"La corporeidad de
nuestra resurrección trasciende lo que el ojo jamás vio"
Álvaro
continúa herido por la ausencia de su esposa, que murió hace dos años después
de una breve y dura enfermedad. Tras su muerte tomó conciencia de la plenitud
de vida que recibía de ella en su relación personal, en la atención a los hijos
y en la multiplicación de las relaciones de amistad.
Me plantea estas inquietudes: “Sueño con frecuencia con ella, ¿volveré a encontrarla tras la muerte?, ¿la reconoceré y podré abrazarla?”.
Me plantea estas inquietudes: “Sueño con frecuencia con ella, ¿volveré a encontrarla tras la muerte?, ¿la reconoceré y podré abrazarla?”.
Intento
iluminar su inquietud: Dios no contempla de lejos la muerte. En Jesús, la ha
experimentado en su carne. La muerte de Cristo no supone una aniquilación: es
un morir para sumergirse en Dios, que se ha hecho carne humana para que el
hombre pueda hacerse inmortal.
Los
discípulos de Jesús sufren una dura prueba y se sienten inmersos en un
torbellino que les lleva desde la muerte cruel del Maestro hasta las apariciones
del Resucitado. Les cuesta reconocerlo, quieren tocar sus llagas
transfiguradas, se abrazan a sus pies, pero no pueden retenerlo porque ya
pertenece a la plenitud de Dios Padre.
En
el momento de la Ascensión, Jesús se separó de ellos dejando abierto el camino
hacia el hogar definitivo donde nuestro cuerpo será transformado por la
misma gloria del Cristo resucitado.
Los
primeros cristianos también tienen dificultad para hacerse una idea de la
resurrección que les espera. Se preguntan: “¿Cómo resucitarán los muertos, con
qué cuerpo volverán a la vida?”. Pablo les da una respuesta: “Lo que tú
siembras no germina si antes no muere. Así sucederá con la resurrección de los
muertos. La corporeidad de nuestra resurrección trasciende lo que el ojo
jamás vio, el oído nunca oyó, lo que la mente humana no se atrevió a pensar”.
Morir
es una bendición, es el beso de Dios que despierta a una existencia nueva. La
resurrección no es volver a la vida o la reanimación de un cadáver, sino vivir
la vida misma de Dios, que no es Dios de muertos sino de vivos.
Necesitamos
aprender a pensar en los muertos como personas vivientes. La fe en la
resurrección ha iluminado muchos instantes últimos y suavizado innumerables
despedidas.
Por
Jesús García Herrero, capellán del tanatorio M-30. Madrid
Artículo publicado originalmente por Alfa y Omega