No quiero la indiferencia del que se lava las manos
y no hace nada ante el mal, sino la fe del que lava los pies sirviendo la vida
que se le confía
Sebastien Desarmaux / Godong |
Cada vez que toco a Dios en lo que me
sucede, vuelvo a exclamar convencido: “Creo en ti, Señor”. Creo en su
amor cercano y presente. En mí, en las personas, en lo que me sucede.
Me toca de forma especial el
paso de Dios concreto y palpable. Toco su palabra hecha carne. Su fuego que me
enamora y convence.
Todo es para mi bien, para
nuestro bien. Creo, en medio de los claroscuros de la
vida. Cuando no todo es nítido. Cuando el mal convive con el bien.
La cizaña con el trigo.
En medio de la vida llena de
tentaciones y caídas. Llena de actos heroicos de entrega. De renuncias santas.
De vidas consagradas.
En medio del bullicio de la vida
resuena el sí tímido del que se abandona en las manos de Dios. Un sí
que deja un surco de fuego en medio del frío. Un vergel en
medio del desierto. Un río que llena todo de vida. Una tormenta perfecta que
todo lo anega.
Ese sí que se rompe con la
fuerza del sol saliendo entre las nubes. Ese sí del que ha creído. Quiero creer
así. Al
tocar a Dios en mi vida, en la de los otros, vuelvo a creer.
Hay
muchos que hoy pierden la fe. Al ver caer a aquellos en los que creían. Al ver el mal y el pecado. La oscuridad y
la tentación. Dejan de creer en el poder de Dios. Se vuelven indiferentes.
El otro día leía: “La
indiferencia hacia Dios constituye la raíz de una forma de rebelión ruidosa. Esta rebelión es una ilusión que
consiste en creer que podemos prescindir de Él para vivir mejor en este mundo.
A partir de ahí, el silencio de Dios se convierte en un
aliado casi objetivo, la prueba tangible de una humanidad sin Creador”[1].
Creo
yo en la mano silenciosa de Dios actuando. No quiero ser indiferente ante el poder
de su actuar, ante la fuerza de su amor.
Veo el poder de Dios en obras. Lo
veo en su silencio que cambia el corazón. Lo veo en las manos que consagran a
un hombre sacerdote. Y lo dejan herido en medio de los hombres. Para dar a
Jesús, para lavar los pies de aquellos a los que sirve.
No
quiero la indiferencia del que se lava las manos y no hace nada ante el mal.
Sino la fe del que lava los pies sirviendo
la vida que se le confía.
En este mundo revuelto y sin
rumbo, caen las personas en las que creer. ¿De quién me puedo fiar? Casi
ni de mí mismo.
Me quedo pensando en el silencio
de Dios. ¿En quién creo? Miro a Jesús oculto entre las sombras. Callado en la
humildad de su carne herida. Desde el silencio de la cruz, desde donde me mira.
Su voz callada que resuena dentro de mi alma herida.
La
Iglesia se construye sobre la fragilidad de hombres enamorados. Sobre corazones
rotos que han caído muchas veces y han seguido luchando. Han vuelto a creer. No
en sus fuerzas, sino en el poder infinito de Dios oculto entre sus manos. Callado en sus palabras. Presente en su
mirada humana. En sus gestos toscos.
Mi fe no se basa en el poder que
yo tengo. Creo en lo que no veo con mis ojos de carne, sino con los del alma.
Con mis ojos frágiles que se levantan una y otra vez para creer, para confiar.
Me da miedo volverme indiferente. Dejar de creer en su poder.
Leía: “El hombre se aleja de Dios porque ha
dejado de creer en el silencio”[2]. Cuando
Dios parece callar es como si perdiera todo su poder.
Quiero creer más en sus
silencios. Más en su actuar oculto allí donde no alcanza mi mirada. Esa fe
ciega que ve lo que muchos no ven.
Necesito que Jesús aumente mi
fe. Necesito ir a Jesús cada día a pedirle su protección, su cuidado. Una fe en
mi historia en la que Dios me ha hablado, me ha conducido, me ha guiado.
Me gusta la bendición que Dios
pronuncia sobre mí: “La bendición de ese Dios que va delante de
mí para guiar mis pasos. En medio de mí para sostener mi cansancio. Detrás de
mí para recogerme cuando caigo”.
Me atrae mucho ese Dios oculto
detrás de mí mismo cuando el pan entre mis manos se convierte en su cuerpo
vivo. El vino en su sangre derramada.
Creo
en lo que no es razonable creer.
Esa es la fe que me permite creer en lo que no es posible. Si pudiera verlo con
mis ojos de carne no necesitaría la fe para creer.
Creo en las personas y en su
bondad, aunque los hechos me muestren su pecado. Creo en el bien oculto en un
corazón que parece movido por el mal.
Creo en mí mismo cuando siento
que no puedo llegar hasta la meta marcada. Estoy convencido de que lo
importante no es la meta que sueño, sino el paso que doy con esfuerzo. Paso a
paso.
El camino me forma como hombre.
Me hace más dependiente de Dios. Y más confiado en su promesa.
Estará conmigo en medio de mi
camino. No me dejará nunca aunque yo dude de mí. Todo es para mi bien. En ese
poder confío. En el poder que viene de lo alto. En ese Dios que me da todo su amor. Y es
fiel a su promesa.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia