Madre Teresa de Calcuta recibió el carisma de los pobres, pero aseguraba que todo lo que había hecho en realidad lo había hecho la gracia de Dios
El
Papa Francisco no deja de alertar sobre el riesgo de volvernos pelagianos, una
herejía condenada por la Iglesia hace siglos y que sin embargo está introducida
de manera sibilina en nuestra vida diaria.
El dominico Chus Villarroel lleva
décadas escribiendo y alertando sobre este peligro, pero sobre todo predicando
que el amor de Dios, ante todo, es gratuito, y que «más que hacer, se trata de
dejarse hacer»
«Una
de las cosas más difíciles de comprender para todos los cristianos es la
gratuidad de la salvación en Jesucristo»; «La salvación no se paga, la
salvación no se compra. La Puerta es Jesús y ¡Jesús es gratis!»; «El lugar
privilegiado para el encuentro con Jesucristo son los propios pecados»; «Tengan
confianza en el perdón de Dios. ¡No caigan en el pelagianismo!»: son frases que
el Papa Francisco ha ido diciendo a lo largo de los últimos años, a la vez que
ha ido advirtiendo del riesgo que la antigua herejía del semipelagismo se
reproduzca en nuestra vida diaria.
Para
hablar de todo ello hemos entrevistado al padre dominico Chus Villarroel, autor
de numerosos libros sobre la gratuidad, como Relatos de gratuidad
(LibrosLibres), Espiritualidad Carismática (Voz de papel) o Vivencias de
gratuidad (Edibesa)
Chus, el Papa ha hablado
mucho sobre el pelagianismo y lo ha contrapuesto a la verdadera forma de vivir
la fe: la gratuidad. ¿Quién era ese Pelagio?
Pelagio
fue un monje irlandés, alto, fuerte y guapo –que eso también ayuda–, que vino a
decir que no se necesitaba una gracia especial para recibir la salvación
eterna; sencillamente porque Dios nos ha dotado a todos con suficientes
facultades para que nosotros mismos y por nuestro esfuerzo lográramos ganar el
cielo. San Agustín le respondió, pero Pelagio le acusó a su vez de que la
relajación del clero romano se debía a su doctrina de la gracia. Pelagio
defendía que la salvación se la gana uno a base de esfuerzos y a base de
merecerla.
¿Y el semipelagianismo?
El
semipelagianismo vino después, en el sur de Francia, y decía que sí que
necesitamos la primera gracia, pero que después hacerla fructificar ya era cosa
nuestra, algo que teníamos que conseguir con nuestros actos, con nuestros
esfuerzos, con nuestros méritos. También fue condenada por la Iglesia, en el
Concilio de Orange, que defiende que todas las gracias que recibimos en la vida
son gratuitas, incluida la gracia de la perseverancia final. Todo es gratuidad.
Pero este fenómeno es
algo recurrente a lo largo de la historia, e incluso a lo largo de nuestra
propia vida. ¿Cómo podemos caer en estas tentaciones hoy, en el siglo XXI?
Hoy
la mayoría de la gente es semipelagiana, y yo mismo he sido semipelagiano hasta
hace nada. Todos somos semipelagianos de alguna manera. Pensamos que a Dios le
pedimos la gracia para hacer, para que haga «yo» las obras que «yo» tengo que
hacer, con lo cual ya eres tú el que te salvas, ayudado por la gracia, pero
eres tú el protagonista, el que te ganas tu salvación.
Sin
embargo, se trata de vivir aquello que vivió la Virgen: «Hágase en mí». La
Virgen vivió ajena al semipelagianismo. Ella vivió la gracia trabajando en
ella. Es una dimensión en la que cuesta entrar, es una dimensión en la que el
protagonista es el Espíritu Santo, no nosotros.
Una pregunta trampa:
entonces, ¿qué «hay que hacer» para salvarse?
Es
una pregunta que no tiene respuesta. El Evangelio dice: «Sed como niños». Los
que sean como niños entrarán en el reino de los cielos. También nos dice.
«Pedid el Espíritu Santo». ¡Tenemos que pedirlo! Hoy estamos muy endurecidos
por el racionalismo, aun personas de buen corazón; esto nos aparta de la
infancia espiritual, nos aparta de acoger al Señor. En Europa, el racionalismo
nos mata, porque estamos empeñados en «comprender» antes que en «dejarnos
hacer». Delante de Dios no podemos poner condiciones. Solo el que es pequeño y
sencillo recibe el Espíritu Santo. El Espíritu lo tenemos todos los bautizados,
pero a veces parece un regalo sin abrir, no todos tenemos una experiencia
profunda de Él.
¿Cómo se vive la
gratuidad en el día a día?
La
gratuidad trae consigo que el Espíritu Santo te hace ver que no es tu obra,
sino que es obra de Dios. Una consecuencia es que se te quita el peso de la
salvación, no lo llevas tú. Y el pecado y la lucha contra el pecado dejan de
ser el centro de la vida espiritual, ya no estás centrado en el combate, en los
sacrificios, en las cautelas de todo tipo, en la condena, etc. Cuando todo gira
en torno al pecado, te olvidas de la fuente. ¿Pero qué importancia tiene tu
pecado cuando vives en compañía de Aquel que ha muerto gratuitamente por ese
pecado? Aunque lo vuelvas a cometer, por tu debilidad, ya no es lo mismo.
¿Por ejemplo?
Yo
suelo dar el ejemplo de la masturbación. Si eres un masturbador y tienes el
Espíritu Santo, tu masturbación ya no es lo mismo. Porque si estás en la
dimensión del Espíritu, tu masturbación se transforma en una pobreza. «Te basta
mi gracia, aguanta tu pobreza. Yo lo iré sanando a lo largo de la vida». Pero
tú sabes que ese pecado está clavado en la Cruz de Jesucristo, y lavado por su
sangre. Si no, entramos en el escrúpulo, en hacer todo lo que pueda para
librarme de esto que odio, en las cautelas. Había un aforismo en el siglo XVI
que decía: «A quien hace todo lo que puede Dios no le niega su gracia». Eso es
falso.
También se dice: «A
quien madruga Dios le ayuda»…
Lo
mismo. Pero la gratuidad de la que hablamos es una experiencia para el cielo,
empezando aquí. Porque quien vive así va libre por la vida. Otro signo es la
alegría, no te pesa el pecado. No te pesa tu salvación. No tienes miedo a la
muerte. No tienes miedo al Juicio. Esa alegría, ese estar libre de exigencias,
libre del poder del pecado, te ayuda incluso en lo humano. Ya nos estresa la
vida diaria y nos estresa el trabajo; si además te estresa la religión, ¡pues
apaga y vámonos! El que vive en la gratuidad vive las cosas de Dios con mucha
paz, y con ganas. Las cosas de Dios te atraen y no las vives ya con tensión,
cumpliendo todo el rato, exigiéndote.
¿Entonces no hay que hacer
nada en absoluto?
La
pregunta sería: ¿cuál es la acción religiosa de aquel que vive en la gratuidad?
Sobre todo, la alabanza, el compartir la fe con otros. Esto nos da fuerza a
nuestra fe, experiencia de Dios. Pero por mucho Espíritu Santo que tengas, en
la vida ordinaria tienes que luchar. Nadie saca una oposición sin estudiar.
Entonces
se puede vivir en paz aunque seas un pecador. San Agustín llegó a exclamar:
«¡Bendito pecado!»
El
sentido profundo del pecado es que ha sido perdonado por Dios. El amor de Dios
que ha destruido nuestros pecados es más grande que nuestros pecados. Por eso
puedes decir: «Bendito pecado que nos ha merecido tan grande redentor». Porque
si yo no fuera pequeño, pobre y pecador, no necesitaría un salvador y
perdonador como Jesucristo.
¿Dónde quedan entonces
la oración, el Rosario, la Misa, el ayuno…, las prácticas religiosas
habituales?
Una
vez que tienes la experiencia del Espíritu, este te hace hacer «las obras que
Dios dispuso de antemano que tú practicases». Él te da la gracia, y también las
obras para hacer, como estas de las que has hablado, por medio la caridad.
Madre Teresa de Calcuta recibió el carisma de los pobres, pero aseguraba que
todo lo que había hecho en realidad lo había hecho la gracia de Dios. No paraba
de decir: «Es obra suya». Ella decía a sus hermanas que si salían a los pobres
sin Jesucristo, «entonces estaríamos haciendo una obra nuestra». O sea,
semipelagianismo.
¿Cómo leer entonces el
evangelio de la Visitación, por ejemplo? Muchas veces se enfatiza el servicio,
el hacer cosas por los demás… como la Virgen ayudaría a su pariente Isabel.
La
exigencia del servicio está muy metida en la Iglesia. ¿Por qué esa
interpretación de María como servidora de Isabel, cuando posiblemente Isabel
era una mujer acomodada y con sirvientes? El que tiene una experiencia poderosa
del Espíritu, como la tuvo María el día de la Encarnación, no puede quedársela
para sí sin compartirla. Le asfixiaría. Seguramente, María no podría
compartirlo con José, ni con sus padres, nadie la entendería. Y se fue a 150
kilómetros de Nazaret a ver lo que le había sucedido a su pariente Isabel,
según el ángel le había contado. ¿Qué pasó cuando se encontraron? ¿María le
calentó un café? Nada de eso, aquello fue un disparadero de alabanzas, y san
Juan saltando en el vientre de su madre. Necesitaban el desahogo profundo de
contar lo que estaban experimentando.
Precisamente
el Papa Francisco, cuando comenta este evangelio, dice: «La Virgen llevó a
Jesús, llevó la alegría, la alegría plena. Así la Iglesia es como María: la
Iglesia no es una agencia humanitaria o una ONG. La Iglesia lleva a Jesús y
debe ser como María cuando fue a visitar a Isabel».
El
Papa dice que la única doctrina verdadera es la de la gratuidad de la
salvación. Más que hacer, se trata de dejarse hacer. Como la Virgen María. La
Virgen no le dijo al ángel: «De acuerdo, me parece bien, haré todo lo posible,
me comprometo, pondré todo mi esfuerzo en esto que me dices…» Ella dijo
solamente: «Hágase en mí».
Como
San Pablo, que escribió: «Sé de quién me he fiado y estoy firmemente persuadido
de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio». Es
Dios el que tiene el poder, no nosotros…
Eso
es. Esa es la línea que separa la gratuidad del semipelagianismo. Este lenguaje
va para arriba, la gente está cansada de una doctrina vacía, cansada de tantos
pesos…
Juan Luis Vázquez
Díaz-Mayordomo
Fuente: Alfa y Omega