Por mucho que ame a estas personas, mis palabras probablemente nunca lleguen a tocar su corazón...
Celeste RC-(CC BY-NC 2.0) |
Tiendo a querer cambiar el
mundo y estando rodeada de no creyentes, procuro ponerme en el lugar del otro
para ver de qué manera reciben mis mensajes.
Tengo la sensación de que, si
hablo de Jesús, ellos piensan en una fábula, si hablo del Espíritu Santo, en un
cuento de hadas, y si hablo sobre Dios encuentro cuestionamientos sobre un Dios
que permite el sufrimiento de sus hijos.
Nada más lejos de la realidad
Me he dado cuenta de que por
mucho que ame a estas personas, mis palabras probablemente nunca lleguen a
tocar su corazón.
He
aprendido a aceptar que solo Dios es capaz de darles la gracia de creer, y que
lo único que puedo ofrecerles es la voz silenciosa de mi propia vida, procurando ser lo contrario a lo que se
ve en el mundo: la imagen de Cristo.
Desde luego es algo en lo que
fallo todos los días.
Pero gracias a Dios tengo un
esposo que tiene la habilidad de hacerme notar con amor cuándo estoy en un
error y por sobre todo tengo la cercanía de Dios en la oración continua, a través de la
cual Él puede cambiar mi corazón y juntos podemos conseguir lo imposible.
Imagino que Dios nos hizo algo
cortos de palabras cuando se trata de hablar sobre la experiencia de Dios.
Cómo quisiera poder explicar
la certeza, la presencia ininterrumpida y perpetua, el consuelo de saberme
contenida. Quisiera hablarles sobre las caricias y la delicadeza con la que
interviene en mi vida; pero es imposible hallar las palabras justas
para explicar todo esto.
Creo
que Dios quiere que la experiencia de Dios sea absolutamente personal y, por lo
tanto, las palabras no fluyen con precisión y con solidez hacia aquellas
personas que no han abierto su corazón.
Qué diferencia existe en el
discurso con aquellos que son más dóciles, con una disposición y entusiasmo
diferentes. Ahí si podemos ver la presencia del espíritu que llena de colores
cada mensaje.
En un sinfín de ocasiones creo
que lo mejor es dejar las cosas como son. Muchísima gente vive con la certeza de
sus palabras y no hay mucho que se pueda hacer por ellos excepto orar.
Un sacerdote decía que para
aquel que no quiere escuchar no hay mensaje que le alcance y no hay nada más
triste y más cierto.
Me viene a la mente la
historia de Lázaro y el rico en la que ambos mueren, yendo el rico al “lugar de
los muertos” y Lázaro al cielo.
Entre ambos lugares existía un
abismo infranqueable, el rico no podía salvarse por haber estado siempre tan
apartado de Dios y pide insistentemente a Abraham que por favor envíe a Lázaro
a la tierra para que pueda advertirle a su padre y a su familia que cambien sus
maneras de vivir.
Abraham le responde: “Hijo
mío, si no escuchan a los profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos
tampoco se convencerán”. (Lc. 16, 19-31) Para estas personas, ni el mensaje de
Cristo muerto y resucitado es suficiente.
Con frecuencia me cuesta
comprender que es Dios quien se dejará ver a su tiempo y
a su manera, que no debo ser yo quien fuerce este encuentro.
Pido todos los días que abra
el corazón de mis seres queridos no creyentes dándoles la gracia de creer y que
yo pueda ser un rico testimonio para alimentar su fe.
Sueño con el día en que todos
podamos entrar en el cielo, que podamos pisar nuevamente la tierra prometida de
la que un día salimos y que finalmente escuchemos las palabras de este Padre
extraordinario que nos dirá a cada uno: “te estaba esperando”.
Lorena Moscoso
Fuente
Aleteia