Una bellísima reflexión ante una muerte para
comprender que el amor es eterno
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¡Qué difícil es despedirse de quien
amas! Se
desgarra algo muy hondo. Como los discípulos de Jesús en la Ascensión. Como yo,
cuando no toco ya con mis manos su cara.
Sé que el dolor de ahora forma
parte de la alegría de entonces. Y la alegría de entonces da fuerzas y luz
ahora en los momentos más duros.
Cuando
el corazón llora es porque ha amado, ha querido retener y ha soñado.
Y yo he querido. Y recuerdo. He
intentado retener la vida. Porque he amado. No un año, muchos más. Y me duele
ahora la ausencia con un dolor seco, hondo y rasgado. El corazón algo roto,
desgarrado. La vasija de barro de mi alma hecha añicos.
Me siento lleno y vacío. Triste
y alegre al mismo tiempo. En una mezcla imposible con la que camino.
Hay una canción de Paco Bello
que me habla de la ausencia, No sabes cuánto te he querido:
“No
sabes cuánto te he querido, olvidarte es saber que no hay forma, ahora tengo
que aprender a desnombrarte con los ojos más que con la boca. Has cambiado mi
forma de mirar, has cambiado el sentido de las calles, caminar sin ti no es del
todo andar. No me moriré pero ya verás como no sabré esquivar los vientos que
te nombran. No me cansaré de pensar que estás a mi lado pero no como una
sombra. Y no sabes que aún cocino para ti. Y no sabes que dibujo tu perfil con
las frases que hace tiempo te escribí, con las frases que ahora estallan junto
a mí”.
Las palabras están dirigidas a
un amor que ya no existe. Hablan de la ausencia de la persona
amada. Me conmueven sus palabras. En la ausencia, ante la muerte, no sé
desnombrar a quien he querido. El viento me repite su nombre.
No
sé acallar mi llanto,
ni silenciar mi voz. No sé apagar mi grito, ni olvidar mi dolor. Y no sé
esquivar los vientos que la nombran.
Está a mi lado, no como una
sombra. Su presencia es más real todavía llenando todos mis vacíos.
Todos los huecos de mi olvido. Haciéndome recordar cada momento que está
conmigo. Cada abrazo y cada beso. Cada palabra y cada silencio. Cada sonrisa y
cada mirada. Cada recuerdo sagrado.
Quiero
conservar grabado
en la piel, dentro del alma, en lo más profundo, todo lo que ahora lloro y
añoro.
Y conservo escondido en los
pliegues de mi corazón cada mirada cómplice, cada abrazo furtivo, cada palabra
dicha que contenía mil palabras.
Dicen
que una madre te engendra tres veces.
La primera dolorosa y alegre, a una vida
fugaz, a unos años de camino, a un madurar y envejecer tejiendo historias.
La segunda vez es cuando logra
que de las entrañas propias surja un amor cálido y profundo de hijo. Cuando
rompo un cordón invisible para hacerme hombre y seguir amando como niño. Un amor
sincero y hondo. Un respeto cálido y valiente. Una libertad casi divina.
La tercera, eso dicen, cuando parte a
preparar un lugar en el cielo para su hijo. Tal vez la más honda. La que más
duele. La más cruel. Es verdad que no le duele tanto a la madre. Le duele más
al hijo. Pero ese nacimiento ya sí que es para siempre,
es eterno.
Me duele ahora la ausencia de
este tercer parto. La ruptura total de un cordón que cruza el
cielo y que creí un día ya roto. Y ahora veo que es para
siempre. No la separación, sino lo que me une.
Es más hondo todavía. Es más
presente. No hace falta la voz. Ya sobran mis palabras. La
carta que quise escribirle. Lo que no le dije. O se lo dije cuando no me
entendía. Ahora sí me entiende. Ahora se lo digo.
Es un amor para siempre. Y tengo
el alma triste, al tiempo que contenta.
Y Jesús me repite que no esté
triste, que mi alegría llegará a plenitud: “Os he hablado de esto para que mi alegría
esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud” (Jn
15,11). Que su alegría quiere acabar con mi tristeza, con mi dolor,
con mi vacío, con mi silencio, con mi pena.
Quiero nombrar mil veces su
nombre. Y llamarla en cada esquina para que conteste. Veo sillas de ruedas por
todas partes. Y ojos de cielo detrás de cada esquina mirándome siempre.
Oigo su voz de nuevo y su risa
cálida. Y atrapo fugaces besos que aún guardo muy dentro. Grabados en el alma,
para siempre. Todavía húmedos.
Deshojo cansado los días del
camino. Seguro de una cosa, de cuánto me ha amado. Y más aún, de mi
amor profundo.
Sé
que un día podré, cuando llegue el día, verla cara a cara. De nuevo ver su rostro que ahora sí
que entiende.
Me dirá mil palabras y todas con
sentido. Escuchará mi voz, pronunciará mi nombre. Hace ya tanto tiempo que no
lo oigo…
Surco esos
mares del alma donde hay tanta nostalgia. Tristezas del pasado.
Alegrías de entonces. Es fácil abrazar, tan duro despedirse.
Es como si mi alma se rompiera en mil pedazos.
No
lo comprendo tanto.
La alegría será plena, me dicen. No lo sé. Cuesta tanto el olvido. Y no lo
quiero. Porque olvidar es dejar que algo muera. Es soltar para siempre las
manos amadas. Eso no lo quiero. No la olvido.
Sólo quiero despejar el cielo
con sus nubes. Apagar los incendios del alma que me inundan de lleno. Caminar
sobre las aguas revueltas de mi alma turbada.
No
sé cómo se hace para correr de nuevo sin peso en el alma. Para sonreír alegre
cuando el sol se apaga,
de repente.
Quiero despertar los sueños ya
dormidos. Levantar el polvo de la tierra para que llegue al cielo. Sonrío. Y
Jesús me dice que no tema. Que no quiera desnombrarla. Porque no es posible.
Tan dentro lo tengo grabado.
Su
nombre de hoy lleno de nostalgia, es el mismo que pronuncié tantas veces lleno
de cariño. Siendo tan
niño. El mismo nombre que me abre la puerta del cielo. La puerta del alma.
Me gusta pensar que no hay
un adiós para siempre cuando el corazón ama.
Tal vez el
para siempre lo construyo sólo cuando hiero, cuando odio, cuando soy
indiferente. Cuando en la tierra me alejo de los que desprecio
y no amo en lo más hondo a los que me aman. Entonces sí separo, y alejo.
Pero mi amor es verdadero y para
siempre. Sé que lo tejo desde mi pecado y mi pobreza, desde mis límites. Amo de
verdad, desde las raíces más hondas, desde mi pobreza.
Creo en este amor que tiene
semilla eterna. Y no hay un adiós que dure demasiado. El
tiempo siempre pasa. Y llega el cielo.
Mi alma se calma un poco. Y
agradece. ¡Cómo no agradecer tantos pasos que he dado! Y su mirada confiada y
alegre mirándome por la espalda mientras camino.
Lo recuerdo, su mirada tranquila
cuando era pequeño y cargaba piedras. Esa mirada suya me sostiene hoy. Me sigue
mirando. Y yo cargo piedras.
Entonces no la veía. No sabía
que miraba. Ahora no lo dudo. Me está mirando, seguro.
Cargo con las piedras pesadas del camino. Con las mías, con las de los otros.
Las sostengo temblando entre mis dedos. Abrazado por la espalda.
Ya no temo. No sé si será mi
tristeza un día alegría plena. En algún momento seguro.
Tenía tanta paz su mirada al
irse. Se quedó pegada en mi pecho. No creo que sea posible morir de mejor
manera.
La ausencia duele. Y el vacío.
El recuerdo sagrado de haber sido amado. La nostalgia de unos ojos azules que
me miran. Su sonrisa franca llena de recuerdos.
Doy
gracias a Dios, por haber tenido, por haber amado, por haber sufrido.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia