Discurso
del Papa en el Encuentro Ecuménico
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| El Papa Franciscon entra en el Centro Ecuménico con los principales líderes © Vatican Media |
“Tenemos
necesidad de un nuevo impulso evangelizador” ha expresado el Pontífice
Católico en su visita al Consejo Mundial de Iglesias, con sede en Ginebra,
que representa a 350 iglesias, y a su vez, a más de 500 millones de
cristianos.
El
Papa Francisco ha manifestado su deseo de estar presente en las
celebraciones de 70º aniversario de la fundación del Consejo Mundial de
Iglesias para reafirmar el compromiso de la Iglesia Católica en la causa
ecuménica y para animar la cooperación con las Iglesias miembros y con los
interlocutores ecuménicos.
Esta
tarde, el Papa Francisco ha participado en el Encuentro Ecuménico en el Salón
‘Visser’t Hooft’ del Centro Ecuménico del Consejo Mundial de Iglesias en
Ginebra.
“Caminar, rezar y trabajar
juntos”
En
este contexto el Santo Padre se ha detenido en el lema elegido para esta
jornada: Caminar – Rezar – Trabajar juntos, que ha desarrollado a lo
largo de su discurso.
A
su llegada, el Papa ha sido recibido por dos vice-moderadores del Consejo
Mundial de Iglesias, el Prof. Metropolitano Dr. Gennadios de Sassima, y la
Obispa Mary Ann Swenson.
Luego,
el Pontífice ha entrado por la puerta principal con el Secretario General, el
Moderador del CMI y el Cardenal Kurt Koch, quienes lo han acompañado al Salón
Visser’t Hooft. También hay
También
han estado presentes los miembros del Comité Central del CMI, delegados
ecuménicos, autoridades civiles y la delegación que acompaña al Papa en esta
visita.
Después
de las palabras del Rev.do Dott. Olav Fykse Tveit, Secretario General
del WCC, y de la doctora Agnes Abuom, moderadora, el Santo Padre Francisco
ha pronunciado un discurso.
Al
término de sus palabras, han rezado juntos el Padre Nuestro y el Papa ha
impartido la bendición final. Saliendo del auditorio, el Papa ha saludado a
cuatro miembros de la Federación de la Iglesia Evangélica en Suiza, en el hall,
a los presidentes del WCC junto con tres jóvenes del Comité Central.
RD
A
continuación, ofrecemos el discurso del Papa Francisco en el Encuentro
Ecuménico, celebrado con motivo del 70º aniversario de la fundación del Consejo
Mundial de Iglesias.
***
Discurso del Papa
Francisco
Queridos
hermanos y hermanas:
Me
es grato encontrarme con vosotros y os agradezco vuestra amable acogida. En
particular, doy las gracias al Secretario General, Reverendo Dr. Olav Fykse
Tveit, y a la Moderadora, Dra. Agnes Abuom, por sus palabras y por haberme
invitado con ocasión del 70º aniversario de la institución del Consejo
Ecuménico de las Iglesias.
En
la Biblia, setenta años evocan un período de tiempo cumplido, signo de la
bendición de Dios. Pero setenta es también un número que hace aflorar en la
mente dos célebres pasajes evangélicos. En el primero, el Señor nos ha mandado
perdonarnos no siete, sino «hasta setenta veces siete» (Mt 18, 22). El
número no se refiere desde luego a un concepto cuantitativo, sino que abre un
horizonte cualitativo: no mide la justicia, sino que inaugura el criterio de
una caridad sin medida, capaz de perdonar sin límites. Esta caridad que,
después de siglos de controversias, nos permite estar juntos, como hermanos y
hermanas reconciliados y agradecidos con Dios nuestro Padre.
Si
estamos aquí es gracias también a cuantos nos han precedido en el camino,
eligiendo la senda del perdón y gastándose por responder a la voluntad del
Señor: «que todos sean uno» (Jn 17, 21). Impulsados por el deseo
apremiante de Jesús, no se han dejado enredar en los nudos intrincados de las
controversias, sino que han encontrado la audacia para mirar más allá y creer
en la unidad, superando el muro de las sospechas y el miedo. Tenía razón
un antiguo padre en la fe cuando afirmaba: «Si el amor logra expulsar
completamente al temor y este, transformado, se convierte en amor, entonces
veremos que la unidad es una consecuencia de la salvación» (S. Gregorio de
Nisa, Homilía 15, Comentario sobre el libro del Cantar de los Cantares).
Somos
los depositarios de la fe, de la caridad, de la esperanza de tantos que, con la
fuerza inerme del Evangelio, han tenido la valentía de cambiar la dirección de
la historia, esa historia que nos había llevado a desconfiar los unos de los
otros y a distanciarnos recíprocamente, cediendo a la diabólica espiral de
continuas fragmentaciones. Gracias al Espíritu Santo, inspirador y guía del
ecumenismo, la dirección ha cambiado y se ha trazado de manera indeleble un
camino nuevo y antiguo a la vez: el camino de la comunión reconciliada, hacia
la manifestación visible de esa fraternidad que ya une a los creyentes.
El
número setenta ofrece en el Evangelio un segundo punto de reflexión. Se refiere
a los discípulos que Jesús envió a la misión durante su ministerio público (Lc 10,
1) y cuya memoria se celebra en el Oriente cristiano. El número de estos
discípulos remite a las naciones conocidas, enumeradas al comienzo de la
Escritura (cf. Gn 10). ¿Qué nos sugiere esto? Que la misión está
dirigida a todos los pueblos y que cada discípulo, por ser tal, debe
convertirse en apóstol, en misionero. El Consejo Ecuménico de las Iglesias ha
nacido como un instrumento de aquel movimiento ecuménico suscitado por una
fuerte llamada a la misión: ¿cómo pueden los cristianos evangelizar si están
divididos entre ellos? Esta apremiante pregunta es la que dirige también hoy
nuestro caminar y traduce la oración del Señor a estar unidos «para que el
mundo crea» (Jn 17, 21).
Permitidme,
queridos hermanos y hermanas, manifestaros también, además del vivo
agradecimiento por el esfuerzo que realizáis en favor de la unidad, una
preocupación. Esta nace de la impresión de que el ecumenismo y la misión no
están tan estrechamente unidos como al principio. Y, sin embargo, el mandato
misionero, que es más que la diakonia y que la promoción del
desarrollo humano, no puede ser olvidado ni vaciado. Se trata de nuestra
identidad. El anuncio del Evangelio hasta el último confín es connatural a
nuestro ser cristianos. Ciertamente, el modo como se realiza la misión cambia
según los tiempos y los lugares y, frente a la tentación ―lamentablemente
frecuente―, de imponerse siguiendo lógicas mundanas, conviene recordar que la
Iglesia de Cristo crece por atracción.
¿En
qué consiste esta fuerza de atracción? Evidentemente, no en nuestras ideas,
estrategias o programas. No se cree en Jesucristo mediante un acuerdo de
voluntades y el Pueblo de Dios no es reductible al rango de una organización no
gubernamental. No, la fuerza de atracción radica en aquel don sublime que
conquistó al apóstol Pablo: «conocerlo a él [Cristo], y la fuerza de su
resurrección, y la comunión con sus padecimientos» (Flp 3, 10). Solo de
esto podemos presumir: del «conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el
rostro de Cristo» (2 Co 4, 6), que nos da el Espíritu vivificador. Este es
el tesoro que nosotros, frágiles vasijas de barro (cf. v. 7), debemos ofrecer a
nuestro amado y atormentado mundo. No seríamos fieles a la misión que se nos ha
confiado si redujéramos este tesoro al valor de un humanismo puramente
inmanente, adaptable a las modas del momento. Y seríamos malos custodios si
quisiéramos solo preservarlo, enterrándolo por miedo a los desafíos del mundo
(cf. Mt 25, 25).
Tenemos
necesidad de un nuevo impulso evangelizador. Estamos llamados a ser un
pueblo que vive y comparte la alegría del Evangelio, que alaba al Señor y sirve
a los hermanos, con un espíritu que arde por el deseo de abrir horizontes de
bondad y de belleza insospechados para quien no ha tenido aún la gracia de
conocer verdaderamente a Jesús. Estoy convencido de que, si aumenta la fuerza
misionera, crecerá también la unidad entre nosotros. Así como en los orígenes
el anuncio marcó la primavera de la Iglesia, la evangelización marcará el
florecimiento de una nueva primavera ecuménica. Como en los orígenes,
estrechémonos en comunión en torno al Maestro, no sin antes arrepentirnos de
nuestras continuas vacilaciones y digámosle, con Pedro: «Señor, ¿a quién vamos
a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
Queridos
hermanos y hermanas: He deseado estar presente en las celebraciones de este
aniversario del Consejo también para reafirmar el compromiso de la Iglesia
Católica en la causa ecuménica y para animar la cooperación con las Iglesias
miembros y con los interlocutores ecuménicos. En este contexto, también
quisiera detenerme un poco en el lema elegido para esta jornada: Caminar –
Rezar – Trabajar juntos.
Caminar: sí, pero ¿hacia dónde?
En base a cuanto se ha dicho, propongo un doble movimiento: de entrada y de
salida. De entrada, para dirigirnos constantemente hacia el centro, para
reconocernos sarmientos injertados en la única vid que es Jesús (cf. Jn 15,1-8).
No daremos fruto si no nos ayudamos mutuamente a permanecer unidos a él. De
salida, hacia las múltiples periferias existenciales de hoy, para llevar
juntos la gracia sanadora del Evangelio a la humanidad que sufre. Preguntémonos
si estamos caminando de verdad o solo con palabras, si los hermanos nos
importan de verdad y los encomendamos al Señor o están lejos de nuestros
intereses reales. También preguntémonos si nuestro camino es un volver sobre
nuestros propios pasos o si es un ir al mundo con convicción para llevar allí
al Señor.
Rezar: También en la oración,
como en el camino, no podemos avanzar solos, porque la gracia de Dios, más que
hacerse a medida individual, se difunde armoniosamente entre los creyentes que
se aman. Cuando decimos «Padre nuestro» resuena dentro de nosotros nuestra
filiación, pero también nuestro ser hermanos.La oración es el oxígeno del
ecumenismo. Sin oración la comunión se queda sin oxígeno y no avanza, porque
impedimos al viento del Espíritu empujarla hacia adelante. Preguntémonos:
¿Cuánto rezamos los unos por los otros? El Señor ha rezado para que fuésemos
una sola cosa, ¿lo imitamos en esto?
Trabajar juntos: En este sentido quisiera
subrayar que la Iglesia Católica reconoce la especial importancia del trabajo
que desempeña la Comisión Fe y Constitución, y desea seguir contribuyendo
a través de la participación de teólogos altamente cualificados. El estudio
de Fe y Constitución, para una visión común de la Iglesia y su trabajo en
el discernimiento de las cuestiones morales y éticas tocan puntos neurálgicos
del desafío ecuménico. Del mismo modo, la presencia activa en la Comisión para
la Misión y la Evangelización; la colaboración con la Oficina para el Diálogo
Interreligioso y la Cooperación, últimamente sobre el importante tema de la
educación y la paz; la preparación conjunta de los textos para la Semana de
oración por la unidad de los cristianos y otras formas de sinergia son
elementos constitutivos de una sólida y auténtica colaboración.
Asimismo,
agradezco la importante labor del Instituto Ecuménico de Bossey en la formación
ecuménica de las jóvenes generaciones de responsables pastorales y académicos
de tantas Iglesias y Confesiones cristianas de todo el mundo. Desde hace muchos
años, la Iglesia Católica colabora en esta obra educativa con la presencia de
un profesor católico en la Facultad; y cada año tengo la alegría de saludar al
grupo de estudiantes que realiza el viaje de estudios a Roma. Quisiera
mencionar también, como signo positivo de “armonía ecuménica”, la creciente
adhesión a la Jornada de oración por el cuidado de la creación.
Por
otra parte, el trabajo típicamente eclesial tiene un sinónimo bien definido: diakonia.
Es el camino por el que seguimos al Maestro, que «no ha venido a ser servido,
sino a servir» (Mc 10, 45). El servicio variado e intenso de las Iglesias
miembros del Consejo encuentra una expresión emblemática en la Peregrinación
de justicia y paz. La credibilidad del Evangelio se ve afectada por el modo
cómo los cristianos responden al clamor de todos aquellos que, en cualquier
rincón de la tierra, son injustamente víctimas del trágico aumento de una
exclusión que, generando pobreza, fomenta los conflictos. Mientras los débiles
son cada vez más marginados, sin pan, trabajo ni futuro, los ricos son cada vez
menos y más ricos. Dejémonos interpelar por el llanto de los que sufren, y
sintamos compasión, porque «el programa del cristiano es un corazón que ve»
(Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 31).
Veamos
qué podemos hacer concretamente, antes de desanimarnos por lo que no podemos.
Miremos también a tantos hermanos y hermanas nuestros que en diversas partes
del mundo, especialmente en Oriente Medio, sufren porque son cristianos.
Estemos cerca de ellos. Y recordemos que nuestro camino ecuménico está
precedido y acompañado por un ecumenismo ya realizado, el ecumenismo de la
sangre, que nos exhorta a seguir adelante.
Animémonos
a superar la tentación de absolutizar determinados paradigmas culturales y
dejarnos absorber por intereses personales. Ayudemos a los hombres de buena
voluntad a dar mayor relieve a situaciones y acontecimientos que afectan a una
parte importante de la humanidad, pero que ocupan un lugar muy marginal en el
ámbito de la información a gran escala. No podemos desinteresarnos, y es
preocupante cuando algunos cristianos se muestran indiferentes frente al
necesitado.
Más
triste aún es la convicción de quienes consideran los propios bienes como signo
de predilección divina, en vez de una llamada a servir con responsabilidad a la
familia humana y a custodiar la creación. El Señor, Buen Samaritano de la
humanidad (cf. Lc 10, 29-37), nos interpelará sobre el amor al
prójimo, cualquiera que sea (cf. Mt 25, 31-46).
Preguntémonos
entonces: ¿Qué podemos hacer juntos? Si es posible hacer un servicio,
¿por qué no proyectarlo y realizarlo juntos, comenzando por experimentar una
fraternidad más intensa en el ejercicio de la caridad concreta?
Queridos
hermanos y hermanas: Os renuevo mi cordial agradecimiento. Ayudémonos a
caminar, a rezar y a trabajar juntos para que, con la ayuda de Dios, la unidad
avance y el mundo crea. Gracias.
Fuente:
Zenit






