido,
ofendido. Casi de forma inmediata. Mi piel es muy sensible. La ofensa querida o
no querida hace mella. Me importa. Me duele. Me quejo. Sufro. Me altero.
Hablo
de los que me han hecho daño.
Me recreo en su culpa. Guardo rencor y los condeno. Para que no hagan daño a
nadie más, me digo. Soy el juez. Un buen juez que sabe lo que está bien y lo
que no procede. Soy como Dios.
Leía el otro día: “Entonces
eres tú quien determina el bien y el mal. Te conviertes en juez. Y para
complicar aún más las cosas, lo que determinas que es bueno cambiará con el
tiempo y las circunstancias. Y luego, peor todavía, hay miles de millones de
seres humanos, cada uno de los cuales determina lo que es bueno y lo que es
malo. Así que cuando tu bien y tu mal chocan con los de tu vecino, surgen
peleas y discusiones, y hasta estallan guerras”[2].
El odio genera deseo de
venganza. Mi bien y mi mal chocan con otras miradas. El
daño recibido hace surgir el deseo de hacer daño. Mis quejas me
llenan de una rabia que me hace perder el control y la paz.
Mi resistencia a sufrir es muy
grande. Mi resistencia a aceptar la realidad tal y como es, no como yo me la
figuro, no como quisiera.
Me
cuesta mucho besar el mal que me oprime. Perdonar al que me hace daño. Bendecir
a Dios por lo que veo una tragedia, un daño sin sentido.
No quiero ni la enfermedad ni la
muerte. Ni la humillación ni el desprecio. Cuido mi buen nombre. Mi fama. Mi
imagen. Mis planes trazados a fuego para que nadie los cambie.
Y si parece que Dios pretende alterar mi
ruta, me bloqueo. Me ciego. No quiero perder lo que poseo. Tal
vez me tomo demasiado en serio.
Y al mismo tiempo no le doy
importancia a mis propias faltas. Las minimizo. Y agrando, no sé bien cómo,
todas las faltas de los que me rodean. Ellos sí que son culpables por el mal
que hacen, pienso. Me hacen daño con sus actitudes.
Y yo no quiero sufrir. Creo que
siempre tengo razón. Pocas veces me equivoco. Mi resistencia a no tener razón.
A estar equivocado. A haberme confundido y haber hecho daño a otros.
¿Me cuesta pedir perdón? Sí. Mi
resistencia a mostrarme débil, frágil, pobre. Soy un hombre sin un rumbo claro.
Con fragilidades inconfesables. Tiemblo al ver mi carne herida.
Me cuesta aceptarme así ante
Dios y ante los hombres. Beso la cruz de mis resistencias. Quiero
ser más de Dios.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia