"Nuestro corazón se abre y se espantan los
miedos cuando nos rodeamos de personas bonitas que fecundan la verdad, la
sinceridad y el cariño íntimo en la relación"
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Mi corazón es egoísta e impuro. No es
misericordioso. Lleva cuenta del mal. Se vuelve egoísta y juzga intenciones.
Cree ver la verdad debajo del agua. Escruta los corazones descubriendo
maldades. Es juez. No es limpio.
Mi corazón se
resiste a romperse y evita ser herido. Se cansa en seguida.
Pierde el aliento y se desespera.
Justifica sus conductas.
Es altivo y orgulloso. Duro como
una roca. No deja ver la debilidad. Se resiste al cambio, a lo nuevo. No tolera
la pérdida ni el dolor.
Mi corazón es mi corazón y tal
vez por eso me gusta. Me he acostumbrado a su pobreza y he aprendido a convivir
con su fragilidad. Aprendo así a tolerar sus inconstancias. Y me habitúo a su
inestabilidad.
Me hablan del corazón de Jesús.
Y miro
ese corazón herido en el que me gustaría vivir inscrito,
grabado, escondido. Como en la grieta de una roca en la que tengo vida y
descanso.
Hay personas que me recuerdan el
corazón de Jesús. Al mirar sus corazones aprendo a descansar. Tienen algo así
como una nobleza que me da vida. En ellos creo más en mí mismo.
Porque me
miran como lo hace Jesús. Ven lo bueno que tengo. Y pasan
por alto mis grandes pecados.
Curiosamente no
desean cambiarme, cosa que yo siempre deseo con los demás. Me
toleran, creo yo, aunque ellos no lo llaman así. Hablan de que el amor es así.
Acoge y acepta siempre. Tienen un tipo de amor del que yo aún carezco.
Porque yo veo con gran rapidez
las tareas que los demás tienen por delante. Veo su pobreza y no me alegro por
ello. Me escandalizo y sufro. Pero ellos, reflejos de ese corazón herido de
Jesús en el que yo recobro la vida, son así. Y eso me alegra.
Comenta Dostoievski: “Nuestro
corazón se abre y se espantan los miedos cuando nos rodeamos de personas
bonitas que fecundan la verdad, la sinceridad y el cariño íntimo en la
relación. El alma se cura estando con niños”.
Con
los niños, y con los que tienen corazón de niño. Con ellos se sana mi corazón
enfermo.
Miro también el corazón de
María. Atravesado por la espada. El dolor por la muerte de su Hijo. Sus
lágrimas al pie de la cruz, su inmenso dolor. Su gran esperanza. Miro su forma
de mirar.
Ella es la Inmaculada. No tiene
manchas. No mancha nada de lo que toca. Al revés, le da la vida. Es un corazón
puro que todo lo purifica.
Me gusta esa forma de ver la
vida que tiene María. En lo cotidiano. En el día a día en el que el amor se
teje en horas llenas de paz. Sin prisas. Con risas y alegrías que brotan de una
vida tranquila.
Nazaret fue así. Luego vino el
huerto, y la prisión, y la muerte. Y en medio de las nubes oscuras su corazón
tenía luz. ¿Cómo se puede brillar cuando el sol se apaga?
Comenta el padre José Kentenich: “La
Santísima Virgen es un jardín de Dios, pero no sólo para Dios sino para todos
aquellos que se entregan a ella, para todos aquellos que ella ha acogido en su
corazón. Ella quiere ser un jardín para ellos. ¿Qué significa esto? Que ella
los ofrecerá a Dios, los hará capaces de ser también un jardín de Dios, un
jardín de María”[1].
Hay
corazones como el de María. Sobrios, humildes, sencillos, alegres. Miro a María que conserva todo en su
corazón.
El que reza conserva todo lo que
le sucede y lo medita en el corazón. Lo guarda en su pozo en silencio,
tembloroso. Sonríe al tocar su vida sagrada. María guarda todo. No deja nada
fuera.
Decía el Padre Kentenich: “Quien
un día ha de proclamar muchas cosas tiene que guardar silenciosamente muchas
cosas en su corazón; quien un día ha de generar el rayo, tiene que ser nube por
largo tiempo”[2].
Miro a María
contemplando, guardando silencio. Callada y pura. Miro su alma
tranquila. Quiero ser como Ella. Tener un corazón como el suyo. Un corazón
fuerte como una roca en medio del mar revuelto.
Yo conozco corazones como el de
María. Y sé que al tocarlos siento que soy un poco mejor. No sé, tal vez será
por contagio.
Necesito
tocarlos más veces para llenarme de una pureza que no es la mía. Y siento que entonces lo que yo toco
también es mejor. Tiene más vida.
Los dos corazones, el de María y
el de Jesús, están tan unidos. En la cruz. En la vida. Para siempre. Y yo
quisiera estar también tan unidos a ellos.
Comenta san Agustín: “Nos
hiciste, Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
ti. Sin Dios el hombre está desgarrado,
angustiado, intranquilo, agitado y no puede lograr el descanso interior”.
Por eso necesito vivir inscrito
en sus corazones, para siempre. Allí soy amado por lo que soy.
Y “el
debería ser” que me atormenta a
menudo pasa a un segundo plano.
Y sonrío confiado. Porque me
siento libre, liberado, más en paz y más seguro. Y puedo caminar sin miedo al
rechazo o a la crítica. Al abandono o a la pérdida.
Y sufro menos. Eso lo tengo
claro. Me inscribo en sus corazones. Algo cambiará en mi vida. En ese poder de
Dios confío.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia