Necesarias para ser afectivamente libre
fot. Wspólnota LEDNICA 2000 |
Me gusta abrazar cada mañana la vida que
poseo. Levantarme con la esperanza dibujada en el alma. Esperándolo todo sin
temer nada. ¿Por qué a veces tengo tantos miedos que me quitan la paz?
Empiezo un nuevo camino con el
corazón alegre. Prodigando sonrisas. Sin agobiarme por lo que ha de venir. Sin
temer los contratiempos que a veces tanto me asustan.
Me cuesta mucho que me cambien
los planes trazados. No confío tanto en mi Dios como a veces digo. A la hora de
la verdad me vuelvo cobarde, sujeto yo las riendas de mi vida.
Como dice el padre José
Kentenich: “Son sólo muy pocos los que pueden rezar con el Señor, desde
el fondo de su corazón, las palabras del Señor: – Hágase tu voluntad en la
tierra como en el cielo. Son sólo muy pocos los que, en cada situación de la
vida, pueden repetir: – Dios lo quiere: así sea. Nada sucede por casualidad,
todo viene de su bondad. Dios es Padre, Dios es bueno; bueno es todo lo que Él
hace. Son sólo muy pocos los que pueden rezar con Nicolás de Flüe: – ¡Señor mío
y Dios mío! ¡Aparta de mí todo lo que me separe de ti! ¡Dame todo lo que me
lleve a ti!”[1].
Quizás no esté yo entre esos
pocos con corazón confiado. Tal vez no tenga yo esa mirada de los niños. Y me
den miedo
las circunstancias adversas, la muerte prematura, el abandono inesperado, el
futuro incierto.
Me gusta empezar un nuevo día
sin miedo en mis pasos, sin temer sobresaltos. Me gustan las personas que
sonríen desde que amanece hasta que el día muere.
Me alegran el alma las miradas
puras que saben ver el sol escondido detrás de las nubes luchando por dar la
cara. Me conmueven los que lloran ante la belleza que sus ojos contemplan.
Y los que se ríen al pasear por
caminos infinitos pensando en el don de sus vidas. Me
gustan los que ven esperanza cuando parece que está todo perdido. Y los que
mantienen sus certezas intactas habiendo sufrido grandes pérdidas.
El otro día leía: “Es
importante que el joven demuestre que puede adquirir dos
certezas que hacen a la persona libre afectivamente, a saber, la certeza que
proviene de la experiencia de haber sido ya amado y la certeza, igualmente
experimentada, de saber amar”[2].
Dos certezas son necesarias para
aprender a vivir. ¿Las tengo? La certeza de saber que Dios me ama.
Saber que me ha creado por amor. Que me ha elegido para ser su instrumento y me
necesita por lo que soy, más que por lo que hago.
Dios sabe cómo soy en lo más
profundo, mientras que yo intento torpemente tapar mis maldades. Me quiere haga
lo que haga.
Cuando me alejo contrariado.
Cuando me quedo a su lado molesto por mis límites. Cuando le digo que lo amo y
luego me olvido. Cuando prometo lo imposible, y luego temo y cambio de idea.
Cuando me enfado con Él por lo que ha permitido en mi vida.
Siempre de nuevo quiero mantener
la misma certeza. Dios no se aleja de mí. A Dios sólo le pido eso, que esté a
mi lado. Que no se vaya.
Basta con su presencia
silenciosa aunque no me dé respuestas. Basta con su sonrisa oculta que yo
descubro en otros rostros. Me basta su silencio: “Dios habla con su silencio. El silencio de
Dios es una palabra. Su Verbo es soledad. La soledad en Dios no es una
ausencia. Es su propio ser, su silenciosa trascendencia”[3].
El silencio de Dios me habla de
su compañía callada. De su amor abnegado que siempre pronuncia un sí sobre mi
vida.
No
hay rechazo en su silencio, ni en su mirada. No hay olvido, ni desprecio. Su
silencio es la acogida de un Padre que sabe lo que necesita su hijo cuando regresa a casa
dolorido.
Yo necesito que me comprenda.
Que me acepte como soy. Que me mire con alegría. Que me agradezca por mis
esfuerzos. Que no se asuste al ver mis pecados y traiciones. Mi ropa sucia. Mis
faltas.
Necesito
que se conmueva ante mi debilidad. Y me mire con misericordia infinita. Esa mirada de Dios sobre mí es mi certeza
primera. Saberme amado de forma incondicional.
Y la segunda certeza es la de saber
yo amar. ¿He aprendido a hacerlo? Deseo tener un amor en
algo parecido al suyo. Es verdad que a veces me siento tan lejos.
Quiero aprender a amar con un
corazón paciente, alegre, humilde y callado. Amar sin muchas palabras. Con
muchas sonrisas. Con la vida entregada a cada paso.
Quiero aprender a amar. Es la
certeza de saber que amo. A algunas personas más. A otras tal vez menos. Pero
un amor sincero y hondo, verdadero.
Quiero amar como Dios me ama a
mí. Aceptando las caídas de los que me aman. Mirando con misericordia la
debilidad de aquel a quien amo y a veces tanto le exijo.
Porque sé que amo exigiendo que
aquel a quien amo cambie. Pido que sea diferente, mejor, para poder
aceptarlo. Lo miro y le pido lo que no puede darme. Lo
quiero si es distinto. Lo acepto si se comporta de otra forma.
Pido lo imposible y me quedo
tranquilo creyendo que estoy en lo cierto, que soy justo. ¡Qué lejos estoy de
amar con madurez!
Un amor que no lleva cuentas del
mal y tampoco del bien. Un amor que ama sin pedir nada a cambio, aceptando la
asimetría de la entrega. Reconociendo que lo importante es todo lo
que doy. No lo que a cambio recibo.
Como dice el papa Francisco: “Si
aceptamos que el amor de Dios es incondicional, que el cariño del Padre no se
debe comprar ni pagar, entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los
demás aun cuando hayan sido injustos con nosotros”[4].
Ese amor imposible es el que
siempre deseo. Es la otra certeza sobre la que construyo
mi vida. Mi capacidad de amar como Dios me ama.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia