Renunciar: Para dar vida tengo que morir
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El Reino de Dios se parece a una semilla
que crece bajo la tierra y da fruto:
“El
Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme
de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él
sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos,
luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la
hoz, porque ha llegado la siega”.
El reino de Dios. La presencia
de Cristo entre los hombres. Su amor misericordioso. Su protección constante
hasta el último día de mi vida. Ese reino de Dios que me cuesta ver cuando
el mal tiene más voz, grita más fuerte, es más visible.
Tal vez por eso me gusta la
imagen del crecimiento en la noche. Cuando el corazón no lo percibe y duerme.
Ni mis ojos alertas lo descubren. Ni mis ojos dormidos.
Es esa semilla que crece, muere
y da vida. Crece sin que yo me dé cuenta, sin que yo tenga que hacer nada.
Pienso en el agricultor que
duerme dejando su campo al caer la tarde. Trabaja durante el día. Descansa cada
noche. Y su trabajo sigue dando fruto cuando él ya duerme.
No puede acelerar los tiempos.
No depende de él. Es así de sencillo. Él hace lo que puede hacer. Trabaja
la tierra, ara, cava, siembra, riega. Y espera. Necesita cuidar la paciencia.
El corazón paciente y la mirada
alzada al cielo. La confianza y el abandono en las manos de Dios que es quien
construye mi vida.
Como el agricultor yo tampoco me
desanimo: “Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras
vivimos, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por
la fe”.
Miro al cielo y confío en la
llegada de la lluvia y del sol. Cuando sea necesario. Y la semilla enterrada
bajo tierra morirá y dará paso a las raíces, al tallo, a las hojas, al fruto.
Así es el reino de Dios. Crece en la paz de la noche.
A mi alrededor parece tener más
fuerza el mal que grita y reclama mi atención. Me impresiona más el dolor, el
daño causado por el odio. La injusticia.
Hace más ruido la violencia que
me desespera. Provoca más estupor el árbol que cae en medio del silencio. Y los
hombres que hacen leña del árbol caído. Me conmueve más la traición
descubierta, la corrupción desvelada, el desierto que todo lo seca y mata.
Pero la
semilla que crece sin que nadie la vea me resulta
desconcertante. Una semilla pequeña que da vida mientras muere.
Esa paradoja no la acabo de
entender. ¿No podía seguir viva la semilla mientras da vida? ¿Cómo puede
despertar vida la muerte?
Así es el reino de Dios. Algo
muere para que surja la vida. Algo en mí muere para que el
reino se haga presente en mi corazón.
No me gusta el color oscuro de
la muerte. Aunque con la muerte brote la vida. Me falta fe en su poder oculto.
Me asusta el dolor.
¿Cuánto tengo que morir para dar
vida? ¿Basta con morir sólo un poco? Morir a mis sueños, a mis planes, a mis
deseos. Morir a lo que no he elegido, a lo que he dejado
pasar.
Morir a lo que no tengo y me
gustaría tener. Morir mientras anhelo la vida y deseo la fecundidad. Morir en
el fracaso, o en la derrota. Morir cuando mi deseo es vivir para siempre.
¿Cuándo entenderé el poder de mis
renuncias? ¿Cuándo me daré cuenta de que yo no soy el importante en mi
vida?
Pero al mirar lo que hago, lo
que digo, lo que creo, veo que no es cierto. No consigo desprenderme de ese
egoísmo que me rompe por dentro.
Quiero estar yo bien. Quiero
tener vida. No quiero morir, renunciar, ceder, dar, entregar.
Tal vez por eso me gusta la imagen de la semilla que muere bajo tierra sin que
me duela el alma. ¿Es así? No sé, creo que no tanto.
Para
dar vida tengo que morir,
aunque duela. Tengo que dar, aunque me exija. Tengo que entregarme por entero,
aunque deteste dejar de ser yo el centro.
Me gusta también la imagen del
silencio de la noche. Quizás porque me he acostumbrado a los ruidos. Y me creo
que en el silencio no sucede nada. Me equivoco de nuevo. El reino de Dios surge
en el silencio, sin que nadie lo note.
Leía el otro día: “Cristo
pasó treinta y tres años en esta tierra y, durante treinta de ellos, su palabra
no traspasó los límites de una aldea de varios centenares de habitantes. Ese es
el silencio de Dios. Está en la tierra y permanece oculto. Yo hablaría más bien
de un Dios oculto”[1].
Jesús oculto como la semilla en
Nazaret comienza a morir para dar vida. En el silencio de Nazaret, en el
transcurso de tantas noches silenciosas. Nada impresionante parece suceder.
La semilla va muriendo, la raíz
crece. No hay ruido. Es sólo el silencio de Dios. Un caminar lento y seguro de
Dios por el surco profundo que va dejando en la tierra. Una semilla que muere
lentamente sin hacer ruido. Muy callada. Muy en silencio.
Como Jesús oculto en Nazaret, un
desconocido. No hay milagros. No hay discursos. Ni palabras que tengan vida
eterna. Sólo hay silencio. La noche oscura.
Y el reino que va surgiendo
lentamente. Igual que esa noche en el Gólgota. Mientras muchos dormían Jesús en
el sepulcro muere para dar vida. Y el reino de Dios comienza a hacerse
presente.
A mí me gustan más los números y
los logros. Me apena cuando la presencia de la Iglesia se debilita. Y creo que
el mal está venciendo.
O pienso que es tan grande la
debilidad del hombre que escandaliza a todos. A mí el primero. Y, ¿dónde está
muriendo lentamente la semilla del reino? ¿Dónde está esa bondad oculta que
vence al mal y hace posible que yo siga alzando la mirada al cielo?
Confío.
Quiero confiar en el poder infinito de Dios
que todo lo transforma. Quiero creer que Jesús puede hacerlo todo nuevo.
Miro al cielo. Alzo la mirada.
Veo las nubes y el sol. Toco los vientos. Pienso en la semilla oculta bajo la
tierra.
Yo siembro. Escarbo y hago el
surco más hondo. Surge la vida sin que yo la vea. No soy yo la persona más
importante de mi vida. ¿Cuándo lo aprenderé? No lo sé. Sólo
confío en que Jesús pueda hacerme nacer de nuevo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia