28.5.18

LAS 2 CERTEZAS DE LA FELICIDAD

Necesarias para ser afectivamente libre

fot. Wspólnota LEDNICA 2000
Me gusta abrazar cada mañana la vida que poseo. Levantarme con la esperanza dibujada en el alma. Esperándolo todo sin temer nada. ¿Por qué a veces tengo tantos miedos que me quitan la paz?

Empiezo un nuevo camino con el corazón alegre. Prodigando sonrisas. Sin agobiarme por lo que ha de venir. Sin temer los contratiempos que a veces tanto me asustan.

Me cuesta mucho que me cambien los planes trazados. No confío tanto en mi Dios como a veces digo. A la hora de la verdad me vuelvo cobarde, sujeto yo las riendas de mi vida.

Como dice el padre José Kentenich: “Son sólo muy pocos los que pueden rezar con el Señor, desde el fondo de su corazón, las palabras del Señor: – Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Son sólo muy pocos los que, en cada situación de la vida, pueden repetir: – Dios lo quiere: así sea. Nada sucede por casualidad, todo viene de su bondad. Dios es Padre, Dios es bueno; bueno es todo lo que Él hace. Son sólo muy pocos los que pueden rezar con Nicolás de Flüe: – ¡Señor mío y Dios mío! ¡Aparta de mí todo lo que me separe de ti! ¡Dame todo lo que me lleve a ti!”[1].

Quizás no esté yo entre esos pocos con corazón confiado. Tal vez no tenga yo esa mirada de los niños. Y me den miedo las circunstancias adversas, la muerte prematura, el abandono inesperado, el futuro incierto.

Me gusta empezar un nuevo día sin miedo en mis pasos, sin temer sobresaltos. Me gustan las personas que sonríen desde que amanece hasta que el día muere.

Me alegran el alma las miradas puras que saben ver el sol escondido detrás de las nubes luchando por dar la cara. Me conmueven los que lloran ante la belleza que sus ojos contemplan.

Y los que se ríen al pasear por caminos infinitos pensando en el don de sus vidas. Me gustan los que ven esperanza cuando parece que está todo perdido. Y los que mantienen sus certezas intactas habiendo sufrido grandes pérdidas.

El otro día leía: “Es importante que el joven demuestre que puede adquirir dos certezas que hacen a la persona libre afectivamente, a saber, la certeza que proviene de la experiencia de haber sido ya amado y la certeza, igualmente experimentada, de saber amar”[2].

Dos certezas son necesarias para aprender a vivir. ¿Las tengo? La certeza de saber que Dios me ama. Saber que me ha creado por amor. Que me ha elegido para ser su instrumento y me necesita por lo que soy, más que por lo que hago.

Dios sabe cómo soy en lo más profundo, mientras que yo intento torpemente tapar mis maldades. Me quiere haga lo que haga.

Cuando me alejo contrariado. Cuando me quedo a su lado molesto por mis límites. Cuando le digo que lo amo y luego me olvido. Cuando prometo lo imposible, y luego temo y cambio de idea. Cuando me enfado con Él por lo que ha permitido en mi vida.

Siempre de nuevo quiero mantener la misma certeza. Dios no se aleja de mí. A Dios sólo le pido eso, que esté a mi lado. Que no se vaya.

Basta con su presencia silenciosa aunque no me dé respuestas. Basta con su sonrisa oculta que yo descubro en otros rostros. Me basta su silencio: “Dios habla con su silencio. El silencio de Dios es una palabra. Su Verbo es soledad. La soledad en Dios no es una ausencia. Es su propio ser, su silenciosa trascendencia”[3].

El silencio de Dios me habla de su compañía callada. De su amor abnegado que siempre pronuncia un sí sobre mi vida.

No hay rechazo en su silencio, ni en su mirada. No hay olvido, ni desprecio. Su silencio es la acogida de un Padre que sabe lo que necesita su hijo cuando regresa a casa dolorido.

Yo necesito que me comprenda. Que me acepte como soy. Que me mire con alegría. Que me agradezca por mis esfuerzos. Que no se asuste al ver mis pecados y traiciones. Mi ropa sucia. Mis faltas.

Necesito que se conmueva ante mi debilidad. Y me mire con misericordia infinita. Esa mirada de Dios sobre mí es mi certeza primera. Saberme amado de forma incondicional.

Y la segunda certeza es la de saber yo amar. ¿He aprendido a hacerlo? Deseo tener un amor en algo parecido al suyo. Es verdad que a veces me siento tan lejos.

Quiero aprender a amar con un corazón paciente, alegre, humilde y callado. Amar sin muchas palabras. Con muchas sonrisas. Con la vida entregada a cada paso.

Quiero aprender a amar. Es la certeza de saber que amo. A algunas personas más. A otras tal vez menos. Pero un amor sincero y hondo, verdadero.

Quiero amar como Dios me ama a mí. Aceptando las caídas de los que me aman. Mirando con misericordia la debilidad de aquel a quien amo y a veces tanto le exijo.

Porque sé que amo exigiendo que aquel a quien amo cambie. Pido que sea diferente, mejor, para poder aceptarlo. Lo miro y le pido lo que no puede darme. Lo quiero si es distinto. Lo acepto si se comporta de otra forma.

Pido lo imposible y me quedo tranquilo creyendo que estoy en lo cierto, que soy justo. ¡Qué lejos estoy de amar con madurez!

Un amor que no lleva cuentas del mal y tampoco del bien. Un amor que ama sin pedir nada a cambio, aceptando la asimetría de la entrega. Reconociendo que lo importante es todo lo que doy. No lo que a cambio recibo.

Como dice el papa Francisco: “Si aceptamos que el amor de Dios es incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar, entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan sido injustos con nosotros”[4].

Ese amor imposible es el que siempre deseo. Es la otra certeza sobre la que construyo mi vida. Mi capacidad de amar como Dios me ama.

[1] Rafael Fernández De Andraca, Sí, Padre: Nuestra entrega filial a Dios
[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[3] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75
[4] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

Carlos Padilla Esteban

Fuente: Aleteia

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