Y no sólo taparlas
Muchas veces no sé qué hacer ante el dolor
ajeno. Me detengo callado sin saber qué decir. No encuentro la pregunta
adecuada, la mirada correcta, el gesto oportuno.
No me parezco a María que al pie
de la cruz llora en su propio dolor y abraza el dolor de Juan, de María
Magdalena, del mismo Jesús muriendo.
Cuando
sufro me cierro y no soy capaz de sentir compasión por otros. De abrirme y sufrir con el que sufre.
Dibujo torpemente mis gestos, mi postura. No sé bien cómo hacer para calmar el
dolor del que sufre.
A
veces creo que mis palabras traerán consuelo. Pero quizás son más bien mis
silencios los que ayudan.
No el silencio de la
indiferencia. Cuando la vida ajena no me interesa. Me refiero más bien a ese
silencio respetuoso y sagrado cuando no encuentro palabras adecuadas.
Un
abrazo, una sonrisa, un te quiero. Sé que mi amor sana y anima. Es la mejor forma de
consolar al triste. El mejor calmante del alma. Levanta al que llora. Sostiene
al caído.
Decía el padre José Kentenich: “La
llave mágica del amor. ¡Cuán pronto transforma el amor también el dolor y la
tristeza en alegría! Hemos de aprender a transformar la cruz, el
dolor y la tristeza en alegría, en alegría real”
[1].
Mi
amor callado y presente convierte el dolor en alegría. Mi amor fiel e incondicional.
Creo que el
dolor tiene algo que purifica el alma por dentro. Es como
si limpiara mis entrañas más hondas. En lo más oculto, allí donde mi vista no
alcanza. Es como un fuego que todo lo purga. Lo impuro, lo sucio.
El dolor es una herida abierta
dentro de mi alma. A veces quiero cerrarla de golpe, sin respetar el duelo. No
quiero que el dolor me envenene. No quiero seguir sufriendo.
Pero he descubierto que las
heridas cierran de dentro hacia fuera y no al contrario. Yo
intento vanamente cerrar por fuera. Estirando la piel. Atando los extremos.
Cubriendo esa hondura que tanto me incomoda.
Me da miedo que se infecte todo.
La herida abierta duele en cuanto la toco. Se me olvida que la herida tiene que
cerrar de dentro hacia fuera. Lentamente, sin prisas.
Y no sé bien por qué Dios me dio
tan poca paciencia. Busco en el arcón de mis dones por si acaso hubiera algo
más de paciencia escondida, olvidada. Intento encontrar un alma serena en la
larga espiral de mi dolor cansino.
Y me veo corriendo nervioso tratando de
resolver todas mis inquietudes. Como si faltara el tiempo. Como
si sobrara el ímpetu.
Sé que el dolor de mi alma viene
de una herida honda. Sé que sin la paciencia jamás curará mi herida.
Intento que no me duela. Intento
que no les duela a aquellos que me confía. Intento tapar heridas, limpiando
hondo, vendando fuerte.
Pero no siempre me resulta
porque no tengo paciencia. Quiero que no se infecte mi herida más
profunda. Que no me llene de odio, y de rabia, y de rencor.
Porque cuando la fiebre nubla mi
entendimiento es porque no he sido paciente para curar mi herida.
Y pierdo la alegría. Y la rabia manda en mí. Día tras día acuden a la puerta
como mendigos mi dolor y mi tristeza.
Igual yo me detengo ante la
puerta del dolor ajeno. Busco silencios más que palabras. Busco dar cariño más
que exigir amor. Busco actuar con delicadeza, sin prisas.
A veces soy un poco precipitado.
Me viene por la sangre. Y me olvido del dolor que llevo y del dolor
que llevan. Y paso por encima del sufrimiento. Sin delicadeza, sin ternura.
No
quiero que la indiferencia haga más daño. No quiero que mi olvido produzca dolor. Quiero
ser un sanador herido. Tengo compasión desde mi tristeza.
Dejo que Jesús me sane a mí mismo. Y así poder yo sanar a otros.
Sé muy bien que la paz no
consiste en no tener heridas, ni dolores. Es inevitable que al amar yo sufra y
resulte herido. Y que al sufrir mi herida sea profunda. La pérdida, la ofensa,
el desprecio, la soledad no querida.
No me da miedo el dolor que
limpia el alma. Querrá decir que he vivido. La ruptura duele. Y la distancia
daña.
No
quiero pasar de puntillas por la vida de los hombres. Ni por la mía. Cuando
lloro me siento tan contento…
Miro fotos pasadas derramando mi
llanto. Tengo el alma sensible casi ya de niño. Las cosas me afectan más de lo
que yo quisiera. Tocan quizá la herida propia del nacimiento. La herida en que
me rompo al abrirme a la vida.
Me sobran las palabras que
buscan el consuelo. Esas que a veces digo y a veces oigo: “Ahora
descansa en paz. Está con quien más quiso. Ahora por fin camina. Y sabe dónde
vive. No te preocupes tanto, es que Dios lo ha querido”.
Son las palabras
hechas para consolar heridas. Las oigo y las repito. Las guardo
y las olvido. No consuelan a nadie. Ni yo mismo hallo consuelo.
Sé que el dolor tan hondo es
parte de la vida. No quiero tapar con vendas la herida que me
duele. Quiero aceptar mi llanto. Y limpiar con las lágrimas. Quiero abrazar al
que llora. Llenándolo de cariño.
“Hacer
de sus propias heridas una fuente de curación no es una llamada a compartir los
dolores personales superficiales, sino un constante deseo de ver
el sufrimiento de uno mismo como surgiendo del fondo de la condición humana que
todos compartimos” [2].
Quiero tener paciencia para
curar heridas. Día tras día. A la misma hora. Limpiando en lo más profundo.
Sin importarme vivir con heridas abiertas. Evitando que se infecten y me dejen lleno
de amargura.
Por
mis heridas entra el fuego de Jesús. Puede entrar también el odio. Le pido a
Jesús que me llene de esperanza. Que calme mi dolor.
Pienso hoy en Jesús. En sus
muchas heridas. Él me consuela herido. Y yo me abrazo a Él, en medio de mis
penas. Convertirá mi llanto en una dulce alegría. Por
eso confío tanto en el amor de Jesús que me sana por dentro. Sana mi herida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






